viernes, 7 de noviembre de 2008

El Lugar del Gargajo: Ciudad y Desarraigo en la Obra de Roberto Bolaño

por Antonio Villarruel
Ponencia en LASA, Ecuador 2008









No tuvimos el arrojo de mirar a los ojos a Roberto Bolaño cuando, meses después de que murió -de la peor forma en que pueden morir los escritores, es decir, como héroes o como carne de cañón-, se levantó sobre su cuerpo ya lleno de gusanos una estatua que lo erigía como histrión de una comedia en la que nunca quiso participar. Aún más: nunca estuvo interesado en participar. No sería exagerado decir que Bolaño, a quien estas cosas le sentaban como un chiste sobre chilenos exiliados, se hubiese carcajeado hasta el coma al ver sus textos arañando las listas de los más vendidos, o diseccionados por lingüistas, canonistas o prestidigitadores de la nueva mercancía exótica que ofrecía el continente latinoamericano, que ya no vendía lluvias de flores amarillas, sino muertas cocinadas en el desierto. O al ver a su amigo Echeverría relamiéndose con los estados de resultados que arrojaban los libros editados después de que su cuerpo le diera la espalda. Como Chile. Como Latinoamérica. En fin. Tampoco es para ponerse melodramático. O estupendo, como él mismo decía.

No tuvimos el ardor, la voluntad de mirar a Bolaño –mirarlo del todo, como miran esos personajes suyos que se pierden en ciudades difuminadas por el horror y el vacío-, cuando luego de la avalancha editorial llegaron los más escépticos, apóstatas del consumo rebuscado, a decir que la obra se perdía en el eco de los charts o en la constatación de que sus libros también se vendían en supermercados. Acaso tuvimos miedo. Pero de esto no hay mucho más que decir, porque los textos de Bolaño hablan por sí solos y no requieren de empujes comerciales ni de traviesos sabelotodos del mundo indie. Por fortuna, hoy Bolaño ha descendido del catálogo de novedades y puede ser leído desde la sobriedad de la distancia que da el tiempo. Y vaya; siguen sus palabras dando de alaridos.

A mí Bolaño me interesa menos como figura principal de una generación que como el triunfo de narrar una historia individualísima. Que esta historia, la de Bolaño o la de sus personajes, se repita hasta el cansancio en Latinoamérica es secundario por ahora. Pero la arquitectura de las palabras, que construyen imágenes de personas que se pierden en ciudades enormes donde alguna vez vivieron (“Muerte de Ulises”); que señalan la derrota incontestable que significa meterse en esto, en la literatura (“Sensini”); o que comen el poco asombro que genera acercarse al horror, a la muerte y a la violencia pura (“Nocturno de Chile”); ese arrojo irrebatible, esas ganas de hurgar hasta coger con los dientes un denario de entre la mierda, como decía Flaubert y lo cita Javier Cercas, es para mí el dispositivo que subraya la literatura de Bolaño.

Si en literatura no hay una última palabra, en la obra de Bolaño menos. Sus textos mismos pueden encargarse de desdecir lo que se ha afirmado sobre ellos. Está, ante todo, el afán de priorizar sus obras canónicas. Estoy hablando de “Los Detectives Salvajes” y de “2666”. Que si los personajes en Bolaño son así por el sesgo que dejan ver estos textos. Que si el uso espaciotemporal funciona de esta manera, éstos son los relatos que lo exponen. Pero parece más interesante sumergirse, además de lo otro, en las posibilidades de interpretación que dejaron sus novelas más cortas, sus cuentos, su poesía -menos conocida que su narrativa- o sus pequeños artículos, ensayos o reseñas.

Es en ellos, muchos publicados antes de “Los Detectives” y “2666”, donde comienza a aparecer un argumento notable, unas disposiciones escénicas oscuras, móviles y borrosas, que podrían ser trabajadas desde esto: la ciudad en Bolaño. La representación que se da del fenómeno urbano –de su morfología, sus dinámicas de interacción en la gente o del lugar que puede ocupar la ciudad en la memoria de los personajes.

Bolaño responde menos a la línea del boom que a la que intentó fundar Alberto Fuguet y su McOndo. Menos a ese McOndo profunda y paradójicamente latinoamericano que al Crack de Volpi y Padilla. Y menos al Crack de las ciudades asiáticas perdidas o las novelas históricas berlinesas, que al vacío y la unicidad de lo perdido en la experiencia personal e irrepetible, aunque ésta sea sino de una multitud errante de escritores latinoamericanos que buscan becas y mesas para charlar con Fresán, Vila-Matas o Villoro. El periplo de Bolaño, cuya vida es un derrotero que se parece mucho al viaje insufrible que realiza Arturo Belano por los países centro y sudamericanos, hasta llegar a Chile, y que lo refiere Auxilio Lacouture en “Amuleto”; el periplo de Bolaño, digo, debería dejar clara la imagen, enclavada en su memoria, de una ciudad. Se lee que “Los detectives”, por ejemplo, es la novela de la Ciudad de México, o de México mismo, como lo afirma Pedro Ángel Palou. Y la coloca al lado de “Mantra”, del propio Fresán y, sin quererlo, de “La región más transparente” de Fuentes. Probablemente esto sea un despropósito. Tanto en “Mantra” como en “La región”, y sobre todo en esta última, la ciudad es la posibilidad, aunque sea remota, de la memoria de una ciudad o de un lugar. Mientras tanto, en el caso de Bolaño, la ciudad –y esto es lo que he intentado decir desde el principio- es la imposibilidad de la memoria, el acertijo fundado en lo que no se puede recordar, acaso por infernal.

La obra literaria de Bolaño está escrita desde los márgenes, en locaciones áridas o yermas, desde donde el vacío, el horror o una enorme melancolía aparecen más tangibles. Desde los parajes apenas urbanizados, como en su cuento “Gómez Palacio”; o las microconstrucciones ambientales de las ciudades, descritas en un resort de clase media en Acapulco, en “Últimos atardeceres en la tierra”; desde el Berlín de madrugada, donde se avizoran con las bancas de un parque los esbozos de unas calles deshabitadas y el silencio de la noche en “El ojo Silva”; hasta la vida de ciudad que se percibe en “El policía de las ratas”, en donde una urbe equis se adivina en lo que ocurre en las cloacas, las alcantarillas y las ratas –que de ratas tienen lo humano- que la pueblan. De modo que, a riesgo de diluir la imagen clave, la idea de ciudad en Bolaño, y no solo en sus dos obras canónicas, está repleta de metamorfosis, de posibilidades de mutación, de ensamblajes distintos que la encuadran.

Algo sí: el anclaje de la ciudad, la posibilidad de su imagen, es la imposibilidad de ella misma. Bolaño no fija ciudades; se distancia de ellas, muerto de horror, de pena o de miedo.

Acaso sea éste un retoño del interminable follaje que, como advierte Carlos Franz, verdea los textos de Bolaño de una infinita e inexplicable tristeza. No digo que no. Puede que la ciudad sea en Bolaño irrelevante, porque en sus textos no hay ciudad, sino el asomo de un lugar poblado de gente torva y zafia o, peor aún, olvidable y prescindible. Pero si hay esto, vive, como poco, una sucesiva mención de ciudades “probables” –es decir, con esa posibilidad de memoria a la que estamos acostumbrados-. En el cuento “La nieve”, uno de los personajes, Rogelio Estrada, habla de una infancia feliz en Santiago de Chile. De una adolescencia casi feliz, repleta de cosas nimias como fumar marihuana o robar una bici. Pero el sueño se acaba. Y comienza la pesadilla: el golpe de estado obliga a Estrada a salir de Chile hacia la Unión Soviética. A partir de entonces su huella se pierde en una irregular calzada de mafia, frío, amigos que se pierden y una mujer que quiso participar en las olimpiadas, en salto alto. El cuento termina así:

Pero por las noches, sobre todo por las noches, extraño Rusia y extraño Moscú. Aquí no se está mal, pero no es lo mismo, aunque si me pidieras más precisión no sabría decirte qué es lo que echo de menos. ¿La alegría de estar vivo? No lo sé. Un día de estos voy a tomar un avión y volveré a Chile. (Bolaño, 100, 1997).

Esto lo dice el propio Estrada, en la sala de su casa ajada y vieja, la sala que conserva banderines consumidos de Colo-Colo, de La Universidad de Chile y del Santiago Morning. Para éste, la imagen del añoro es cierta; para el lector no. De las evocaciones límpidas o apacibles de un Santiago idealizado por la distancia y los años al recuerdo de un Moscú de extrarradios, repleto de sombras en madrugada y de hielo permanente, no hay duda: el arraigo está en Chile, o al menos en la imagen construida a partir de los sucesos, o lo que dice la memoria de ellos. Y aunque Estrada quiere volver a Chile, en un día de estos, dice, extraña Rusia, y extraña Moscú, más precisamente. La silueta de la casa, o la patria, o el hogar, o esa conjunción que en alemán tiene el perfecto nombre de Heimat, se evapora. Yo digo que la nube gaseosa en que se transforma la tierra inicial es la nube espantada, contaminada de terror.

La imposibilidad de la memoria en la narrativa de Bolaño es, en términos de literatura hispanoamericana, nueva. La ciudad como infierno donde la violencia infinita descose no lo es. Podría recoger dos ejemplos, de manera arbitraria, y cotejar la idea.

En 1992 Ricardo Piglia publica “La ciudad ausente”. Que viene a ser, palabras más palabras menos, la puesta en escena más leal de una ciudad canallesca, la misma que había imaginado en sus novelas Roberto Arlt, y que responde a la particularidad de mirarse a sí misma como un dispositivo generador de conspiraciones y vomitador de muertos y crímenes sin resolver. Tal y como en “Plata quemada”, el escritor dispara una ciudad rematada de tugurios, donde el juego convive con la herida del asesinato, la fuga y el arma. Aún así, la memoria de la ciudad permanece: Piglia la reconstruye no con el escollo de no poder pertenecer a ella, de no poder rememorarla como propia; la ciudad, que demora en ser poseída, que falta a la palabra de ser hogar, permite su reconstrucción y -a veces en la obra del propio Piglia- su rememoración, desde el trabajo de archivo, la crónica policial, la sangre en el asfalto, huella del delito. Si se piensa en Kafka desde la narrativa de Piglia, la ciudad es el fósil único de una muralla china que fue alguna vez una prisión. La muralla que contuvo criaturas asimétricas y deformes, a la manera de Bosch. Las criaturas, desde luego, somos nosotros.

De la misma manera como sucede con Bolaño, la ciudad muta, aunque en escasas ocasiones y de forma menos dramática. Podríamos colocar la ciudad de Piglia y la ciudad de Bolaño sobre la mesa. La ciudad de Piglia se mira, pese a su fetidez. La ciudad de Bolaño se esfuma. No hay intento posible de sostenerla en la mano. Piglia la recrea, infame. En Bolaño solo hay la necesidad de un olvido inmediato, erigido en la inestabilidad. O como diría Mejía Madrid sobre Villoro, en la asunción de que la única patria posible es el tránsito.

Fernando Vallejo, el escritor par excellence de la rabia, fabrica en su narrativa la idea de la memoria. Aunque mejor dicho, lo que hay es nostalgia. Mirar a lo perdido y lo irrecuperable, que tiene forma de una época, aunque también de una ciudad, de un lugar construido desde la posta que dejó lo que vio la infancia. Esa ciudad encandilada con pesebres navideños, cuyas casitas de juguete enamoran al personaje que las evoca, dispuestos en las pequeñas viviendas campesinas al margen de la carretera, la que va de Santa Anita a Sabaneta, por ejemplo. En “La virgen de los sicarios”, el narrador, viejo y derrotado, refiere el trayecto de un lugar a otro de lo que hoy es el Medellín apestado: en su infancia, dice él, recorría a pie el tramo que le llevaba desde estas dos locaciones:

Mira Alexis, tú tienes una ventaja sobre mí y es que eres joven y yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felicidad que yo he vivido. La felicidad no puede existir en este mundo de televisores y casetes y punkeros y rockeros y partidos de fútbol (…) Pero no me hagas caso que te estoy hablando de cosas bellas, de diciembre, de Santa Anita, de los pesebres, de Sabaneta. El pesebre de la casita que te digo era inmenso, la vista de uno se perdía entre sus mil detalles sin saber por dónde empezar, por dónde seguir, por dónde acabar. Las casitas a la orilla de la carretera en el pesebre eran como las casitas a la orilla de la carretera de Sabaneta, casitas campesinas con techitos de teja y corredor. O sea, era como si la realidad de adentro contuviera la realidad de afuera y no viceversa, que en la carretera a Sabaneta había una casita con un pesebre que tenía otra carretera a Sabaneta. Ir de una realidad a la otra era infinitamente más alucinante que cualquier sueño de basuco. El basuco entorpece el alma, no la abre a nada. El basuco empendeja. (Vallejo, 2001, 14).

Lo que aparece en Vallejo y en Piglia es una memoria de la devastación. En el caso del segundo, una devastación del pasado; en caso del primero, una devastación por un presente abyecto y un pasado idealizado. La memoria en ellos dos es arraigo. El arraigo se sostiene porque la memoria de los dos autores llama, porque les grita desde donde reside hasta donde ellos escriben su narración. Y en mucho de ambos –y en esto difieren de Bolaño-, existe también porque existe un lugar, que Piglia lo habita, aunque maldito, y otro que Vallejo lo exilia al vacío de un paraíso que fue pero lo echaron a perder. Buenos Aires, para el uno, y Medellín para el otro, son la memoria misma, la posibilidad del asidero que aparece en la evocación de un tiempo y que, a su manera, construye el ars poetica de sus respectivas literaturas. Memoria en llamas y sangre, memoria en el vacío, pero memoria al fin.

Resulta interesante, en este punto, acercarse al relato “Días de 1978”, de Roberto Bolaño. La historia es sencilla y tenebrosa. B, el personaje principal, asiste a una fiesta de exiliados chilenos en Barcelona. La fiesta es extraña: mientras B se mantiene lejano, observa cómo la celebración adquiere un carácter “familiar”: “los invitados están unidos no solamente por lazos de amistad, sino también por lazos de parentesco” (65). Ya entrada la madrugada, un hombre se encara con B e intenta una gresca. Ese hombre es U.

Aquí podría terminar la historia. B detesta a los chilenos residentes en Barcelona aunque él, irremediablemente, es un chileno residente en Barcelona. El más pobre de los chilenos residentes en Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él. (Bolaño, 66).

Como señala Alessandro Fornazzari, no solo el desarraigo es patente: de lo que se trata más bien es de una articulación binaria de lejanía: por un lado, la de la condición misma de exiliado y, además, del desarraigo de la comunidad de exiliados. El relato continúa a través de los años en un ir y venir azaroso de encuentros con U y su pareja. Una noche, B decide ir a la casa de U. Allí se entera que éste ha intentado suicidarse ese mismo día. B está a punto de salir, pero decide quedarse. No mucho después, B está conversando con U. Le relata una película.

Entonces la narración se despliega mediante el relato minucioso del filme. Es una historia de monjes y huérfanos y soledad y campanas que repican. Cuando B termina su relato U está llorando. Un día, B se entera que U se ha ido a París. En medio del viaje, decide bajarse del tren. Se queda en un pueblo pequeño y hace dos llamadas. Luego se adentra en un bosque, donde primero desperdiga sus documentos de identidad “como si los hubiera intentado esconder” (79) y se ahorca con su propio cinturón.

Aquí la imagen del exilio en Bolaño. No solo de una ausencia física de una ciudad –que es lo que ahora interesa- ni de unos recuerdos de una ciudad; esa imagen es imposible. Toda la cimentación de una memoria que traiga un arraigo está sentada en la muerte misma; una muerte infinitamente triste y de la que es imposible deshacerse. O, lo que es lo mismo: en el horror, el vacío y la violencia. Ante esto, la única posibilidad de reinserción en el mundo es la literatura. La ciudad no existe para Bolaño. Y no porque no la nombre: en sus relatos las ciudades son innumerables. Pero son al mismo tiempo recursos de un ilimitado sinsentido, que parcialmente se cubre con la escritura, como si ella pudiese ser el testimonio del algo, la memoria que en los edificios, las calles, los trenes y los departamentos sale despavorida.

Encallar la memoria a una ciudad sería, desde Bolaño, dejarse morir en una casa a las afueras de Gerona, como se narra en “Sensini”, su relato. O como callar las mujeres martirizadas por hombres que descienden de camionetas polarizadas y que las violan y las cecinan antes de darles muerte, en Santa Teresa, en 2666. Callar y vivir en santa Teresa, o en Ciudad Juárez, o en Barcelona, o en el DF, en el café Quito, calle Bucareli. Por eso a Amalfitano se le aparecen fantasmas. Por eso la única respuesta es huir, o colgar un libro de geometría en el tendedero para que sus hojas sean columpiadas por el viento inerme que viene del norte del desierto mexicano. Si no hay memoria, al menos hay una redención ética, que habita en el acto de escribir y que, desde la literatura misma, con las armas propias del lenguaje y sin despeñarse en el panfleto, recrea la memoria del caos. El horror no se retira, pero Bolaño no lo deja de ver. Lo mira atento, con ojos de búho, como muchas veces dejamos de mirar su obra nosotros, sus lectores, y después de escribirlo, se larga.

Lucas, 9:5. La imagen no puede parecerse más. Pero porque ni Bolaño ni la literatura dejan testimonio ni son enseñanza de nada, o son la negación de la enseñanza de algo, inclusive del dolor, la anécdota termina difiriendo: en este escritor no hay nación, ni pueblo ni generación, no hay, como en el evangelio, un hombre que entre en una ciudad imaginaria y hable –predique- y sea echado y deje el testimonio de la violencia y el rechazo al limpiarse los pies del polvo de esa ciudad, y luego quede la memoria de esa ciudad maldita. Hay un hombre que, como dije antes, mira. Mira sin pestañear el horror. Cuando a ese horror le es dada la hora de parir la muerte de quien lo mira, Bolaño se va. Debo repetir: aquí no hay testimonio, no hay enseñanza. Tan solo la experiencia y el dolor de un escritor que se va antes que lo maten. Se va y echa un gargajo en aquel lugar, sobre esa ciudad. Se va para hacer literatura, para encontrarse con ciudades donde crece la desmemoria, y sobre las que, con el lenguaje, hace una anti-memoria. Acaso lo escribiría así, entonces.

Soñé que tenía quince años y que iba a la casa de Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie, apoyado en una pared negra. ¿Adonde vas, Bolaño?, decía. Lejos del Hemisferio Sur, le contestaba (…) Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la revolución antes de hacerla y decidía volver a casa (…) Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa? (Bolaño 2000, 74, 79, 94).



Bibliografía:

Bolaño, Roberto: 2666. Barcelona: Anagrama, 2006.
Bolaño, Roberto: Amuleto. Barcelona: Anagrama, 2007.
Bolaño, Roberto: Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2005.
Bolaño, Roberto: El gaucho insufrible. Barcelona: Anagrama, 2005.
Bolaño, Roberto: Llamadas telefónicas. Barcelona: Anagrama, 1997.
Bolaño, Roberto: Nocturno de Chile. Barcelona: Anagrama, 2003.
Bolaño, Roberto: Putas Asesinas. Barcelona: Anagrama, 2001.
Bolaño, Roberto: Tres. Barcelona: Acantilado, 2000.
Fornazzari, Alessandro: Diálogo personal. 2008.
Franz, Carlos: Una tristeza insoportable. En “Letras Libres”, Enero 2007.
Fresán, Rodrigo: Mantra. Barcelona: Mondadori, 2001.
Palou, Pedro Ángel: Ganar leyendo: Reseña de “Mantra”, de Rodrigo Fresán. En “Letras Libres”, Julio 2002.
Piglia, Ricardo: La ciudad ausente. Barcelona: Anagrama, 2003.
Vallejo, Fernando: La virgen de los sicarios. Bogotá: Alfaguara, 2004.