Revista Quimera, 2004
Consideremos dos escenas de alta literatura. En la primera un hombre tímido es sorprendido una mañana por dos extraños. Van vestidos del mismo modo y no parecen del todo humanos. Le comunican que está detenido. Después proceden a comerse su desayuno. No nos enfrente, dice uno poniendo miel en su tostada, somos su única esperanza.
Segunda escena: un hombre tímido se apresta a desayunar cuando dos extraños irrumpen. Van vestidos del mismo modo y traen una propuesta que exige discreción. Una propuesta, dicen amenazantes, mientras se comen su desayuno, que nadie puede rechazar. El padre Urrutia Lacroix experimenta una sensación de cosa soñada.
Como nadie ha dejado de notar, la primera escena abre El Proceso de Kafka. La segunda se encuentra en la página 102 de Nocturno de Chile, una de las mejores novelas de Roberto Bolaño.
¿Qué puede hacer el crítico con una aproximación así? ¿Denunciar un plagio? ¿Decir que Bolaño es el Kafka de nuestro tiempo? Eso no tendría el menor interés.
Constatar que un escritor ha reproducido, con un cambio de sentido sutil, una escena famosa, es productivo en la medida en que el antecedente echa luz sobre la obra tardía por sus diferencias. El mundo de Kafka, poblado por homúnculos y vagas amenazas, no es el mundo de Bolaño. Y sin embargo las amenazas vagas, los hombres perplejos y pasivos, la sensación de “cosa soñada” son atributos de Los detectives salvajes, Estrella distante, Nocturno de Chile, cuentos como Últimos atardeceres en la tierra o la totalidad de sus poemas. Con una diferencia: los sueños de Kafka tienen lugar en la eternidad. Los de Bolaño, en la Historia. Mejor dicho, son los sueños (o las pesadillas) de la Historia.
El caso de Nocturno de Chile es extraordinario. En lo referente a la Historia, es el complemento perfecto de Los detectives salvajes. Y, en algunos aspectos, una novela mejor. Los detectives cuenta una errancia de veinte años cuyo origen fue una promesa hecha en sueños. Todo el viaje de Arturo Belano y Ulises Lima, en consecuencia, lleva la estampa de lo irracional, lo gratuito, lo inútil. Pero también lo heroico. Belano y Lima nunca fueron dueños de su destino. Pero su aceptación de las fuerzas de la Historia, su generosidad para responder a la llamada, los redimen. Todo terminará en la perplejidad, pero esos detectives completan su odisea intactos.
Si ése es el sueño, Nocturno de Chile es la pesadilla. Urrutia Lacroix es el hombre que dice no. El hombre que se queda en casa. “Soy un hombre razonable”, repite. “Siempre he sido un hombre razonable”. Alguien sugirió a Bolaño que Urrutia era un lobo por contraste con corderos como Belano o Auxilio Lacouture. Bolaño matizó. El problema de Urrutia no es su maldad, sino su pusilanimidad. Empeñado en negar lo irracional de la Historia, Urrutia se convierte en el peor de sus productos: el cómplice que se ignora.
Volvamos a Kafka. Como Borges señaló, el tiempo en Kafka no progresa. ¿Por qué? Porque la meta se aplaza sin cesar. Eso no impide que los personajes envejezcan y mueran. Es decir que el tiempo no existe para el hombre kafkiano en sus deseos, pero sí en su cuerpo. Seguimos deseando hasta el infinito, pero entretanto el tiempo nos mata. La obra de Kafka problematiza esta paradoja.
¿Y Bolaño? En el autor de Amuleto, en efecto, late un problema análogo. Sólo que la tensión entre inmovilidad y movilidad aquí no pertenece al tiempo sino a la Historia. Nocturno de Chile abarca unos treinta años. En ese tiempo Urrutia toma los hábitos, prospera como crítico, escribe, envejece, llega al umbral de la muerte. El país conoce la revolución, el golpe de Estado, la noche de la dictadura. No obstante hay una impresión pesadillesca de repetición, de órbita en torno a un punto muerto.
Resulta fascinante desmontar los resortes usados por Bolaño para crear esta impresión. En apariencia la novela narra escenas bien distintas; en realidad, una misma escena se repite en forma encubierta. Su esquema es éste: un grupo de personas departe mundanamente sobre arte; a un lado del escenario, ignorado, alguien sufre una injusticia atroz. Primera escena: Urrutia visita por primera vez al famoso crítico Farewell en su casa de campo. Urrutia, Farewell, Neruda y un discípulo recitan poemas y evocan a los trovadores provenzales con exquisita frivolidad. Pero afuera, en la noche de los caseríos miserables, rondan hombres vestidos con harapos, niños llenos de mocos. Segunda escena: durante la ocupación de París, Salvador Reyes y Ernst Jünger visitan a un pintor guatemalteco muerto de hambre. Pronto olvidan al pintor y se ponen a conversar animadamente. Fuman cigarrillos turcos. El pintor, con la vista fija en la ventana, se consume de angustia. Tercera y última: bien entrada la dictadura de Pinochet, María Canales (trasunto de una persona real, como casi todos los personajes de Nocturno de Chile) recibe a la flor y nata de la intelectualidad chilena en su salón. Mientras tanto, en el sótano, su marido tortura a presos políticos.
El horror de la escena recurrente va en aumento. Pero el esquema esencial no varía. Y sin embargo Chile se arruina, el mundo se arruina. Urrutia Lacroix acompaña cada una de estas escenas. Pero Urrutia Lacroix es dual: en él hay una presencia incómoda, un “joven envejecido” que lo mira con reproche. Ese joven envejecido (¿no es este oxímoron una ilustración de la paradoja de Kafka?) corresponde a los deseos impotentes de Urrutia; la voz que narra, a su desgastarse contra la piedra de la Historia. “Poco puede uno solo contra la historia”, reflexiona Urrutia. “El joven envejecido siempre ha estado solo y yo siempre he estado con la historia”.
Ahora bien, para Bolaño el dilema no consiste en ser héroe o víctima. Héroes no hay. Todos somos juguete de fuerzas superiores. Todo se juega, en cambio, en la actitud ante este hecho. Está el “sí” de los admirables detectives salvajes, pero también el “sí” del siniestro Carlos Wieder. Y no parece casual que, al final de Estrella distante, el narrador contemple a Wieder con cierto respeto. “Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco”, piensa el narrador, “sólo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo”. Wieder será un agente del mal, pero con los ojos bien abiertos.
Urrutia Lacroix, en cambio, dice “no”. Viaja en el barco de Wieder y Belano, pero elige ocultarse la verdad. Antes enumeré las escenas repetidas de Nocturno de Chile. Otras tantas involucran a Urrutia Lacroix en la intimidad. Urrutia encuentra una y otra vez su rostro y lo niega. Por ejemplo, es homosexual. Pero cuando Farewell le planta la mano en el culo, su reacción consiste en recitarse el Apocalipsis. Más adelante le dice Farewell: “[Si no me sintiera tan mal] procedería a arrastrarlo al baño y a culeármelo de una buena vez”. Y Urrutia: “No es usted quien habla, es el vino, son esas sombras que lo inquietan”.
Ligado a la identidad de Urrutia aparece el motivo de los pájaros. En su primer encuentro con Farewell, Urrutia habla “con la ingenuidad de un pajarillo”. El otro le apoya en el hombro una mano que pesa como si tuviera “un guantelete de hierro” (como los que se usan en cetrería). Sus ojos parecen “de halcón”. Urrutia viaja por Europa: cada iglesia tiene un halcón para matar a las perniciosas palomas. Una bandada de pájaros grita: “Quién, quién, quién”. ¿Quién? La pregunta es pertinente. Pero Urrutia elige no responderla. ¿Y cabe recordar que el nombre de la coordinación entre las dictaduras latinoamericanas de los ’70 para aniquilar a la subversión fue Plan Cóndor? Farewell era un ave de presa. Augusto Pinochet era un ave de presa. Urrutia Lacroix era un ave de presa, pero nunca lo admitió. Hasta que llega la hora de la verdad. ¿Y después? “Después se desata la tormenta de mierda”.
Puede que Urrutia Lacroix sea el personaje más abyecto de Bolaño. Pero sólo un personaje así devela el engaño de la Historia. Belano, el marginal, está siempre fuera del juego. Carlos Wieder es el juego mismo. Son personajes un poco más que humanos. Pero Urrutia Lacroix participa y se engaña y sólo gradualmente descubre la horrible verdad, y en ese sentido se parece más a nosotros.