sábado, 28 de marzo de 2009

Bolaño entre nos

por Javier García Wong-Kit
Viajesdeescritorio.blogspot.com, 15.03.2009











Ahora que el nombre de Roberto Bolaño resuena en los pabellones auditivos de transeúntes literarios en España, América Latina, Estados Unidos, Australia y otras latitudes donde sus libros han sido editados y traducidos, aparece en su natal Chile un libro hecho no para esos lectores arrasados por la ola de su reciente popularidad; sino para quienes después del primer chapuzón quedaron embebidos, empapados, resfriados y contagiados de ese virus que se aloja en su narrativa.

Bolaño antes de Bolaño, Diario de una Residencia en México 1971-1972 (Catalonia, 2007), escrito por el poeta Jaime Quezada, recoge los pasos perdidos del joven Roberto desde cuando ambos se conocieron a muy temprana edad en Chile, hasta cuando el autor de este libro se alojó en casa de los Bolaño, en el DF, y compartieron lecturas, experiencias y una máquina de escribir portátil marca Royal que Bolaño usaba por las tardes, en tinta negra, y Quezada por las mañanas, en tinta roja.

Este Bolaño personal que Quezada recuerda tiene fobia a los ascensores al igual que Juan Rulfo, fuma Delicados y Faritos, conoce México por la televisión, lee a los escritores contemporáneos y empieza a mostrar su desdén por ciertos matices de la política, su imparable afán lector, sus dos primeros poemas, brevísimos, que viajan a Chile para publicarse en una revista cultural y su inédita obra de teatro con la que comenzó a participar en concursos literarios.

Roberto entrega su obra de teatro de un acto y un personaje principal. Me quedo sorprendido cuando el funcionario de la embajada pregunta por el título de su obra. “El sombrerero loco”, responde muy resuelto y muy seguro Roberto. Digo sorprendido porque nada me había dicho Roberto de ese cambio de título para su obra. (...) “Nada de extraño”, me dice Roberto. “El título da lo mismo. Vino anoche un topo y me comió el título, entonces le puse otro (...)".

Si bien el libro es un recorrido por la memoria de aquellos días que Quezada pasó con el joven Roberto —once años menor— es también el testimonio de una época que marcó a sangre y fuego a muchos intelectuales latinoamericanos, quienes no terminaban de sacudirse del remezón de la ideología cubana, y que veían en el gobierno socialista de Salvador Allende y el Premio Nóbel de Pablo Neruda el destello fugaz de un sueño.

Justamente aquel acontecimiento que fue la consagración de Neruda forma el marco histórico de las vivencias del intelectual consagrado (Quezada) y el aún bisoño autor (Bolaño) que se adentraba en libros como Rayuela, Ulises y En busca del tiempo perdido con infantil asombro, y que tenía en su amigo Quezada al trotamundos que él no se terminaba por animar a ser, prefiriendo el viaje solitario por las páginas de Parra, Joyce y Fuentes a ritmo de rock.

Roberto, que permanece en su casa en un obstinado encerramiento lectural, irá poco a poco entusiasmándose, hasta compartir conversatorios y tertulias en su misma casa, y otras veces en los recitales del taller en sus actividades públicas. Allí irá conmigo como un muchacho que empieza a asomarse en la vivencialidad literaria y cotidiana de lo mexicano. Él, que no bebe una gota de alcohol, sino leche o licuado de frutas, tiene la voluntad y la paciencia de estar en la mesa siguiendo los juegos de dominó, haciendo un barquito con la servilleta de papel, compartiendo el entusiasmo del grupo al unísono levantar de las copas:

Para todo mal, mezcal.
Para todo bien, también.

La empatía manifiesta entre los dos, que tiene momentos de alegría (cuando se enteran del premio de Neruda y se abrazan y celebran) y que tiene otros del más franco reproche amistoso (cuando Quezada le corrige el modo de hablar siempre empezando en negativo), produce un clima agradable y de complicidad con el lector, quien asiste como testigo privilegiado al anecdotario y las conversaciones de entre casa de ambos personajes.

Después de todo me he ido acostumbrando a un Roberto capaz de las cosas más inverosímiles e insospechadas. Puede sacar gatos de un sombrero cuando uno esperaba liebres o palomas. Nunca uno sabe por dónde puede aparecer con situaciones curiosas y extrañas, y hasta ridículas y extravagantes.

Pero el libro es además un paseo por las amistades literarias de Quezada, quien conversa con Juan Rulfo, recibe un libro autografiado de Juan José Arreola, saluda a Octavio Paz y visita al muralista mexicano David Alfaro Siqueiros ante la a veces displicente mirada de Bolaño, ausencia por desinterés o su más sentido asombro. “¡Tremendo y único este Siqueiros!”, dice Quezada, a lo que Bolaño responde: “Sí, delirante y tierno como a veces mi padre”.

Y es que la figura de León Bolaño prefigura lo que después pasará a ser el universo literario de Bolaño, un mundo sin patria, al punto de ser expulsado de Chile por su acento y apariencia extranjerizante; un mundo que en su juventud le permitía celebrar en México, junto a Quezada y su familia, un dieciocho de septiembre con todas sus tradiciones, bandera, cueca y ponche incluidos.

En las páginas de Quezada se aprecia también el afecto que cultivó por los Bolaño y la sentida despedida que se dio con Roberto, quien le regaló una palomita de cerámica de Tonalá para que tenga un buen viaje de regreso a Chile. “No podré olvidarme de este México porque vivo su nostalgia y su presencia”, escribe en su diario Quezada, quien antes de partir recibe una petición del amigo entrañable: “Y no te olvides de ir a visitar a mi abuela a Quilpué”.









Bolaño antes de Bolaño, diario de una residencia en México

por Jaime Quezada


Bolaño antes de Bolaño, diario de una residencia en México

Escrito por Jaime Quezada
128 páginas
Editorial Catalonia
Santiago de Chile
2007






lunes, 23 de marzo de 2009

Ahora queremos tanto a Bolaño

por Jorge Volpi
Etiqueta Negra, Perú. Abril, 2008




Antes de morir, el escritor Roberto Bolaño entendió que estaba a punto de alcanzar la fama. Pero tal vez no imaginó que iba a ser definido como «uno de los escritores más relevantes de su tiempo», como «una epidemia», como «el último escritor latinoamericano». ¿Habrá literatura después de su muerte?



Poco antes de morir, Roberto Bolaño había empezado a paladear eso que las revistas del corazón llaman las mieles de la fama, o al menos de esa fama lerda y un tanto escuálida a la cual aspira un escritor. El 14 de julio del 2003, cerca de la medianoche, murió Bolaño y se volvió inmortal. Apenas unos días atrás, en Sevilla, donde se aprestaba a leer su casi siempre mal citada o de plano incomprendida conferencia «Sevilla me mata», él mismo se había apresurado a buscar un ejemplar del periódico francés Libération porque le dedicaba la primera plana de su suplemento, y ya sabemos que para cualquier escritor latinoamericano –y Bolaño, pese a ser el último, lo era– no existe mayor celebridad que los halagos pedantes y un punto achacosos de la izquierda intelectual francesa. Como todo escritor que se respete, Bolaño se reía a carcajadas de las mieles de la fama y se pitorreaba de la izquierda intelectual francesa, pero el sabor almibarado de los artículos y críticas que lo ponían por los cielos endulzó un poco sus últimos días. En resumen: antes de morir, Bolaño alcanzó a entrever, con la ácida lucidez que lo caracterizaba, que estaba a punto, a casi nada, de convertirse en un escritor famoso pero, aunque era consciente de su genio –tan consciente como para despreciarlo–, quizá no llegó a imaginar que muy poco después de su muerte, que también entreveía, no sólo iba a ser definido como «uno de los escritores más relevantes de su tiempo», como «un autor imprescindible», como «un gigante de las letras», sino también como «una epidemia» y como «el último escritor latinoamericano». Pero así es: murió Bolaño y murieron con él, a veces sin darse cuenta –aún hay varios zombis que deambulan de aquí para allá–, todos los escritores latinoamericanos. Lo digo clara y contundentemente: todos, sin excepción.

Lo anterior podría sonar como una típica boutade de Bolaño, y podría serlo: murió Bolaño y con él murió esa tradición, bastante rica y bastante frágil, que conocemos como literatura latinoamericana (marca registrada). Por supuesto aún hay escritores nacidos en los países de América Latina que siguen escribiendo sus cosas, a veces bien, a veces regular, a veces mal o terriblemente mal, pero en sentido estricto ninguno de ellos es ya un escritor latinoamericano sino, en el mejor de los casos, un escritor mexicano, chileno, peruano, paraguayo, guatemalteco o boliviano que, en el peor de los casos, aún se considera latinoamericano. Fin de la boutade.

Bolaño conocía perfectamente la tradición que cargaba a cuestas, los autores que odiaba y los que admiraba, los cuales en no pocas ocasiones eran los mismos. No los españoles (que despreciaba o envidiaba), no los rusos (que lo sacudían), no los alemanes (que le fastidiaban), no los franceses (que se sabía de memoria), no los ingleses (que le importaban bien poco), sino los escritores latinoamericanos que le irritaban y conmovían por igual, en especial esa caterva amparada bajo esa rimbombante y algo tonta onomatopeya, Boom. Cada mañana, luego de sorber un cortado, mordisquear una tostada con aceite y hacer un par de genuflexiones algo dificultosas, Bolaño dedicaba un par de horas a prepararse para su lucha cotidiana con los autores del Boom. A veces se enfrentaba a Cortázar, al cual una vez llegó a vencer por nocaut en el último round; otras se abalanzaba contra el dúo de luchadores técnicos formado por Vargas Llosa y Fuentes; y, cuando se sentía particularmente poderoso o colérico o nostálgico, se permitía enfrentar al campeón mundial de los pesos pesados, el destripador de Aracataca, el rudo García Márquez, su némesis, su enemigo mortal y, aunque sorprenda a muchos –en especial a ese sabelotodo que hace las veces de su albacea oficioso y oficial–, su único dios junto con ese dios todavía mayor, Borges.

Bolaño, cuando todavía no era Bolaño sino Roberto o Robertito o Robert o Bobby –no sé de nadie que lo llamara así, pero da igual–, creció, como todos nosotros, a la sombra de esa pandilla todopoderosa y aparentemente invencible, esos superhéroes vanidosos reunidos en el Salón de la Justicia que montaban en Barcelona o en La Habana o en México o en Madrid o dondequiera que su manager los llevase. Bolaño los leyó de joven, los leyó de adulto y tal vez los hubiese releído de viejo: nombrándolos o sin nombrarlos, cada libro suyo intenta ser una respuesta, una salida, una bocanada de aire, una réplica, una refutación, un homenaje, un desafío o un insulto a todos ellos. Todas las mañanas pensaba cómo torcerle el pescuezo a uno o cómo aplicarle una llave maestra a otro de esos viejos que, en cambio, dolorosamente, nunca lo tomaron en cuenta o lo hicieron demasiado tarde.

Si hemos de pecar de convencionales, convengamos con que la edad de oro de la literatura latinoamericana comienza en los sesenta, cuando García Márquez, que aún era Gabo o Gabito, pregunta: ¿qué vamos a hacer esta noche?, y Fuentes, que siempre fue Fuentes, responde: lo que todas las noches, Gabo, conquistar el mundo. Y concluye, cuarenta años más tarde, en el 2003, cuando Bolaño, ya siendo Bolaño, se presenta en Sevilla y anuncia, soterradamente, casi con vergüenza, que su nuevo libro está casi terminado, que la obra que al fin refutará y completará y dialogará y convivirá con La Casa Verde y Terra Nostra y Rayuela y sí, también, con Cien años de soledad, está casi lista, aun si ese casi habrá de volverse eterno porque Bolaño también presiente que no alcanzará a acabar, y menos aún a ver publicado, ese monstruo o esa quimera o ese delirio que se llamará, desafiantemente, 2666.

***

Somos una pandilla de escritores jóvenes, o más bien de escritores un tanto traqueteados, incluso viejos o casi decrépitos, aunque sí bastante inmaduros, todos menores de cuarenta años, reunidos en otro congreso de escritores jóvenes –jóvenes por decreto, insisto–, en la fría y acogedora ciudad de Bogotá. Treinta y ocho escritores (falta uno de los invitados) listos para discutir sobre un tema soso y vano como el futuro de la literatura latinoamericana, signo evidente de que los organizadores del encuentro no saben que, desde la muerte de Bolaño, la literatura latinoamericana ya no tiene futuro sino sólo pasado, un pasado bastante elocuente y rico, todo hay que decir. Los treinta y ocho que estamos allí, en Bogotá, admiramos la ciudad y admiramos la forma de bailar de las chicas locales –tarea muy bolañesca– y, mientras tomamos mojitos y aguardientes, nos comportamos como colegiales, quizá porque desearíamos ser colegiales. Ajeno a nuestra apatía, el público insiste en preguntarnos por el futuro de la literatura latinoamericana, por su presente (que en teoría encarnamos), y por los rasgos que nos diferencian de nuestros mayores, es decir, de los escritores latinoamericanos que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días. Nos miramos los unos a los otros, confundidos o más bien perplejos de que a alguien le preocupe semejante tema, procuramos no burlarnos –a fin de cuentas somos los invitados, el presente y el supuesto futuro de la literatura latinoamericana–, y respondemos, a media voz, lo más educadamente posible, que no tenemos la más puñetera idea de cuál es nuestro futuro y que hasta el momento no hemos encontrado un solo punto común que nos una o amalgame o integre –fuera de nuestro amor por Bogotá y por los mojitos–, pero como a nadie le convencen nuestras evasivas, por más corteses que sean, nos esforzamos y al final encontramos un punto en común entre todos, un hilo que nos ata, un vínculo del que nos sentimos orgullosos, y entonces pronunciamos en voz alta, envanecidos, sonrientes para que las fotografías den cuenta de nuestras dentaduras perfectas de escritores latinoamericanos menores de cuarenta, su nombre.

Bolaño, decimos. Bolaño.

El paraguayo admira a Bolaño, los argentinos admiran a Bolaño, los mexicanos admiramos a Bolaño, los colombianos admiran a Bolaño, la dominicana y la puertorriqueña admiran a Bolaño, el boliviano admira a Bolaño, los cubanos admiran a Bolaño, los venezolanos admiran a Bolaño, el ecuatoriano admira a Bolaño, vaya, hasta los chilenos admiran a Bolaño. Poco importa que en lo demás no coincidamos –excepto en nuestra fascinación por los mojitos y el aguardiente–, que nuestras poéticas, si es que tan calamitosa expresión aún significa algo, no se parezcan en nada, que unos escriban de esto y otros de aquello, que a unos les guste encharcarse en la política, y a otros abismarse en el estilo, y a otros nadar de muertito, y a otros hacer chistes verdes o amarillos, y a otros irse por la tangente, y a otros machacarnos con detectives y asesinos seriales, y a otros más darnos la lata con la intimidad femenina o masculina o gay: todos, sin excepción, queremos a Bolaño.

¿Extraño, verdad? Creo que a Bolaño le hubiese parecido aún más extraño, aunque también hubiese aprovechado para darse un baño en las aguas de nuestro entusiasmo, qué le vamos a hacer. Porque lo más curioso es que, en efecto, los escritores que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días –con las excepciones de algunos hermanos mayores, en especial el trío de rockeros achacosos formado por Fresán, Gamboa y Paz Soldán– por lo general no admiran a Bolaño, o lo admiran con reticencias, o de plano lo detestan o les parece, simple y llanamente, «sobrevalorado» (su palabra favorita). Si no me creen, vayan y hagan el experimento ustedes mismos: busquen un escritor menor de cuarenta (los encontrarán sin falta en el bar de la esquina) y pregúntenle por Bolaño: más del ochenta por ciento, no exagero, dirá que es bien padre o güay o chévere o maravilloso o genial o divino. Y luego pregúntenle a un escritor mayor de cuarenta (los encontrarán en el bar de enfrente o en un ministerio o en una casa de retiro) y verán que en el ochenta por ciento de los casos tiene algún reparo que hacerle, o varios, o todos. En esta época que detesta las fronteras generacionales, que desconfía de las clasificaciones, de los libros de texto, de los manuales académicos, de los críticos mamones, en fin, en esta época que reniega de esa entelequia que sólo los más bellacos siguen denominando canon, resulta que los menores de cuarenta aman a Bolaño con pasión. Ante un fenómeno que se aproxima a lo paranormal y que posee innegables tintes religiosos –Bolaño para Presidente, God save Bolaño, Bolaño es Grande, Yo™Bolaño– cabe preguntarse, evidentemente, ¿por qué?

***

Ahora todos conocemos la prehistoria: cuando era joven y todavía no era Bolaño y vivía exiliado en la ciudad de México, Roberto o Robertito o Robert o Bobby participó en una pandilla o mafia o turba o banda –por más que ahora sus fanáticos y unos cuantos académicos despistados crean que fue un grupo o un movimiento literario–, cuyos miembros tuvieron la ocurrencia de autodenominarse «infrarrealistas». Una pandilla o mafia de jóvenes iracundos, de pelo muy largo e ideas muy raras, macerados en alcohol y las infaltables drogas psicodélicas de los setenta, que se dedicó a pergeñar manifiestos y poemas y aforismos y sobre todo a beber y a probar drogas psicodélicas y, de tarde en tarde, a sabotear las presentaciones públicas de los poetas y escritores oficiales del momento, encabezados por ese gurú o mandarín o dueño de las letras mexicanas, el todopoderoso, omnipresente y omnisciente Octavio Paz.

Luego de vagabundear por los tugurios de la colonia Juárez o de la colonia Santa María la Ribera, de echarse unos tequilitas o unos churros (de marihuana: nota para el lector español), Mario Santiago y Robertito Bolaño se lanzaban a la Casa del Lago y, cuando el grandísimo e iracundo Paz o alguno de sus exquisitos seguidores se aventuraba con un poema sobre el ying y el yang o la circularidad del tiempo, irrumpían en el recinto y, sin decir agua va, lanzaban sus bombas fétidas, sus consignas, su chistes y aforismos para dejar en ridículo al susodicho o susodichos, o al menos para hacerlos trastabillar y maldecir y ponerse rojos de coraje. Estos happenings, que sólo en los sesenta podían ser vistos como modalidades extremas de la vanguardia o como guerrillas poéticas efectivas, apenas tenían relevancia y sólo algún periodicucho marxista o universitario reseñaba las fechorías cometidas por esos mechudos que atentaban, sin ton ni son, contra las glorias de la literatura nacional.

En México de entonces bullían las imitaciones de enragés y situacionistas franceses, las imitaciones de angry young men británicos, las imitaciones de jipis gringos, y nadie se tomaba demasiado en serio sus exabruptos (excepto Paz, que solía tomarse un té de tila cada vez que pensaba en ellos). Lo más probable es que nunca nadie hubiese vuelto a acordarse de las acciones y payasadas de los infrarrealistas –con excepción de Juan Villoro y Carmen Boullosa, sus pasmados contemporáneos–, de no ser porque veinte años más tarde, cuando Bolaño estaba a punto de convertirse en Bolaño, se le ocurrió volver la mirada hacia sus desmanes adolescentes y con esa burda argamasa construyó su primera gran novela, Los detectives salvajes, trasformando a esos jóvenes inadaptados en personajes románticos (maticemos: torpemente románticos) o al menos en algo así como héroes generacionales para los jóvenes de los noventa, tan desencantados y torpes como ellos, sólo que con menos huevos.

Tras veinte años de incubación, Bolaño desempolvó los recuerdos desvencijados de su juventud mexicana, de sus amigos malogrados, de esos poetas de pacotilla, e inventó la última épica latinoamericana del siglo xx. Los realvisceralistas que pululan en las páginas de Los detectives salvajes son unos perdedores tan patéticos como sus antepasados infrarrealistas pero, maquillados con las ingentes dosis de literatura que Bolaño se embutió a lo largo de veinte años, encontraron una cálida acogida entre los jóvenes latinoamericanos de los noventa, para quienes se transformaron en símbolos postreros de la resistencia, la utopía, la desgracia, la injusticia y una renovada fe en el arte que entonces no abundaba en ningún otro lugar (y mucho menos en el realismo mágico de tercera y cuarta y hasta quinta generación).

Cuando Los detectives salvajes vio la luz en 1998, la literatura latinoamericana se hallaba plenamente establecida como una marca de fábrica global, un producto de exportación tan atractivo y exótico como los plátanos, los mangos o los mameyes, un decantado de sagas familiares, revueltas políticas y episodios mágicos –cosa de imitar hasta el cansancio a García Márquez–, que al fin empezaba a provocar bostezos e incluso algún gesto de fastidio en algunos lectores y numerosos escritores. Frente a ese destilado de clichés que se vanagloriaba de retratar las contradicciones íntimas de la realidad latinoamericana, Bolaño opuso una nueva épica, o más bien la antiépica encabezada por Arturo Belano y Ulises Lima: una huida al desierto después de tantos años de selvas; la búsqueda de otro barroco tras décadas de labrar los mismos angelitos dorados; una idea de la literatura política lejos de los memorandos a favor o en contra del dictador latinoamericano en turno (bueno, reconozcamos que Fidel sobrevivió a Bolaño). No fue poca cosa. Esta novela mexicana escrita por un chileno que vivía en Cataluña fue ávidamente devorada por los menores de cuarenta, quienes no tardaron en ensalzarla como un objeto de culto, como un nuevo punto de partida, como una esperanza frente al conformismo mágicorrealista, como una fuente inagotable de ideas, como un virus que no tardó ni diez años en contagiar a miles de lectores que por fortuna no estaban vacunados contra la escéptica rebeldía de sus páginas.

Sin que Bolaño lo quisiera, o tal vez queriéndolo de una forma tan sutil que resulta incluso perversa, Los detectives salvajes ocupa entre los menores de cuarenta el lugar que para los mayores de cuarenta tuvo Rayuela. Habrá que esperar, eso sí, para saber si en cuarenta años nosotros, los ahora menores de cuarenta, volvemos a Los detectives salvajes sin sentirnos tan decepcionados como los mayores de cuarenta que han vuelto a leer Rayuela. Como dice un amigo, sólo el tiempo lo verificará.

***

A fines de 1999 Bolaño ya se había convertido en Bolaño: además del laboratorio llamado La literatura nazi en América y de algunos textos menores o que en todo caso a mí me parecen menores, había publicado dos obras maestras: un milagro de contención, fiereza e inteligencia, Estrella distante, en mi opinión su mejor novela breve, y Los detectives salvajes. Había ganado el Premio Herralde y el Premio Rómulo Gallegos. Todo el mundo empezaba a hablar de Bolaño, y más después de sus viajes a Chile, donde, como chivo en cristalería, decidió vengarse de un plumazo de todos sus compatriotas –y en especial, no sé por qué, del pobre Pepe Donoso–, con algunas excepciones que debían más a su excentricidad que a su patriotismo (Parra, Lemebel), y donde protagonizó un sonado y vulgar rifirrafe con Diamela Eltit por desavenencias gastronómicas y odontológicas y no, como podría esperarse, por desavenencias literarias (aunque Bolaño tenía serios problemas para diferenciar lo cotidiano de lo artístico, o de hecho creía que lo cotidiano era, con frecuencia, lo artístico).

En los años siguientes, Bolaño escribió libros excelentes (Nocturno de Chile, su tercera obra maestra), escribió libros regulares (Amuleto, Amberes) y, como cualquier gran escritor, también escribió libros francamente malos (la insufrible Monsieur Pain, los irregulares Putas asesinas y El gaucho insufrible). De hecho, voy a decir algo que los fanáticos de Bolaño no me van a perdonar: a mí no me gustan los cuentos de Bolaño; es más, creo que Bolaño no era muy buen cuentista, aunque tenga un par de cuentos memorables. Confieso que siempre he tenido la impresión de que los cuentos de Bolaño al igual que, en otra medida, sus poemas, eran con frecuencia esbozos o apuntes para textos más largos, para la distancia media que tan bien dominaba y para las distancias largas que dominaba como nadie. Por eso me parece un despropósito continuar destripando su computadora para publicar no sólo los textos que el propio Bolaño nunca quiso publicar, sino incluso fragmentos, cuentos y poemas truncados, pedacería que en nada contribuye a revelar su grandeza o que incluso la estropea un poco –como si cada línea salida de la mano de Bolaño fuese perdurable–.

Recapitulo: tras la publicación de Los detectives salvajes y hasta el día de su muerte, Bolaño publicó una tercera obra maestra, Nocturno de Chile, donde avanzaba en su fragorosa inmersión en el mal que habría de llevarlo a 2666; publicó varias recopilaciones de cuentos que a algunos les gustan pero a mí no; publicó otras novelas cortas; y sobre todo se dedicó a preparar en cuerpo y alma, como si estuviera condenado –porque estaba condenado–, el que habría de convertirse en su último libro, su obra definitiva, su canto del cisne: esa novela que dejó inconclusa pero que siempre dijo que quería publicar aún de forma póstuma –a diferencia de los retazos y las notas de la lavandería–, la «monumental», «ciclópea», «inmensa», «inabarcable» (los adjetivos obvios que le concedió la crítica) e impredecible 2666.

Aunque su temprana muerte provocó que Bolaño no escribiese tantos libros como planeó (y como hubiésemos querido sus lectores), es el creador de una obra lo suficientemente amplia, rica y variada como para que cada escritor, cada crítico y cada lector encuentre en ella algo estremecedor o novedoso. Así, los amantes de la prosa, los que tienen oídos musicales y los obsesivos de la retórica pueden sentirse maravillados por su estilo, ese estilo un tanto desmañado pero nunca afectado o manierista (una tara española que él detestaba y de la cual huía), ese estilo lleno de acumulaciones, de polisindetones, de coordinadas y subordinadas caóticas, ese estilo que, como cualquier estilo personal, es tan fácil de admirar como de imitar (y de parodiar u homenajear, como intento en estas líneas). Otros, en cambio, los amantes de las historias, los defensores de la aventura, los posesos de la trama, se descubren fascinados por sus relatos circulares y un tanto oníricos, llenos de detalles imprevistos, de digresiones y escapes a otros mundos, de incursiones paralelas, llenos, incluso, de una especie de suspenso que nada tiene que ver con la novela policiaca que Bolaño tanto detestaba (aunque menos que al folletín). Otros más, los amantes del compromiso, esos que no se resignan a ver la literatura como una entretención, como un pasatiempo de eruditos, como un vicio culto, encuentran en los textos de Bolaño esa energía política que se creía extinta, esa voluntad de revelar las aristas y los meandros y las oscuridades del poder y del mal, ese ejercicio de crítica feroz hacia el statu quo, esa nueva forma de usar la literatura como arma de combate sin someterse a ninguna dictadura y a ninguna ideología, esa convicción de que la literatura sirve para algo esencial. Unos más, esa reducida pero cada vez más poderosa secta de adoradores de los libros que hablan de otros libros, los enfermos de literatura, los autistas a quienes la realidad les tiene sin cuidado, los hinchas de la metaliteratura de Vila-Matas, de la metaliteratura de Piglia, e incluso de la metaliteratura (que a mí me parece subliteratura) de Aira, también hallan en Bolaño una buena dosis de citas, de oscuras referencias literarias, de metáforas eruditas, de meditaciones sobre escritores excéntricos. Vaya, hasta quienes aún disfrutan con los fuegos de artificio de la experimentación formal sienten que Bolaño les guiña un ojo con riesgos formales, paradojas y ambigüedades sintácticas, con su amor por la incertidumbre y el caos, que ellos estudian al microscopio y luego explican aludiendo a los fractales, a la relatividad y a la física cuántica, a los árboles rizomáticos y a otras palabrejas aún más raras, tan del gusto de estructuralistas, postestructuralistas, deconstruccionistas y demás -istas, que a Bolaño tanto fascinaban (no por nada él fue infrarrealista e inventó a los realvisceralistas) y de las que, como es evidente, siempre se desternilló.

En Sevilla, en el congreso de jóvenes escritores al que asistió en el 2003 y que terminaría por ser su última aparición pública, un escritor joven se acercó a Bolaño, el maestro indiscutible, el sabio y el aeda, y le preguntó con ingenuidad y veneración y respeto qué consejo podía darle a los escritores jóvenes, no sólo a quienes estaban allí reunidos para escuchar sus profecías, sino a los escritores jóvenes de todos los países y de todas las épocas. Y Bolaño, que siempre buscaba desconcertar a sus interlocutores –y en especial a los críticos– respondió algo como esto: les recomiendo que vivan. Que vivan y sean felices.

A sus fanáticos más recalcitrantes, a aquellos que lo veneran como al nuevo demiurgo de la literatura, quizá les moleste esta anécdota verídica (muchos testigos podrían comprobarla). A mí me fascina. Bolaño intuía que iba a morir muy pronto y susurraba que, más allá de la fama y más allá de los libros y más allá de la literatura, está eso: la vida. La vida que a él se le acababa, la vida que entonces él ya casi no tenía.

***

Murió Bolaño y a los pocos meses nació 2666, su obra más ambiciosa y vasta y arriesgada, su maldición y su herencia. Pese a su estado más o menos inconcluso (imagino que Bolaño habría pulido sus páginas hasta cansarse), es una de las novelas más poderosas, perturbadoras e influyentes escritas en español. Aclaro: aunque en algún momento el propio Bolaño sugirió separar sus distintas partes a fin de obtener alguna ventaja económica para su familia, 2666 sólo puede leerse completa, sus más de mil páginas de un tirón, dejándose arrastrar por la marea de su escritura, su avalancha de historias entrecruzadas, el torbellino de sus personajes, el tsunami de su estilo, el terremoto de su crítica, y jamás como cinco novelitas de tamaño más o menos aceptable. Durante los años en que se consagró a redactar 2666, Bolaño quizá intuía que se trataba de un proyecto insensato e imposible, de una empresa superior a sus fuerzas, o por el contrario quizá 2666 lo mantuvo con vida hasta el límite de sus fuerzas, más o menos sano, durante esos años, pero en cualquier caso el dolor y la premura y la nostalgia ante la vida que se esfuma impregnan cada una de sus páginas.

Desde su publicación en el 2004 han comenzado a decirse cientos de cosas distintas y contradictorias sobre 2666, se han tejido en torno a ella otras miles de páginas, algunas lúcidas, otras banales, otras absurdas, otras simplemente azoradas, sobre este inmenso libro que se esfuerza por escapar a las clasificaciones y a los adjetivos (pero no a la acumulación de adjetivos). Hay quien mira 2666 como quien se asoma a un abismo o un espejo empañado; quien considera que es una gigantesca glosa al Boom o una negación del Boom o el sabotaje extremo del Boom; quien glorifica su feroz denuncia política o deplora sus trampas literarias o su ambición o su soberbia o su inevitable fracaso; quien encuentra en sus páginas la mayor decantación del estilo y las obsesiones de Bolaño o quien denuncia el manierismo en el estilo y la repetición constante de las mismas obsesiones de Bolaño; quien bucea en ella en busca de galeones hundidos y quien la escala como una cumbre nevada y mortal; quien no tolera su injurioso y procaz recuento de atrocidades y quien se carcajea con sus atajos y sus salidas de tono; quien estalla de indignación ante su desmesura –señalar, ni más ni menos, el posible secreto del mundo– y quien se perfuma con sus metáforas hilarantes y grotescas; quien se asfixia en sus desiertos y quien se hunde poco a poco en sus pantanos; quien se empeña en desentrañar sus sueños –los sueños menos verosímiles de la literatura en español– y quien, de plano, se salta páginas y páginas; quien al terminar su lectura se convierte en fiel discípulo del bolañismo –otra religión del libro– y quien de plano abandona la fe y se dedica, más prudentemente, a la orfebrería o el arte conceptual, que es casi idéntico. Y esto es así porque apenas han pasado tres o cuatro años desde su publicación; porque, como Bolaño sabía, como lo sabía Nietzsche, su obra fue escrita con la certeza de que sería póstuma; porque lectores y escritores y críticos apenas han comenzado a saquear sus cavernas, a remover sus arenas, a desbrozar sus tierras, a desecar sus marasmos, a civilizar sus selvas, a alimentar a sus fieras, a clasificar a sus artrópodos, a vacunarse contra sus plagas, a resistir sus venenos. Y porque, como su título anuncia, 2666 fue escrita como una bomba de tiempo destinada a estallar, con toda su fuerza, en el 2666.

Lástima que, como él, nosotros tampoco lo veremos.

***

En Sevilla, donde se disponía a leer «Sevilla me mata», pero donde no alcanzó a leer «Sevilla me mata» frente a una docena de escritores jóvenes –jóvenes por decreto vuelvo a decir– que lo admiraban y envidiaban y lo escuchaban como a un mago o a un oráculo, una noche Bolaño repitió, una y otra vez, el mismo chiste. Un chiste malo. Un chiste pésimo. Un chiste de esos que no hacen reír a nadie. Un tipo se le acerca a una chica en un bar. «Hola, ¿cómo te llamas?», le pregunta. «Me llamo Nuria». «Nuria, ¿quieres follar conmigo?». Nuria responde: «Pensé que nunca me lo preguntarías». Cinco, diez, veinte variaciones del mismo tema. De ese tema fútil, banal, insignificante. De ese chiste malo. De ese chiste pésimo. De ese chiste que no hace reír a nadie. Pero los escritores jóvenes congregados en Sevilla lo escuchaban arrobados, seguros de que allí, en alguna parte, se oculta el secreto del mundo.









domingo, 8 de marzo de 2009

El archivo de Roberto Bolaño contiene dos novelas inéditas

por Josep Massot
La Vanguardia, Barcelona. 07.03.2009





La primera vez que Roberto Bolaño escribió el nombre de Benno von Archimboldi fue en 1988, en Blanes, donde vivía como escritor inédito, a la edad de 35 años. Es el inicio de la trama de la novela 2666,publicada tras su muerte, pero el escritor chileno tenía en la cabeza un universo narrativo en el que más que de títulos individuales puede hablarse de una obra total. Una obra que ahora se recibe con entusiasmo febril en EE. UU., Gran Bretaña, Francia, Alemania o Italia, y que le ha convertido en nueva referencia internacional de las letras hispanas.



Bolaño falleció el 14 de julio del 2003. Cinco años después, el enorme puzzle que constituye su archivo empieza a revelar sus tesoros. Su legado es el espejo de quien siempre escribía varias historias a la vez y desplegaba y replegaba sus relatos como cajas chinas, estructuras en vórtice, relatos yuxtapuestos. Hay notas manuscritas con los personajes que quince años más tarde emergerían en 2666. Y poemas que coinciden con sus narraciones, como "El Gusano" de Llamadas telefónicas. También hay diarios -de México, de Barcelona-, en cuyas hojas casi siempre aparecen operaciones aritméticas, quizás su contabilidad del número de líneas escritas o por escribir, y junto a anotaciones y reflexiones, la anotación de su menú del día.

Además de El Tercer Reich, la novela inédita anunciada por el agente Andrew Wylie, hay otras dos novelas, Diorama y Los sinsabores del verdadero policía o Asesinos de Sonora. El estudio del archivo Bolaño se realiza a efecto de catalogación e inventario y el único texto sobre el que existe por ahora la decisión de publicación es El Tercer Reich, inspirado en uno de esos wargames por los que Bolaño tenía -según confesión propia- una inexplicada debilidad. El escritor solía escribir primero a mano y después pasaba el texto a máquina. En 1995 se compró su primer ordenador y antes de morir llegó a tiempo de transcribir en formato digital unas 60 páginas de las 350 mecanoscritas, lo que indica su voluntad de dar por concluida la novela.

Sucede en la Costa Brava, donde Udo Berger, campeón de juegos de rol alemán, tras cruzarse con personajes siniestros, libra una partida a muerte con el enigmático y desfigurado Quemado.

El futuro del archivo, un mar de libretas y cuadernos de todos los tamaños, una vez inventariado, será seguramente una universidad. Adentrarse en sus páginas requiere la paciencia del paleólogo o del domador de pulgas. El estudioso recogerá algunas perlas. Por ejemplo, Bolaño fue vigilante del camping Estrella de Mar y soñaba (Diorama) la historia del vigilante nocturno de una sala de cine frecuentada por un público de tercera edad y cuyo propietario sentía el aliento de la mafia tras de él. El autor, que no empezó a publicar hasta los 44 años, escribía, desesperanzado: "Estoy seguro de que moriré inédito".

Borges decía que el escritor que no publica está condenado a reescribir siempre el mismo libro y Bolaño acumulaba material narrativo, con tramas que se van metamorfoseando continuamente. De uno de los legajos con una ingente cantidad de folios (Los sinsabores...) salieron ni más ni menos que Estrella distante, Los detectives salvajes y las cinco novelas de 2666. Entre el laberinto de borradores, hay una versión más reducida de Los detectives salvajes y un bloque homogéneo, que podría considerarse la sexta novela de 2666. El escritor dejó en una nebulosa por qué Amalfitano, el especialista en la obra de Benno von Archimboldi, abandonó Barcelona para ir a dar clases al fin del mundo, a Santa Teresa (trasunto de Ciudad Juárez), "un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento". En el mecanoscrito hallado ahora se desvela el misterio de su fuga, un motivo sorprendente que explica muchos cabos sueltos del personaje, y que adquiere, así, a la luz de este texto, nueva dimensión.

Entre los papeles, destacan por su abundancia los poemas inéditos dejados por el escritor. Bolaño fundó en México, entre 1975 y 1976, antes de trasladarse a Barcelona, el movimiento infrarrealista. El texto de presentación del grupo, "Déjenlo todo, nuevamente". Primer Manifiesto del Movimiento Infrarrealista, fue obra del escritor chileno, con tono de posvanguardia y anunciando ya su realismo visceral: "Cortinas de agua, cemento o lata, separan una maquinaria cultural, a la que lo mismo da servir de conciencia o culo de la clase dominante", y donde el poeta es "héroe develador de héroes, como el árbol rojo caído que anuncia el principio del bosque", pues "soñamos con utopía y nos despertamos gritando". Otra parte del archivo la forman los diarios. Los más importantes son los que abarcan hasta 1980, momento en que Bolaño se traslada de Barcelona a Girona y después a Blanes.

La caja que contenía los manuscritos antiguos quedó olvidada y sólo ha sido abierta ahora para el inventario. Muestran que la capacidad creativa de Bolaño era pasmosa: escribió desde textos sobre una virgen ninfómana de Barcelona hasta una sátira desternillante con el torero Fran Rivera como personaje.

El escritor tenía un inmenso orgullo literario -no confundir con vanidad-, una férrea confianza en sí mismo, asombrosamente llevada al límite en condiciones adversas. Fue un chileno de pelo greñoso que vendía bisutería para turistas en Blanes y que, aún sin obra publicada, tenía la osadía de despreciar no sólo a los literatos establecidos en su oficio como en una carrera burocrática o como competidores para encaramarse a las listas de más vendidos, sino que marcaba distancias con los grandes de la generación anterior. Siempre respetó a Cortázar, Borges y Bioy, y aun reconociendo, como lector, la grandeza del García Márquez de El coronel no tiene quien le escriba o de la catedral literaria de Vargas Llosa, su necesidad de encontrar la audacia y la inventiva para distanciarse de los escritores del boom le hacía decir, como boutade, frases de este tenor: "García Márquez a mí cada día me resulta más semejante a Santos Chocano o en el mejor de los casos a Lugones". En busca de su madre fue Bolaño a Barcelona en 1977, después de descartar Suecia. Quería salir de México para huir de un mal de amores -una de sus constantes- y despedirse del continente. Había nacido en Santiago de Chile en 1953 y su familia le llevó en 1968 a México. Cuando triunfó la revolución de Allende recorrió América, por tierra, desde México a Santiago, para llegar en la víspera del golpe de Estado de Pinochet. Le detuvieron al distinguir la policía su cartuchera, pero se salvó gracias a que en comisaría se encontró a dos condiscípulos de Cauquenes. Regresó a México, donde fundó el grupo infrarrealista. Y sufrió el desengaño amoroso que le llevó a España.

En Barcelona vivió un tiempo en la entonces llamada avenida José Antonio, antes de mudarse a un cuchitril sin ducha cerca de la calle Tallers y del bar Céntrico, donde colaboraba con Antoni G. Porta en La Cloaca. En 1981 conoció en Girona a la que sería su mujer, Carolina. Sin más referencias uno del otro que comentarios de amigos comunes, la paró en la calle y, sin más, la invitó a cenar aquella misma noche, sirviéndose de esa seducción de romanticismo apasionado mezclado con un humor disparatado que caracterizaba a Bolaño. Al cabo de unos meses, ya salían juntos. En 1983, la madre de Bolaño, Victoria Ávalos, montó en Blanes una tienda de bisutería para turistas y Carolina obtuvo un puesto en los servicios sociales del Ayuntamiento. El escritor pudo dejar sus múltiples empleos para escribir. Lo hacía a diario con suma dificultad, de noche, durmiendo de día. Dejaba, ya al alba, una nota con alguna frase y su cosecha nocturna, unas desalentadoras escasas líneas. Todo cambió cuando envió el manuscrito La literatura nazi en América a varias editoriales de Barcelona. Ya la había aceptado Seix-Barral, cuando llegó una nota de Jorge Herralde interesándose por publicar la novela en Anagrama. Bolaño se sacó de la manga otro texto, escrito en tres semanas, extraído del último capítulo de La literatura nazi…, que tituló Estrella distante. A partir de entonces, las notas que Bolaño iba dejando cuando se retiraba a dormir fueron creciendo: en lugar de unas pocas líneas, varias páginas, 6, 9, 13, por noche.

Así fue como Bolaño fue forjando su literatura, una forma de narrar en la que se funden alta y baja cultura, la ficción con la realidad, y el amor, el humor, la muerte, la esperanza, el absurdo, la lucha humana por vivir, el compromiso o la pervivencia de un secreto. Todo eso se entremezcla con estructuras narrativas y puntos de vista yuxtapuestos, en los que, si hay una intransigencia, es con quienes traicionan la literatura, artistas mediocres que se venden al peor diablo sin luchar por la validez de un acto creativo.









jueves, 5 de marzo de 2009

Un desierto propio

por Andrés Neuman
No-Retornable, Argentina



















Si tuviera que destacar uno de los múltiples dones literarios de Roberto Bolaño, creo que elegiría la desesperación. Su fecunda desesperación por vivir, por escribir, por contar. Bolaño no narraba las historias, las necesitaba. Su escritura tiene una cualidad profundamente agónica y quizá por eso nos conmueve tanto, hable de crímenes o enciclopedias, de sexo o metonimias. La metaliteratura de Bolaño es más bien una apariencia, porque su referente último no es la literatura misma sino una moral vital. Esa pulsión vital suele faltar en los autores metaliterarios. No es que uno pretenda que literatura y vida son fenómenos separados: es que, precisamente por hallarse tan unidas, lo que uno le pide a la vida es que sepa ser literaria, y a la literatura que sepa ser vital. En esa imbricación Bolaño era un maestro. Nada consta en sus textos como dato, todo está en estertor.

Al comienzo de ‘La universidad desconocida’, leemos el amargo lamento de Bolaño por los rechazos editoriales que había recibido hasta entonces. Si (como él temía) se hubiera ido en aquel momento, quizá no estaríamos hablando de él: fue sobre todo en esos últimos años de supervivencia, en titánica carrera contra el tiempo, cuando un Bolaño inmensamente provisional le propinó a la eternidad media docena de obras maestras. Muchos de los poemas de este tomo póstumo, que nombraban la frustración de quien se sentía soslayado, funcionan como una autoafirmación en el vacío: si estoy en el desierto, parecía profetizar Bolaño, entonces el desierto es mío. Así fue. Bolaño se apropió de un espacio nuevo y gigantesco en el que no estaba nadie. Y en sus libros no dejó de fascinarse ante imágenes desérticas, ante la epifanía del gran páramo que alguien contempla a solas como un Friedrich canalla.

Sería un ingenuo error suponer que Bolaño jamás deseó el éxito. Sencillamente, a determinada edad, se hartó de esperarlo. Nada olímpico había en su figura: si Bolaño hubiese sido ajeno a ciertas cuestiones terrenales, no habría sido el escritor desgarrado y visceral que fue. Bolaño siempre quiso ser reconocido. Y siguió pensando en ello incluso después de lograrlo, como se advierte leyendo el rencoroso (y quizá gratuito) texto final de ‘El gaucho insufrible’. La diferencia entre él y otros no era esa; sino su colosal, infrecuente talento. Y su convicción inquebrantable de que, pase lo que pase, se realicen o no las ambiciones, un escritor de sangre se educa escribiendo, vive escribiendo y muere escribiendo. Contra viento y marea. Contra todo y contra todos. También contra sí mismo. Esa fue su radical universidad.