Hermano Cerdo. 04.2008
El teatro no viene a tu encuentro, ni se ofrece en cada lugar y cada instante. Nadie ha conseguido contenerlo en un envase plástico o soporte digital que podamos recibir en nuestros cómodos hogares con un solo click. Como producto, su soberbia es absoluta; nos emplaza en un momento y un lugar irrepetibles, al que debemos acudir no sin antes habernos anticipado a nuestros propios deseos, comprando las entradas con antelación. Sin avisos que nos recuerden su existencia, poco o nada interfiere en el mundano discurrir de nuestra vida. El teatro sale de nuestros dormitorios por la puerta de atrás y se pierde rápidamente entre la niebla. Nosotros somos quienes hemos de seducirlo, aceptando sus condiciones en el lugar y el momento indicados. Por eso es tan fácil olvidarse de él.
Yo me olvidé del teatro en la primavera del 2007. Durante esa temporada la programación del Alhambra se había visto confinada a una sala de barrio, oficialmente debido a las diversas remodelaciones que se llevaban a cabo en la histórica sede del Realejo, impelidas por las intrigas entre el Ayuntamiento de Granada y la Junta de Andalucía. Nunca había sido tan fácil olvidarse del teatro, aunque éramos muchos los que aceptábamos la larga caminata hasta el barrio periférico de la Chana, sumando así un nuevo mérito a la ya de por sí heroica tarea de ver las obras relevantes en su gira de provincias. La programación del Alhambra no volvió al Realejo hasta el invierno de 2007, y 2666 no se representó en Granada sino hasta finales de marzo de 2008. La noche del estreno quise fijarme en la sonrisa pletórica de los acomodadores, y atribuir su elegancia y su gesto a lo mismo que yo celebraba; la vuelta del exilio, de la periferia al corazón de la ciudad, y al mío propio. El teatro había vuelto a mi vida.
Dicen que el apodo de La Bombonera, el estadio del Boca de Buenos Aires, surgió de la lengua del relator Fiovaranti, de la pluma del periodista Hugo Marini, o de la imaginación del arquitecto Victorio Sulcic, indistintamente. Yo no sé a quien corresponderá apodar al nuevo Alhambra, que parece una apelotonada caja de dientes rojos en vertiginoso descenso hacia el proscenio. Me hubiera gustado tener cerca entonces a un acomodador para explicarle la imposibilidad de su trabajo, dada la imposibilidad literal de acomodarse, o siquiera juntar las rodillas una vez constreñido entre las butacas. Afortunadamente 2666 es una obra con cuatro descansos, y pudimos aliviarnos regularmente de la densa humanidad que fue gestándose en las cinco horas de representación. Justo al anunciarse el primer descanso escuché una voz familiar a mi izquierda.
Yo me olvidé del teatro en la primavera del 2007. Durante esa temporada la programación del Alhambra se había visto confinada a una sala de barrio, oficialmente debido a las diversas remodelaciones que se llevaban a cabo en la histórica sede del Realejo, impelidas por las intrigas entre el Ayuntamiento de Granada y la Junta de Andalucía. Nunca había sido tan fácil olvidarse del teatro, aunque éramos muchos los que aceptábamos la larga caminata hasta el barrio periférico de la Chana, sumando así un nuevo mérito a la ya de por sí heroica tarea de ver las obras relevantes en su gira de provincias. La programación del Alhambra no volvió al Realejo hasta el invierno de 2007, y 2666 no se representó en Granada sino hasta finales de marzo de 2008. La noche del estreno quise fijarme en la sonrisa pletórica de los acomodadores, y atribuir su elegancia y su gesto a lo mismo que yo celebraba; la vuelta del exilio, de la periferia al corazón de la ciudad, y al mío propio. El teatro había vuelto a mi vida.
Dicen que el apodo de La Bombonera, el estadio del Boca de Buenos Aires, surgió de la lengua del relator Fiovaranti, de la pluma del periodista Hugo Marini, o de la imaginación del arquitecto Victorio Sulcic, indistintamente. Yo no sé a quien corresponderá apodar al nuevo Alhambra, que parece una apelotonada caja de dientes rojos en vertiginoso descenso hacia el proscenio. Me hubiera gustado tener cerca entonces a un acomodador para explicarle la imposibilidad de su trabajo, dada la imposibilidad literal de acomodarse, o siquiera juntar las rodillas una vez constreñido entre las butacas. Afortunadamente 2666 es una obra con cuatro descansos, y pudimos aliviarnos regularmente de la densa humanidad que fue gestándose en las cinco horas de representación. Justo al anunciarse el primer descanso escuché una voz familiar a mi izquierda.
-Cuanto más oigo hablar de Archimboldi, más me parece estar oyendo hablar de Roberto Bolaño.
La frase, que no iba dirigida a mí, me interceptó en el momento en que comenzaba a bajar las escaleras en busca de mis amigos, que salían a fumar un cigarrillo. Antes de girar la cabeza no tuve ninguna duda de que se trataba de la voz de Gracia Morales, joven dramaturga afincada en un coche que viaja sin descanso entre Jaén y Granada, que yo había conocido en un curso de escritura teatral que impartió el año pasado. Reconocí su voz inconfundible (y por lo mismo difícil de definir) pero, ya incluso antes de girar la cabeza, reconocí un pensamiento típico de Gracia, de ese tipo en que realidad e imaginación se entremezclan con la mayor rigurosidad posible. Gracia había visto la primera parte de la obra a escasos metros de mí, y ninguno había advertido al otro, pero lo más casual fue que durante el desarrollo de la primera parte, yo me había acordado de Gracia, o más bien de algo que dijo Gracia un año atrás, en los cursos de escritura teatral. Y luego, al reconocernos y saludarnos, ya bajando juntos las escaleras de camino al cigarrillo, Gracia actualizó casi con las mismas palabras aquello que había venido a mi memoria espontáneamente.
Dijo: es narrativo.
La parte de los críticos es narrativa. La adaptación de Teatre Lliure de la primera parte de la novela de Roberto Bolaño consiste en contarnos la novela, más que en dramatizarla. Luego leí lo que dejó dicho Alex Rigola, director de 2666:
-Existe una manera de trabajar propia de cada parte. En la primera, la idea es montar una conferencia en la que los ponentes son los cuatro protagonistas de esta historia: empiezan contándola de un modo muy neutro, pero lentamente se van implicando más.
Encontré estas palabras en un dossier PDF colgado en el sitio de Teatre Lliure, donde también había una carta que Rigola había dirigido a los hijos del escritor fallecido, con la excusa de excusarse, declarando humildad ante la genialidad del padre y de paso mostrando su cariño hacia la familia. Tanto él como el dramaturgo Pablo Ley, dice la carta, habían tratado de traspasar al espectáculo el espíritu de la novela. Evidentemente se refieren a la novela 2666, pero también puedo malinterpretarlo. También puedo entender por novela todas las novelas. Y el sentido de la frase se vuelve todavía más luminoso.
En julio de 2003 la revista Play Boy publicó una entrevista con Roberto Bolaño -la periodista era Mónica Maristain- que sería la última antes de su desaparición. A través de ella nos llega la voz de un muerto; su testimonio, como toda huella de lo que el tiempo ha destruido, posee esa magia especial. Pero también porque Bolaño habló como entonces como un fantasma, ya empapado de la conciencia de su final, y aceptado su condición de muerto aún antes de estarlo, habló como un muerto porque posiblemente entonces ya vivía como un muerto, que por otra parte constituye la única forma de fantasma posible. Entre otras muchas cosas Mónica preguntó:
- ¿No le da miedo que alguien quiera hacer la versión cinematográfica de la novela?.
- Ay, Mónica - dijo Bolaño- yo les tengo miedo a otras cosas. Digamos: cosas más terroríficas, infinitamente más terroríficas.
Ahora yo (Miguel) pienso en Mónica, que intentaba espolear con su pregunta el desprecio implacable del autor hacia los malos artistas. Y Bolaño, aprovechándose de Mónica, esbozaba los últimos trazos de su autorretrato, siempre salvaje, con el infierno tatuado al fondo de la retina.
Pero Mónica tenía razón: las adaptaciones dan miedo.
Quizás Alex Rigola sintió algo parecido al miedo horas antes de marcar el número de teléfono de Pablo Ley. La prudencia también es otra forma de temblor, y la empresa en su fase embrionaria debía pedirla por los cuatro costados. A Rigola se lo preguntaron frente a una mesa del modernista Cafè de l´òpera de Barcelona, un día de febrero de 2006.
- Trabajas con Pablo Ley, ¿cómo es trabajar con un dramaturgo? Porque tú estás acostumbrado a hacer tus dramaturgias…
- En este caso - dijo Alex Rigola- creo que es una obra tan grande, no sólo por dimensión sino por todo lo que hay que alcanzar, que conviene trabajar con otra persona con la que puedas discutir continuamente hasta encontrar las fórmulas para llevarla a cabo.
Hace poco leí algo en El País Semanal.
- ¿Dónde están los buenos lectores?- lanzó el periodista mantilla.
- ¿Dónde? - se dijo Philip Roth- Mirando las pantallas de sus ordenadores, las pantallas de televisión, de los cines, de los DVD. Distraídos por formatos más divertidos. Las pantallas nos han derrotado.
Las palabras del escritor americano inmediatamente me recuerdan a Javier Marías, igualmente genial y apocalíptico, quien no hace mucho publicó la tercera y última parte Tu rostro mañana, una trilogía que en total suma más de 1500 páginas de novela. En un artículo, Javier Marías se quejaba de la escasa relevancia de su trilogía a pesar del esfuerzo titánico (8 años) que supuso completar el trabajo. Reflexionaba sobre la fugacidad de las cosas, que no permanecen sino que son sustituidas rápidamente por novedades que las desplazan y las relegan al cajón del olvido. Tu rostro mañana será sustituido mañana por la siguiente novedad editorial, como cualquier otro producto, da igual el valor. Como Philip Roth, a Javier Marías le cabría decir:
- El marketing nos ha derrotado.
Los Grandes Escritores de las Grandes Obras se sienten derrotados, como el propio Bolaño, quien también se declaró amante de las Grandes Batallas que se libran en las Obras Extensas, y no en las formas literarias breves que hoy prevalecen sobre las demás. Algo tienen en común estos tres Gigantes de la literatura, que la moda ha hecho pequeños, incluso insignificantes.
Ahora recuerdo bien nuestra actitud -la mía y la de Gracia- cuando recorrimos el camino hacia la salida del teatro, durante el primer descanso de 2666. Quedaban aún cuatro partes por representar y no había lugar a valoración alguna, pero de alguna manera constatamos en el otro la gran expectativa que se iba abriendo en cada uno, seguramente como en los demás espectadores. Por eso cuando Gracia dijo: es narrativa, la actitud de su voz tomó esa modulación que indica que acabamos de decir algo que aún no sabíamos que sabemos, y aún no nos creemos del todo, porque tampoco sabemos si lo queremos creer, pues como acabábamos de saberlo, no tenemos una posición muy clara al respecto. Mi cabeza retrocedió a los días de los talleres de escritura teatral, a la sala de estudio de la Corrala de Santiago, también en el Realejo, no muy lejos del recién restaurado teatro Alhambra. Entonces Gracia nos grabó a fuego que el teatro es acción, conflicto; vida en escena. Corregía así la tendencia de nuestro grupo variopinto a convertir a los personajes en narradores de su propia historia. Pero hoy asistíamos a una conferencia donde los personajes de Bolaño se habían convertido en narradores de su propia historia, pues los críticos de 2666, Pelletier, Espinoza, Norton y Morini, contaban su propia historia aunque a veces dialogaban, y a veces dejaban traslucir las emociones de aquello de lo que estaban narrando como si lo estuvieran viviendo en ese momento, o dicho de otro modo, actuaban.
¿Qué es el teatro?- respondió Barthes- una especie de máquina cibernética. Cuando descansa, esta máquina está oculta detrás de un telón. Pero a partir del momento en que se la descubre, empieza a enviarnos un cierto número de mensajes. Estos mensajes tienen una característica peculiar: que son simultáneos, y, sin embargo, de ritmo diferente; en un determinado momento del espectáculo, recibimos al mismo tiempo seis o siete informaciones (procedentes del decorado, de los trajes, de la iluminación, del lugar de los actores, de sus gestos, de su mímica, de sus palabras… estamos pues ante una verdadera polifonía informacional, y esto es la teatralidad: un espesor de signos.
Las adaptaciones dan miedo porque de natural las artes no se hablan entre sí. De las palabras de Philip Roth (las pantallas nos han derrotado), se infiere una lucha de fuerzas antagónicas entre pantallas y literatura, donde Mr Roth, parapetado en el bando de la literatura, otea “las pantallas” con prismáticos de trinchera. Pero ilustra bien la pésima relación que lo textual ha venido manteniendo con lo audiovisual en este cambio de siglo, hasta la esperanzadora irrupción de la literatura digital, donde la interacción entre interfaces, texto, imagen y sonido no ha aportado más que sus primeros balbuceos. Pienso en mí, que publico mis cosas en Internet y que he conocido tantos escritores y lectores gracias a Internet, quienes a su vez publican en Internet y se han conocido gracias a Internet, donde, por cierto, muchos tuvimos una primera noticia de Philip Roth. La literatura no morirá de pureza porque existe en nosotros la necesidad vital de no escuchar a Philip Roth, de no creer en nuestra propia destrucción poco después de haber nacido como lectores o como escritores, lo mismo da, e igualmente nos resulta vital escuchar a gentes luminosas, como Robert Lepage.
Nada más acomodarse el público en el teatro Alhambra, cuando las luces de la sala aun permanecían encendidas, Robert Lepage apareció en un extremo del escenario y comenzó a leer un texto con motivo del día internacional del Teatro. En realidad, se trataba de un señor español con barba leyendo un texto de Robert Lepage, pero aproximadamente:
- Existen varias hipótesis sobre los orígenes del teatro- comenzó Lepage- pero la que más me ha llamado la atención tiene forma de fábula; una noche, en el origen de los tiempos, un grupo de hombres se reunieron en una cantera para calentarse alrededor de un fuego y contarse historias. De repente, uno de ellos tuvo la idea de levantarse y utilizar su sombra para ilustrar su relato.
Nosotros, que nos creemos a pies juntillas la fábula de Lepage, nos imaginamos esa cueva primigenia donde el narrador fue sumando lenguajes al verbal, primero su sombra, imitando algún sonido, impostando su voz, luego con la ayuda de otros, hasta lograr ese espesor de signos del que nos hablaba Roland Barthes. El teatro nació pues de la necesidad de expresar por todos los medios, y 2666 años después se vuelve a reivindicar exactamente lo mismo: la legitimidad para contar con todos los lenguajes, no importa si viejos o nuevos.
- ¿Cómo podría jactarse el teatro de ofrecer soluciones- continua Lepage- a los problemas de intolerancia, exclusión o racismo, si en su misma práctica rechazase cualquier mestizaje o integración?
También puedo entender por novela todas las novelas. Y entonces el director Alex Rigola y el dramaturgo Pablo Ley no solo habrían adaptado 2666 al teatro, sino que el propio género - la novela - sería objeto de representación.
- Inevitablemente - dijo Pablo Ley- la adaptación de una novela de estas características a la escena obliga a dejar que la novela hable por sí misma. No se la puede someter a ideas preconcebidas, no se la puede resumir limitándose a localizar los fragmentos más teatralizables, los diálogos más sustanciosos, las imágenes visuales más logradas. Hay que dejar que la novela hable en toda su complejidad, en su condición fragmentaria, en su multiplicidad, en su inabarcable ambición.
El teatro es un acontecimiento lumínico, y necesariamente el 2666 del Teatro Lliure perfila más los personajes, arrojando luz sobre muchas cosas que Bolaño prefirió ensombrecidas, como Ciudad Juárez, como la propia realidad, igual que los clásicos de la novela negra prefirieron ensombrecida la luminosa Los Ángeles. Y el teatro también es acción, conflicto; vida en escena, como no dejó de recordarnos Gracia Morales en el taller de escritura teatral. Pero gracias al teatro Lliure, ahora sabíamos algo que antes no sabíamos, algo que habíamos comenzado a saber en la primera parte, y ahora ya, a mitad de la obra, queríamos saber. Liure nos estaba narrando una novela, obraba ante nosotros una novela escénica.
Vamos por el cuarto descanso y se anuncia por megafonía que la Parte de Archimboldi va a comenzar. Como la gente tarda en aposentarse y mis amigos han emigrado a mejores asientos (algunos espectadores han abandonado la sala), escucho la conversación de Gracia y los suyos, que se encuentran a escasos metros de mí. Los imagino a todos gente de teatro por su aspecto levísimamente estrafalario, aunque bien podrían ser fontaneros o contables exactamente por la misma razón. Sin embargo, los cómicos son como los soldados o los maestros, profesiones todas que acaban calando en el cuerpo hasta traslucirse en los más pequeños ademanes, o mí me lo parece observando a los amigos de Gracia. Hablan de la obra y de la novela; alguno dice que viendo la obra podrá ahorrarse la lectura de 2666, ya que no tiene tiempo; otro tipo barbudo protesta con humor ante la perspectiva de que “le revienten” el final, pues -entendemos- la está leyendo en esos momentos.
Todos tenemos en mente la novela de Roberto Bolaño, porque hemos leído, porque estamos leyendo o proyectamos leer o quizás simplemente porque conocemos su existencia. La novela se comunica con la obra de manera que al ver la obra, leemos la novela. Y quienes después de la representación, hayan sentido el impulso de “zambullirse en la novela”, como le pasó al crítico Pérez de Olanguer, cuando lean la novela, verán la obra. La novela continua en la obra, o así lo siento yo, cuando veo al protagonista Archimboldi y a su amante la Baronesa contar la misma historia con las mismas palabras que utilizó Bolaño, y cuando la monodia o voz única de la literatura se multiplica en el espesor de signos lumínicos, interpretativos y plásticos que conforman el teatro. Recuerdo ahora el estallido de aplausos al final de la obra, pero sobre todo a un hombre, grande y mejicano, rompiéndose las manos hasta quedarse solo en la platea. Luego a la salida pude verle la cara, más joven de lo que hubiera imaginado. Lo vi turbado y solitario, alejándose del teatro, y lo vi detective, perdido en alguna de las batallas salvajes que los poetas pobres y latinoamericanos libran en las ciudades de Europa. Lo imagino una vez más y luego lo describo en este papel; ahora ya es literatura. Y así se cambia de signo, una y otra vez, en el juego del arte.