jueves, 30 de julio de 2009

Horror vacui

por Roberto Contreras
Lanzallamas.org. 26.04.2007











1. La casa quedaba a tres cuadras o quizás a más, desde donde quedaba su casa familiar. La casa donde vivía con su mujer, o la que había sido su mujer legal hasta entonces, sus dos hijos, con quienes esperaba llegar al menos hasta el 2005. Año en que se imaginaba las revueltas, o lo que empezaba a reconocerse como las “jornadas del caos” que sembrarían justamente eso: caos a lo largo de Europa. Y verían extraviarse a su hijo en Berlín, a su esposa y a él, recordándole que a sus quince años participaba de ese mismo éxodo al salir de Chile, llegar a México y luego perderse en España. Aunque eso no era lo importante, o no más que la enfermedad, ni mucho más que su muerte anunciada desde el ‘93. La calle se llamaba del Loro y ahí estaba su ordenador. O lo que en Chile llamamos su escritorio con el computador, según sus propias palabras: un viejo procesador con Windows ‘98 donde fue pergeñando hasta sus últimos días sus escritos. Hasta ahí llegó su editor, único albacea de su obra, convencido con su viuda de que lo mejor sería hacer lo que hicieron: Word/Archivo/Abrir: ver la biblioteca de Alejandría en llamas, ardiendo ante sus ojos.

Tal vez sin preguntarse como antes se cuestionara él mismo en comparación a Kafka, lo hicieron. Sin discutir si es que eso estaba acordado desde antes con Max Brod o Dora. No. “Kafka, que es el mejor escritor de este siglo, tenía razón cuando pidió a su amigo que quemara toda su obra. El encargo se lo hizo a Max Brod, por un lado, y también se lo hizo a Dora, su amiga. Brod era escritor y no cumplió la promesa dada a Kafka. Dora era más bien iletrada, y posiblemente quería a Kafka más que Brod, y se supone que realizó al pie de la letra el pedido de su amante. Todos los escritores, sobre todo en ese día-llanura que es el día después de escribir, tenemos en nuestro interior dos demonios o querubines llamados Brod y Dora. En mi caso no. Dora es bastante más grande que Brod y Dora consigue que olvide lo que he escrito para que me dedique a escribir algo nuevo, sin retorcijones de vergüenza o arrepentimiento”.

Todo eso pienso ahora que he acabado de leer El secreto del mal. O algo muy parecido a buscar una explicación para el estado febril que me permita abordar cuál es la forma del espanto, al reconocer el “horror vacui” de este trance y no por eso sentirlo una tragedia. Quiero tratar de entender cómo fue ese instante preciso cuando encuentran la gaveta abierta. Pero no como se halla el cajón de un escritorio, sino más bien la puerta descorrida de un ropero o de la cómoda o el cajón de la ropa interior. Y van hurgando entre los pliegues de los tejidos, se diría, de las telas de un corazón de pulsiones agotadas, ya frío, detenido y congelado en el tiempo, aunque curiosamente vivo. En esa indeterminación de la identidad diminuta y secreta que no sé cómo ni por qué debemos reconocer como el mal, para describir este último libro de Bolaño. Tan raro, sombrío, imperfecto, como memorable. Un volumen secreto que viene a espantar la muerte, y que nos resulta efectivo porque se anima a descorrer el velo que lo ha cubierto, mostrando todo, dejando a la vista y sin pudores lo que no queremos mirar. (¿Porque escribí estoy vivo?, Bolaño podría estar recriminando a Lihn en este instante).

2. El secreto del mal visto como un modelo para armar. He querido dividir en tres secciones el volumen, para abordar el puzzle de escritura en la dispersión que se nos presenta:- Un primer apartado estaría dado por formas breves. Pequeños fragmentos, arranques narrativos con que comienzan (o podrían comenzar) ciertas historias que amenazan con ser mayores, pero que acaban a poco de haber empezado. Momentos dentro de un momento, piezas de microliteratura o los esqueletos de futuras novelas. “Músculos”, como muestra, que es el fermento o un capítulo de Una novelita lumpen. Otros ejemplos son “Daniela”, “Bronceado”, “La habitación de al lado” y “Crímenes”, al que volveré más adelante. Narraciones que conforman destinos imprecisos, más allá de una configuración definida, representando lo que Echevarría reconoce en la nota aclaratoria que abre el libro, como: “La obra entera de Roberto Bolaño aparece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse (…) Regida por una poética de de la inconclusión. En ella, la irrupción del horror determina, se diría la irrupción del relato; o tal vez ocurre al contrario: es la interrupción del relato la que sugiere al lector la inminencia del horror”.

No se crea en todo caso que estamos ante raptos del siniestro clásico a lo Poe o Lovecraft. Sino más bien a esbozos de lo que Freud reconoce como lo “ominoso” (unheimlich) en el arte moderno, aquello que terminó siendo la forma de calificar un miedo cercano, algo espantoso, pero familiar. Un concepto del espanto que aplicado a estos cuentos – tomados como una generalidad – sería una forma de terror cotidiano. Configuración a su vez que, vista dentro de esa categoría freudiana, se hermanaría con las narraciones brevísimas de Kafka, cierto Cortázar de su mejor momento cuentístico, tanto como con algunos relatos magistrales de Chéjov. Retomo ahora “Crímenes”: El recuento de una noticia de la crónica roja, donde una chica que se acostaba con dos tipos, nos remite a ese otro desierto criminal, pero ya no Santa Teresa trasunto de Ciudad Juárez de 2666, sino que en pleno salar en la ciudad de Calama, donde el narrador pareciera ir quedando atrapado en otro anuncio de homicidio, que es a la vez una declaración de lo que también podría llegar a sucedernos como lectores. Imposible no recordar la tensión y atmósfera de los excelentes relatos: “Llamadas telefónicas”, “William Burns” o “Vida de Anne Moore”.

- Luego, en una segunda parte vuelve a aparecer Belano y la biografía de R.B., haciendo la (re)construcción del personaje, con historias que se abren o desprenden de otras – “La muerte de Ulises”, “La colonia Lindavista”, “El viejo en la montaña”, “No sé leer” – todas apuntando al juego de metaficción en que Bolaño ha montado su obra: “Soné con mi hijo rodeado por ese paisaje que había sido mi paisaje, el paisaje atroz de mis veinte años, y algo de su actitud se me hizo comprensible. Si a mí me hubieran matado en Chile, a finales de 1973 o a principios de 1974, él no habría nacido, me dije, y orinar desde el borde de la piscina, como si estuviera dormido o como si de pronto se hubiera puesto a soñar, era como reconocer gestualmente el hecho y su sombra: haber nacido y la posibilidad de no haber nacido, estar en el mundo y la posibilidad de no estar”.

- Y, por último, un tercer segmento, identificado con dos de sus conferencias, escritas y pensadas para intervenir como verdaderos coche-bomba en el corazón de la literatura en habla hispana: “Derivas de la pesada” y “Sevilla me mata”. Ronchas antes, risas nerviosas en su relectura. Un aplauso cerrado es lo que resuena. Lugar destacable, dentro de los 19 textos que componen el libro, lo ocupan “Playa”, “El provocador” y el último – acaso una muestra de la mejor aproximación bolañesca– “Las jornadas del Caos”. Cuentos estos últimos que revisan ciertas marcas de la contingencia, a partir de la revelación, la inseguridad y la enajenación posmoderna. Miradas agudas y heridas a la globalización, desde la globalifobia. Con “Playa”, en cambio, tengo mi propia tesis sobre un guiño a nuestro poeta suicida Rodrigo Lira.

3. Un libro saludable, aunque poco recomendado para iniciados. Es fácil pensar que resultará más atractivo para el lector asiduo de Bolaño, que como un libro de entrada a primerizos. Pues el acierto de esta muestra no es el libro como obra acabada, sino el permitirnos ver las costuras narrativas de sus ficciones, es un work in progress de la mejor literatura criminal a la que nos tiene (tenía) acostumbrados, aunque éstas tal vez sean las últimas líneas que le leemos.

Pero diseccionemos algunas presas para los salvajes:

- Bolaño hablando de Belano.
- Memorias de su infancia mexicana, o los primeros pasos del niño poeta.
- Fotos movidas – acaso nuevas tomas del álbum de escritores franceses de Putas asesinas – mostrando de reojo, acaso un paseo por el museo de cera con intelectuales como la Kristeva, Sollers, Guyotat, Goux, los Devade et all.
- Palos para Borges. Besos para Borges. Empatías con Arlt. Una justa pero tardía defensa de su obra aguafuertista. Arlt como el primer inventor del siglo. Un personaje de ciencia ficción. Un escritor del futuro.
- La sodomía como práctica y costumbre argentina.
- Chile visto como una estrella distante.
- V.S. Naipaul perdido en 1972 por las calles de Buenos Aires.
- La escritura como derrota absoluta.
- Pornografía/ Persecuciones/ Pasarelas/ Política/ Exilio/ Bibliotecas.
- Dedicatorias a Alexandra y a Lautaro, a.k.a Jerónimo en un relato bello y sencillo. Los devaneos de una aventura fabulosa de la paternidad: “Escribiendo con mi hijo en las rodillas”.
- Tributos al rock progresivo, porque Syd Barrett “is not dead” y hay que entrevistarlo.
- Suicidas ejemplares colgando de poesía enferma.
- Sueños que devienen pesadilla. Pesadillas que salvan sueños profundos.
- Los gritos de una generación perdida en las cloacas latinoamericanas.
- ¿Cómo ser escritor después del boom?
- Una cita escalofriante: “Cuando digo inmovilizado por el horror no lo digo en un sentido peyorativo sino literal. Pienso en los niños que se quedan inmóviles ante un asalto del horror imprevisto, incapaces hasta de cerrar los ojos. Pienso en las niñas a las que les da un ataque al corazón y mueren antes de que el violador termine su tarea. Algunos artistas de la escritura son como esos niños y niñas”.

4. Revisando las reseñas y críticas aparecidas hasta ahora, abunda la cita de la contratapa, extraída del relato que da nombre al libro: “Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final”. Comparto que es una brillante frase. Una necesaria aclaración para iniciar la entrada a estas habitaciones completamente a oscuras que es la casa de Bolaño. El lugar sitiado donde aún se respira – aunque cueste creerlo – aparte de buena literatura, muchísima esperanza. Confirmando que mejor que haya sido Brod y no Dora el encargado de encender la hoguera. ¿Quedarán más escritos para inflamarse? Dejemos que las llamas pidan.










lunes, 20 de julio de 2009

Miniatura salvaje

por Salvador Fleján
http://cuatrocuentos.wordpress.com/. 07.04.2009




a Judit Gerendas, por los recuerdos floridos




Roberto Bolaño, alberca del Hotel Ávila, Caracas, julio de 1999. Puede que todo haya sido culpa de Domingo Miliani, aunque visto los acontecimientos lo más probable es que no sea cierto. Sin embargo (y ahora que me lo pienso detenidamente): ¿a quién demonios puede importarle ese detalle?

A propósito, y lo que sigue a continuación tendría que ir entre paréntesis: Domingo Miliani es uno de los pocos genios que conozco. Los otros, los demás, son poetas. Pero Domingo Miliani no. Domingo Miliani es ensayista. En él, me parece, se concentran todas las utopías a la que aspira el escritor latinoamericano. ¿Qué veo cuando veo a Domingo Miliani? Veo a un hombre valiente e inteligente, veo a un hombre bueno. Pero ahí está que no le hicimos caso. Entre otras razones porque no le hemos hecho caso a nadie, salvo a Rimbaud y Lautremont. No hacerle caso a Miliani, como es obvio deducir, acarreará consecuencias. ¿Cuáles? La verdad no las tengo muy claras. Sin embargo, y cuando me pongo a pensar en ellas, las palabras “horror” y, específicamente “catástrofe”, me vienen a la mente como un tren descarrilado.

El asunto es que estaba aquí, al borde de esta alberca esperando a Miliani cuando los vi aparecer. Eran tres. De lejos parecían tres fantasmas o tres presidiarios. A medida que se acercaban ya no parecían fantasmas ni convictos sino ángeles exterminadores. Me preocupó no llevar efectivo conmigo en ese momento. Pero no era dinero lo que en realidad pretendían, aunque eso lo sabría más tarde. En un acto reflejo, que en otras circunstancias pudo haberme costado la vida, me palpé los bolsillos del saco en busca de un traveler check conciliador. Mis dedos, empero, toparon con los blisters vacíos de mis medicinas. Eso me recordó el motivo por el cual estaba solo delante de aquella alberca: antes del viaje, había olvidado abastecerme lo suficiente de mesalazina e inositol. Me angustiaba no poderlos conseguir acá y esa aprensión se la había transmitido irresponsablemente a Domingo Miliani que, sin un ápice de sorna, me dijo que Venezuela no estaba en el continente africano. Que ya vería él qué podía hacer por mí.

En ese momento no quise ser descortés con mi anfitrión y replicarle que no se trataba de un problema de “continentes”; que si así fuera, hasta en el mismísimo continente europeo era difícil conseguir no tanto la mesalazina y el inositol, que ya era una odisea, sino el ácido ursodesoxicólico que, si a ver vamos, es lo que me mantiene en pie. En fin, en eso pensaba cuando el trío me rodeó. ¿Tendrá tiempo para nosotros?, dijo el que parecía el líder del grupo. Lo dijo con una cortesía divorciada de su aspecto. Acto seguido hizo la presentación de los otros dos que lo acompañaban. Aquí vale la pena detenerse un momento. Bien mirados, el par en cuestión recordaba a esos actores de vodevil de los años treinta. El más alto, al que llamaban “Tonelada”, era monstruosamente gordo, tenía rostro de bebé malévolo y afectaba una media sonrisa que podía significar muchas cosas. El otro era moreno, de pelo muy crespo y pronunciaba las erres como un andaluz, aunque resultaba evidente que no lo era. Se llamaba Jacobo. No era tan bajo, pero al lado del otro parecía un enano de circo. Sin mucho rodeo dijeron (aunque en realidad quien habló fue el Jefe) que necesitaban llevarme a un lugar donde me harían entrega de un “reconocimiento”. Huelga decir que no creí ni una palabra. Pero el que fungía de líder insistió con tal vehemencia que de haberme negado no sé qué hubiera pasado. Lo digo sobre todo por el gordo, que ya se había colocado a un costado mío y al que podía sentirle una respiración afanosa, como de rinoceronte herido. Para ganar tiempo (y cuando recuerdo esto no sé si reír o llorar) les argumenté que antes tenía que avisarle a mi mujer. Fue una reacción imbécil, eso no necesito justificarlo, pero fue lo único que se me ocurrió. “No tenemos tiempo, señor Bolaño”, dijo el Jefe y fue cuando sentí la mano de Tonelada sobre mi hombro.

Gritar como un poseso y pedir auxilio fueron opciones que barajé secretamente mientras caminábamos. Pero a medida que sentía la inercia de aquella mano en mi hombro, esa posibilidad languideció en el lago sin fondo donde van a parar todos los deseos incumplidos. Por otra parte, tampoco creo que sirviera de mucho. Una razón práctica me asiste: en la alberca -y con mucha probabilidad en todo el hotel- no había un alma a esa hora de la tarde.


Estúpidamente me tranquilizó que el grupo no utilizara el protocolo de vendarme los ojos antes de introducirme en el coche. En ese sentido existieron diez razones prácticas para no hacerlo, aunque demorarme en ello me parece una soberana tontería.

Lo que sí merece atención, o por lo menos un minuto de nuestra atención, era el coche. Parecía sacado de una película posnuclear de bajo presupuesto. Estaba pintado de un color impreciso que podía ir del azul metalizado al azul de metileno. Gastaba llantas demasiadas anchas y un letrero desleído anunciaba la palabra “taxi” de un modo precario encima del techo. La tapicería de los asientos -que recuerdo roja-, era de un tejido extraño. Sin ningún problema podría haber sido terciopana, gamuza o peluche. En todo caso lo que sí recuerdo con suma nitidez era su sensación al tacto: algo entre ilegal y lujurioso, como una poltrona de burdel.

También me tranquilizó, aunque más bien debí preocuparme, el montón de copias mimeografiadas de lo que presumí era un fanzine literario. “Si son poetas no corro peligro”, pensé con candidez. Pero a la vez colegí que si alguien era capaz de bautizar una revista con el nombre de “El Proxeneta” nada bien podía andar de la cabeza. Esto lo confirmé cuando le pregunté al tal Tonelada si podía echarle un vistazo a uno de los ejemplares. La mole ni siquiera volteó a mirarme. “Es una sorpresa para el acto”, intentó explicarme el Jefe mientras trataba de encender el coche.

Cuando finalmente nos pusimos en marcha, ya el sol se había ocultado y dentro del auto reinaba una oscuridad que sólo puede calificarse de alarmante. En dos intentos que hice por “aclarar la situación”, el Jefe lo único que dejó muy claro fue que no soltaría prenda hasta el momento del homenaje (usaba alternadamente las palabras “homenaje”, la palabra “acto” y en ocasiones la palabra “reconocimiento”, como si utilizara las palabras “ejecución” o la palabra “ajusticiamiento”).

“Nosotros también somos escritores, ¿sabe?”, dijo Jacobo, el moreno de las erres andaluzas. “Tonelada no escribe, eso se nota, ¿verdad? Pero él nos cuida. La gente como nosotros necesita de alguien que la cuide. Por eso lo tenemos. Estése quieto y todo bien. ¿Todo bien?”.

Mientras escuchaba esto, el taxi parecía flotar por las calles de Caracas. En Venezuela apenas tenía un par de días y era bien poco lo que conocía. Casi no había salido del hotel. Carolina, mi mujer, sufría aún los rigores del jet lag y el apetito lo había perdido por completo. Eso me tenía un tanto preocupado y tuve que hacer acopio de fuerzas para asistir a dos compromisos que la gente de Celarg me había pautado. En fin, la ciudad que se me ofrecía desde aquella cochambre rodante no era lo que yo hubiese querido llevarme de souvenir, pero así vinieron las cosas y así las recuerdo.

Desearía pensar que lo que alcancé a ver estuvo condicionado por el miedo, la oscuridad o el hambre que a esa hora de la tarde me asaeteaba. Pero eso sería salirme por la tangente. Si pudiera, me gustaría resumir todo lo visto en una sola palabra. Una “palabra-aleph”, si es que tal cosa existe. “Desamparo” sería una muy buena candidata, aunque me temo que la palabra correcta bien podría ser otra.


No sé en qué momento fuimos a parar a lo que supuse era el extrarradio de la ciudad. Creo que lo adiviné o lo intuí por la basura, por los esqueletos de coches abandonados y por los rostros fantasmales que se sucedían uno tras otro.

El caso es que nos detuvimos frente a una vivienda humildísima, casi una obra limpia. El Jefe y Tonelada se bajaron abruptamente del automóvil. Hubo en aquella acción algo infantil y, sobre todo, injustificado. Lo digo por lo que sucedió a continuación: se dirigieron mansamente a la casita y llamaron a la puerta con demasiada familiaridad. Una anciana asomó los ojos por el visillo y la conversación (si es que la hubo) dilató apenas unos instantes. Lo que sí logré ver con claridad fue la transa. La anciana, con una habilidad que sólo la práctica otorga, tomó los billetes arrugados de la mano del Jefe y casi al mismo tiempo hizo aparecer un pequeño envoltorio anaranjado. El Jefe, que no le iba atrás a la vieja en asuntos de dedos ágiles, guardó el paquetito en un bolsillo de su chamarra y se despidió con un gesto vago y secreto, como extraído de la masonería.

Mientras ocurría esto, Jacobo permaneció mucho tiempo en una postura extraña. En un principio creí que se estaba escondiendo, pero ¿de quién o de qué? Para mi sorpresa, lo que hacía Jacobo era otra cosa: registraba debajo de su asiento. En eso dilató, calculo, unos quince segundos, puede que menos. Cuando finalmente halló lo que buscaba, me fue difícil distinguir lo que sostenía en las manos. Pensé en un arma. Y ese pensamiento se concatenó directamente con otros dos. Por una parte pensé en Pollock, el pintor esquizoide. En Pollock y sus drippings. Pensé, también (y la asociación se me antojó natural), en Tarantino, el cineasta histérico. En Tarantino y sus parabrisas salpicados de masa encefálica, sangre y mierda. Pensé en todo eso. Pero aquello que sostenía Jacobo definitivamente no era un arma. ¿Qué sostenía Jacobo en sus manos? Ríanse, pero no era sino un viejo tocacintas. Uno de esos aparatos que obviamente ya no se consiguen en el mercado por la sencilla razón de que ya nadie utiliza casetes. ¿En qué momento las ensambladoras de autos dejaron atrás el tocacintas en favor del lector de CD? No lo sé y lo más seguro es que no llegue a enterarme jamás. Pero era eso, un viejo y jodido tocacintas del tipo extraíble, con su maraña de cables posteriores colgantes, como si se tratara de una medusa de utilería.

Jacobo ajustó el tocacintas en una oquedad perpetrada en el frontal de la consola en el preciso instante en que el Jefe y Tonelada abrían de nuevo las puertas del taxi.


El olor a mota dentro del coche por alguna razón me incomodó. No sabría decir por qué. Falta de costumbre, quizás. Pedí bajar unas de las ventanillas y sucedió igual que cuando solicité hojear uno de los ejemplares de El Proxeneta. Aunque esta vez no hubo argumentos y tampoco escuché las palabras “acto” u “homenaje”. Simplemente me ignoraron olímpicamente. Parecía como si les hablara a unas estatuas de sal. Entonces hice lo que se supone suele hacerse en estos casos: me recliné hacia atrás y traté de relajarme. Pensé en Carolina y en Lautaro. Pensé en el viaje a Santiago que emprenderíamos juntos tan pronto como acabara todo esto. También tuve otros pensamientos, pero esos no vienen al caso.


Creí que soñaba cuando comencé a escuchar la música. La sensación auditiva, como era lógico, quise atribuírsela al efecto “fumador pasivo”. Sin embargo, no tardé en caer en la cuenta de que la música no provenía de . Lo que escuchaba, muy a mi disgusto, era fruto de un fenómeno más mecánico que psíquico: Jacobo había insertado un casete en el tocacintas.

El Jefe comenzó a hablar:

—Lo que viene a continuación, señor Bolaño, es un juego— dijo mientras me escrutaba por el espejo retrovisor. Su voz sonaba pedagógica y amenazante, como la de una maestra de kindergarten sexualmente insatisfecha.

Miré a mi lado a ver si Tonelada participaría del juego: vi a un gigante benigno que babeaba por las comisuras. Comprendí, entonces, que mi custodio jamás sería capaz de hacerle daño a nadie, salvo a sí mismo.

Ignoro de dónde saqué valor para preguntar de qué se trataba el “juego”. Sin embargo no hubo tiempo de escuchar respuesta alguna: unos rotundos violines dirigidos por Domenic Frontiere me hicieron comprender que aquello, de alguna manera, no era un juego; por lo menos no en el sentido canónico. Intentaré explicarme: Domenic Frontiere (eso, con seguridad, lo sabe todo el mundo) es el compositor del tema incidental de la serie Los invasores. “Los invasores, 1967-1969”, repetí mental y estúpidamente.

La grabación, técnicamente hablando, no era de las que uno atesora en un archivo musical. El Jefe continuaba observándome por el espejo y en su rostro atisbé un mohín de impaciencia. Entonces lo dije: “Los invasores, 1967-1969”.

Reconozco que lo de las fechas fue un acto de vanidad, algo que, mire por donde se mire, no se me había exigido, pero sentí que había que decirlo y lo dije.

El verdadero juego comenzaría luego. Decir que hubo maña en colocar en seguidilla a Mannix, Petrocelli y El planeta de los simios en modo alguno es una justificación. Resultaba evidente que más allá del afán de confundir, el “mensaje” que se me quería enviar entrañaba algo más: Mannix y Petrocelli son melodías casi siamesas, podría decirse incluso que fueron grabadas una detrás de la otra y pagadas con un mismo cheque: idéntica sección rítmica, misma trompeta jazzeada, igual toque aventurero en la parte B de la pieza. Pero colocar a ambas al lado del apocalíptico Planeta de los simios, eso sin duda constituía una trampa. ¿Tenía algún sentido todo aquello? Ahora bien, quien quiera que hubiera dispuesto el orden de los temas (¿el Jefe, Jacobo, el azar?), sabía muy bien lo que hacía. Haber intercalado Misión imposible en el lote hubiese constituido un insulto al cerebro. Vuelvo a explicarme: las obras maestras no definen a un genio. A un genio lo definen sus imperfecciones. Rara vez arte y verdad son compatibles: Misión imposible no es sino el epítome de un genio y, el “epítome”, como se sabe, no es sino una suerte de decadencia gloriosa.

—Lalo Schifrin —dije.

También dije las fechas: Mannix 1967-1975. Petrocelli 1974-1976. El planeta de los simios (insólitamente una sola temporada: 1974). De las tres series, la que sin duda atraía mi atención era Petrocelli. Eso no es difícil de explicar. En los años en que la transmitían (aún vivía en la colonia Lindavista del DF) además de leer en exceso, también malgastaba demasiado tiempo mirando la televisión. Petrocelli me interesó por tres razones: 1) Anthony Petrocelli era un rico abogado de Harvard en el umbral de la jubilación. 2) Producto de las presiones de su mujer, manda a construir una fabulosa casa para el retiro de ambos. 3) Esa contingencia, no se sabe por qué, lo lleva a comprar un motorhome.

Pero aquí viene lo que hace de esa serie algo para el recuerdo: Petrocelli, un día cualquiera (quiero imaginar un día de verano, amarillento), pondrá en marcha su motorhome y, como un Peter Fonda senil en busca de su destino, se lanzará por todos los estados de la Unión al encuentro de algo que lo defina como ser humano. A cada pueblo que llegue, el veterano abogado se verá involucrado en una seguidilla de peripecias, juicios e investigaciones que lo harán sentirse útil a la sociedad y, por supuesto, a sí mismo. Petrocelli, entonces, se convertirá en un místico forense y su gran virtud será no saberlo. Eso era lo llamativo, lo inquietante o lo incandescente de Petrocelli, todo depende de cómo lo interpretaras.


Mis primeros malestares comenzaron cuando el taxi enfiló hacia una autopista ancha, oscura y ahíta de baches. Los estivales arreglos de Bill Conti atronaban por las cornetas al tiempo que mi colédoco esclerosado amenazaba con jugarme una mala pasada. Los opening themes de Conti, incluso para los oídos más descaminados, poseen ese aire decididamente burgués que resulta casi imposible no asociarlos con viñedos lujosos y mansiones de fábula. Pero ni aquello era la soleada California y tampoco nos adentrábamos en los límites de un rancho consagrado a la cría del Shorthorn: un letrero vial, con abolladuras de calibres imprecisos, dificultaban la lectura de la palabra “Guarenas”.

Desde hacía un buen rato sentía que el aire escaseaba dentro del coche. Esa sensación no me hubiese alarmado por sí sola de no haber venido acompañada de un dolor circunflejo que, ora se aposentaba en mi costado derecho, ora serpenteaba a través de mis costillas hasta enseñorearse en algún lugar de mi espina dorsal. Me debatía entre vomitar o responder, no sin vergüenza: “Dinastía, 1981-1989. Falcon Crest, 1981-1990”.

El taxi hizo dos amagos de apagarse antes de entrar en un camino de grava que luego, inopinadamente, se transformó en un pantano espeso. “Arena movediza”, pensé a despecho de los escépticos del Discovery Channel. Sin embargo el taxi, en una maniobra que me hizo sospechar de un oculto sistema de tracción, apenas si patinó antes de salir del atolladero.


Así anduvimos un trecho largo hasta que un bar apareció de pronto ante nosotros. Aunque en realidad el sitio no era más que una choza. Una edificación incapaz de desentonar en el corazón de Kenia, Luanda o Timor Oriental.

–Llegamos –dijo el Jefe y se frotó absurdamente las manos como si hiciera un frío tremendo. Yo, de buena gana, me hubiese echado una siesta encima de un iceberg.

En el bar había dos personas y mucho ruido. Una señora obesa trapeaba el piso con un vaivén inconsolable y tenaz. Con decisión, intenté seguir hasta el baño. Tonelada me siguió y de pronto sentí que todos mis males y urgencias desaparecían como por arte de hechicería. Desistí y tomé rumbo a la barra. Fue peor. Un Kenny Rogers, mucho más delgado y cetrino, me encaró como si yo le debiese algo.

–Lo estábamos esperando –dijo aquel hombre y me condujo, ceremonioso, hasta una mesa en el fondo del tugurio.

El sitio, con algo de producción, hubiese subyugado a los buscadores de locación de Robert Rodríguez. Nunca la llamada “otredad” estuvo mejor representada. La rockola, colocada al lado de una tarima minúscula, lucía como el único rasgo moderno presente en el lugar. Las mesas, las sillas y hasta la barra parecían provenir de un siglo indeterminado y atormentado. A juzgar por la insistencia del doble de Kenny Rogers, tuve la sospecha de que el anisado era la bebida oficial del local.

El Jefe, Jacobo y Tonelada habían desaparecido por una misteriosa puerta lateral pero al rato reaparecieron acompañados de un tipo cojo y con facha de personaje de Dickens. “Un Uriah Heep tropical”, pensé encandilado por la guayabera de flores y los mocasines blancos.

–Señor Bolaño, conozca al promotor del evento –dijo el Jefe señalando con gesto versallesco al fulano de camisa estridente. El dolor en mi costado había retornado con fuerza y levantar la mano para corresponder el saludo sin duda le hubiera agregado más dolor al que ya existía. Opté por asentir con la cabeza; alternativa que juzgué la más clínicamente correcta.

Tonelada fue a la barra por las bebidas y esa fue la oportunidad de oro para escabullirme al lavabo. En el camino rogué por la improbable existencia de una ventana de escape. Sin embargo, ese tipo de giros sólo ocurren en las malas películas. Cuando entré, hube de toparme con la previsible fetidez de los baños sin ventilación.

Retorné a la mesa en peores condiciones de las que me fui. Afortunadamente, en mi ausencia, sucedieron algunos hechos que lograron serenarme. Las copias mimeografiadas de El Proxeneta reposaban sobre la mesa y fue entonces cuando las palabras “acto”, “homenaje” e incluso “evento” comenzaron a cobrar sentido. Sin pedir permiso, tomé uno de los ejemplares y comencé a examinarlo.

Los gustos de los editores eran eclécticos y rocambolescos, por no decir descabellados. Eso sin hacer mención del diseño, que poseía la extraña virtud de lo ingenuo y lo atroz concentrado en un mismo espacio. El único punto destacable radicaba en un hecho meramente accidental: la publicación andaba ya por su tercer número. Eso, si no constituía un logro, al menos calificaba como milagro.

–¿Qué le parece el proyecto, señor Bolaño? –preguntó el promotor cojo.
–Están muy bien los ensayos –dije refiriéndome a uno en específico y que en realidad era un plagio perpetrado a Letras Libres. Lo firmaba un tal A. Linares y estaba ilustrado con dos calaveras haciendo el 69. El artículo de fondo, como era de suponerse, lo habían consagrado a Los detectives… y en él abundaban los ditirambos zalameros y las erratas inverosímiles. En alguna parte, el entusiasta articulista había querido lucirse con la palabra “trogoldita”.

Como guinda, alguien colocó una foto -mal bajada de la Internet- que me hacía lucir como el personaje del Grito de Munch.

Acto seguido vendría uno de los momentos más absurdos de mi vida. En la tarima, y sin que yo me percatara de ello, Jacobo instaló un improvisado sistema de sonido y nos hacía señas para que nos acercásemos hasta allí. Me preocupó que el doble de Kenny Rogers ya tuviera el micrófono en las manos.

Es difícil esperar brevedad de alguien que comience un discurso con la amañada fórmula: “no soy un orador”. La siguiente media hora sólo serviría para confirmar ese prejuicio. Por otra parte (y el detalle puede resultar nimio), costaba ver a aquel personaje y no imaginarlo, al lado de Dolly Parton, subsumidos en una almibarada orgía country.

Cuando el hombre paró de hablar, yo no podía sostenerme más en pie. Pedí una silla pero ya nadie me prestaba atención: había llegado el momento del brindis y el grupo batallaba con el corcho de un tintorro que, ignoro cómo, fue a dar allí.

El líquido, de una extraña coloración sulfurosa, atravesaba las hojas mustias de El Proxeneta cuando tuve a bien desmayarme.


Que se sepa, la ciencia aún no logra determinar si es posible soñar en estado de absoluta inconsciencia. Todo el mundo sabe que los sueños son simples elaboraciones que requieren de un mínimo de alerta, de una bombilla o una antorcha encendida que nos guíe por esos abismos. Por ello resultó extraño, aunque no disparatado, que antes de despertar en los brazos de Tonelada me vinieran a la cabeza aquellas secuencias oníricas herederas, si no saqueadas, de alguna página de Rodrigo Rey Rosa. Aquí comparto una de ellas:

Se trata de B, asombrosamente –un ex amigo. Está sentado frente a una cámara de vídeo, mirándola fijamente. Levanta una pistola, se la pone debajo del mentón y dispara. Un desastre. Hay sangre y partículas de seso en el suelo, en la pared. Aparece una mujer (el ama de llaves) y comienza a limpiar la sangre (y lo otro) con un trapeador. La cámara gira para enfocar un televisor con videocasete. El ama de llaves enciende el televisor, introduce una cinta y la echa a andar. Aparece B. Está sentado frente a la cámara, y lee apologías del suicidio por distintos autores. Al terminar la lectura, levanta la pistola, que ha mantenido oculta, mira fijamente a la cámara, y todo empieza de nuevo.


Al cabo de un rato, que pudo ser quince minutos, pero también una hora, volví en mí sin el suficiente aplomo mental como para digerir lo que a continuación vería. El doble de Kenny Rogers cantaba algo de Leo Dan, sin la magia de Leo Dan. Al Jefe no lo veía por todo aquello y Jacobo discutía acaloradamente con el promotor. Tonelada, en un gesto que bien podía recordar a la Piedad, pero que en modo alguno era el de la Piedad sino el de un niño que abandona un juguete, me depositó en una descabalada silla en un rincón del salón.

De pronto, la música del karaoke cesó.

Alguien echó una moneda a la rockola y ésta emitió un rugido primario, como de mamut. Sin que viniera a cuento, comenzó a sonar una bella melodía que intuí folclórica o eso me pareció. Era fácil aislar el sonido de un arpa con las cuerdas muy tensas. El ritmo, por otra parte, era cadencioso y arrebatador, como si invitara a un sacrificio maya. Tonelada se colocó ambas manos en la espalda y de nuevo comencé a ponerme nervioso. Pero no había de qué preocuparse: eso apenas sería el prolegómeno de una extraña danza que mi custodio se aprestaba a obsequiarnos. En fracciones de segundo, el paquidermo torpe se metamorfoseó en una libélula ladina que correteaba por entre mesas y sillas, dando unos zapateos vigorosos que hacían estremecer el piso. La canción era una elegía a un caballo muerto. Un caballo al que había fulminado un rayo. De eso hablaba la letra y a medida que se acercaba el desenlace de la historia, Tonelada redoblaba sus zapateos con más y más fuerza. En un momento dado se detuvo, abrió los brazos y, como si fuera a planear, se dirigió directo a donde Jacobo. Se produjo, entonces, uno de esos silencios teatrales e incómodos. Ese tipo de instantes nefandos por los que suelen pasar los actores que olvidan sus parlamentos. Pero quizás eso sólo sucediera en mi imaginación. Tal vez no haya ocurrido momento fallido alguno puesto que no tardaron en trenzarse en un baile que desde mi atalaya percibí austero y hermoso. Un baile que, visto con buena voluntad, hubiese pasado por una danza tradicional, pero que si uno afinaba el ojo más de lo necesario podía advertir cierta tensión sexual.

En este punto, algo imprevisible ocurrió.

Cuando los representantes de la ley echaron la puerta abajo, Tonelada y Jacobo descansaban sus frentes apoyadas una encima de la otra. El gordo tenía asido a su pareja por la nuca y se susurraban palabras que yo adivinaba dulces. Cerré los ojos y quise estar en la Antártida. Intenté visualizar pingüinos, paisajes gélidos.

Tonelada y Jacobo cayeron al piso, como fulminados por el rayo que preconizaba la canción, sólo que el rayo había tomado la forma de una porra policial y en menos de lo que toma decir “chucha” el bar se había convertido en un pandemoniun. El Jefe y el promotor tardaron en aparecer y, cuando lo hicieron, éste último traía una herida sangrante en el mentón que le confería cierta dignidad trágica. Un policía de labio leporino y mirada astuta, pateaba al doble de Kenny Rogers con refinada crueldad detrás del mostrador.

Esperaba mi turno para la paliza cuando la señora del trapeador me hizo señales desde la cocina. Con más voluntad que esperanza me levanté de la silla y me dirigí hasta ella. Mientras lo hacía, un manto invisible pareció cubrirme en el trayecto.

La cocina era uno de esos lugares de los que es mejor olvidarse pronto si uno pretende comer con apetito el resto de la vida. La señora me tomó por el brazo como quien ayuda a un convaleciente y me condujo a través de un pasillo renegrido de hollín e impregnado de un olor que he tratado de obliterar sin éxito.

Cuando salimos al exterior, me sorprendieron dos cosas. Tres, para ser precisos. No estábamos en la parte norte del local sino en el sur. El taxi aún permanecía estacionado en el mismo sitio y ya el sol comenzaba a despuntar por entre unas colinas xerófilas y fantasmales. Una penosa luz blanca lo iluminaba todo.

La señora del trapeador volvió a desaparecer dentro la choza y mi sensación de desamparo rápidamente se transformó en terror. Entonces me puse a darle vueltas al coche en redondo. No sé qué pretendía lograr con aquella acción, pero de alguna manera eso me tranquilizaba. En esas estaba cuando el policía de labio leporino salió al descampado.

“Miliani no hubiera permitido que me pasaran estas cosas”, me dije a mí mismo, seguro de haber leído o escuchado algo similar en algún sitio.

Lo que siguió a continuación puede parecer confuso, pero trataré de ajustarme a los hechos.

Detrás del policía, a poca distancia, venía también la señora del trapeador. El policía traía una porra y malas intenciones. La señora un matero con flores que a esa hora de la mañana me fue imposible descifrar. Yo seguía dándole vueltas en redondo al taxi. El policía, como es lógico, logró darme alcance a las primeras de cambio. Pero la señora del trapeador no permitió que yo recibiera el primer porrazo: el matero que sostenía en las manos hizo diana en la nuca de mi agresor. El golpe era para dormir a un caballo, pero el policía apenas se atontó. En el ínterin, la señora del trapeador me deslizó un manojo de llaves. Por el dado de peluche supe de inmediato que eran las llaves del coche.

El dado había caído en seis.

Lo recogí, dudoso, de mi buena suerte.

El coche encendió al primer giro de llave. Entonces entendí que atravesaba por una buena racha. Las buenas rachas no suelen durar mucho: la mía duró hasta que recordé, espantado, que jamás había conducido en mi vida. Mi aprendizaje fue apremiado por dos detonaciones que hasta hoy desconozco dónde impactaron.

El resto fue una pesadilla de senderos bifurcados, pendientes espeluznantes y problemas con el motor. Pero lo más extraño fue la música que me acompañó en el trayecto. Cuando el coche encendió, sincronizadamente lo hizo también el equipo que Jacobo había instalado en el auto. Pude reconocer, entre muchos, algunos temas a los que jamás les hallé un autor confiable: Tres son multitud, Tierra de gigantes y hasta una versión en inglés de El Zorro que en el DF hubiesen odiado. Ese fue mi soundtrack hasta que estrellé el coche contra un container de basura.


Todo lo demás puede contarlo con mayor rigor Domingo Miliani, quien jamás creyó la historia que ahora cuento. Para él (y yo jamás le quité razón) lo mío tan sólo había sido un capítulo más de la leyenda del escritor loco latinoamericano. No me gusta la imagen del escritor loco latinoamericano. ¿Pero quién soy yo para estropearla?










viernes, 10 de julio de 2009

Roberto Bolaño: literatura y apocalipsis*

por Edmundo Paz Soldán
* Adaptación del prólogo al libro de ensayos Bolaño salvaje, editado por Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón (Editorial Candaya, 2008)




En “Apocalipsis en Solentiname”, Julio Cortázar indaga en las posibilidades del arte en América Latina: dar una visión naif de la realidad o testimoniar el horror. En el cuento, el narrador, un escritor argentino llamado Julio Cortázar que vive en París visita Nicaragua en plena revolución sandinista. Ya en el primer párrafo, las contradicciones asoman en el personaje y se resumen en la dificultad de conciliar un arte comprometido con el pueblo con una escritura difícil, vanguardista, “hermética”.

Cuando “Julio Cortázar” llega a la isla de Solentiname, descubre las pinturas de los campesinos, que dan cuenta de una realidad en la que hay una comunión del hombre con la naturaleza, “una vez más la visión primera del mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza”. Esa América Latina de las pinturas contrasta con la sensación del narrador en la misa del domingo, en la que, siguiendo los postulados de la Teología de la Liberación, el Evangelio es leído como si fuera parte de la vida cotidiana de los campesinos, “esa vida en permanente incertidumbre de las islas y de la tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de toda Nicaragua sino de casi toda América Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida de Guatemala y vida de El Salvador, vida de la Argentina y de Bolivia, vida de Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, de Brasil y de Colombia”.

El arte naif de los campesinos no da cuenta del miedo, del horror de vivir en la América Latina de los setenta. Pero no es difícil rasgar la superficie y encontrar las tinieblas, lo siniestro. En el cuento, el narrador, como un turista agradecido y conmovido más, toma fotos de las pinturas y se las lleva a París. Allí, ya instalado con el proyector a su lado, se pone a ver las fotos de Solentiname. De pronto, en un típico giro cortazariano, ocurre lo fantástico para hacer estallar las estructuras del realismo convencional: aparece en la pantalla, en vez de una pintura de un campesino, la foto de un muchacho con un balazo en la frente, “la pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de árboles”. Después, más fotos del horror: “Cuerpos tendidos boca arriba”, “la muchacha desnuda boca arriba y el pelo colgándole hasta el suelo”, “ráfagas de caras ensangrentadas y pedazos de cuerpos y carreras de mujeres y de niños por una ladera boliviana o guatemalteca”.

La mayoría de las fotos remite a la violencia estatal: hay uniformados en jeeps, autos negros de paramilitares, torturadores de corbata y pulóver. Es la violencia de las dictaduras del Cono Sur, tiempos de “guerra sucia” y Operación Cóndor. “Cortázar”, en el paréntesis revolucionario de la Nicaragua sandinista, escribe un cuento sobre los límites de cierto arte para dar testimonio de ese destino sudamericano, esa violencia latinoamericana. Lo que el escritor comprometido debe hacer es, sin renunciar a su proyecto artístico, sin simplificar sus hermetismos, enfrentarse a esa realidad atroz y representarla. En el ejercicio literal del fotógrafo-escritor, en “Apocalipsis en Solentiname”, se debe revelar el apocalipsis que está detrás de los paisajes bucólicos y la mirada prístina de los habitantes del continente.

Vale la pena detenerse en el cuento de Cortázar para entender lo que ocurre en la obra de Roberto Bolaño. En el escritor chileno, ferviente admirador de Cortázar, no hay otra opción que dar cuenta del horror y del mal, y hacerlo de la manera excesiva que se merece: el imaginario apocalíptico es el único que le hace justicia a la América Latina de los setenta —explorada en novelas como Nocturno de Chile y Estrella distante—. En ambas, Bolaño se asoma como pocos al horror de las dictaduras. Nadie ha mirado tan de frente como él, y a la vez con tanta poesía, el aire enrarecido que se respiraba en el Chile de Pinochet: ese aire en que el despiadado Weider de Estrella distante escribía sus frases y versos desde una avioneta. El aire opresivo de la dictadura lo contamina todo, y si bien es fácil ver a Weider de la manera en que Bolaño lo describía, como alguien “que encarnaba el mal casi absoluto” (entre paréntesis), lo cierto es que en la novela nadie es inocente, como sugiere uno de los sueños del narrador:

Soñé que iba en un gran barco de madera, un galeón tal vez, y que atravesábamos el Gran Océano. Yo estaba en una fiesta en la cubierta de la popa y escribía un poema o tal vez la página de un diario mientras miraba el mar. Entonces alguien, un viejo, se ponía a gritar ¡tornado, tornado! Pero no a bordo del galeón sino a bordo de un yate o de pie en una escollera. Exactamente igual que en una escena de El bebé de Rosemary, de Polanski. En ese instante el galeón comenzaba a hundirse y todos los sobrevivientes nos convertíamos en náufragos. En el mar, flotando agarrado a un tonel de aguardiente, veía a Carlos Wieder. Yo flotaba agarrado a un palo de madera podrida. Comprendía en ese momento mientras las olas nos alejaban, que Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco, solo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo (énfasis en el original).

Esta breve alegoría en clave de horror —no es casual la mención a la película de Polanski— se emparenta con otras sugeridas en Nocturno de Chile. Allí, el barco que se hunde es el fundo La-Bas de Farewell y la casa de María Canales. En el fundo de Farewell, el narrador duerme “como un angelito”, y se va ejercitando al descubrir la literatura como “una rareza” en el país de “bárbaros” y en la crítica literaria como un esfuerzo “razonable”, “civilizador”, “comedido”, “conciliador”. El fundo es el espacio de la literatura en Chile, un lugar “allá abajo” donde uno aprende a cerrar los ojos a la realidad, a intentar no mancharse leyendo y descubriendo a los clásicos mientras “allá arriba”, en el país, campea la barbarie. Por supuesto, aquí, tanta civilización, tanta ceguera, termina siendo una forma más de barbarie.

La gran casa de María Canales es la casa de Chile, la casa del establishment literario, que sigue con sus cócteles y recepciones mientras en los sótanos de la casa se tortura a los opositores al régimen. En esta escena, Bolaño hace suya una anécdota siniestra de la dictadura: las sesiones de tortura en el sótano de la casa de Robert Townley, agente de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y asesino de Letelier, mientras en los salones de la casa se llevaban a cabo las veladas literarias de su esposa. ¿Por qué? Ibacache, el narrador, intenta una explicación pragmática: “Había toque de queda. Los restaurantes, los bares cerraban temprano. La gente se recogía a horas prudentes. No había muchos lugares donde se pudieran reunir los escritores y los artistas a beber y hablar hasta que quisieran”.

Si en el fundo uno aprende a callarse, en la casa uno lleva a la práctica ese silencio. Se puede ver en el sótano a un hombre “atado a una cama metálica... sus heridas, sus supuraciones, sus eczemas” y luego, ¿qué se puede hacer? Callarse por miedo, porque se trata de algo cotidiano y “la rutina matiza todo horror”. Nocturno de Chile es la confesión del civilizado que con su silencio es cómplice del horror. Nocturno de Chile es la novela de la complicidad de la literatura, de la cultura letrada, con el horror latinoamericano.

En Nocturno de Chile se encuentra una lúcida reflexión sobre las perversas relaciones que existen en América Latina entre el poder y la letra. Nuestros intelectuales han terminado más de una vez seducidos por el poder. Se han escrito grandes, fascinantes —y fascinadas— novelas sobre el dictador latinoamericano, pero muy poco sobre esa figura a su sombra, el amanuense de turno, el intelectual cortesano, el que le escribe los discursos al gran hombre. Bolaño, en Nocturno de Chile, nos muestra la debilidad y la hipocresía de nuestras sociedades letradas cuando se trata de su relación con el poder.

Ibacache cuenta de las clases de marxismo que tomaron los militares de la junta con él, para saber cómo pensaban sus enemigos. A la última clase solo asiste Pinochet. Pinochet ataca a los ex presidentes Frei y Allende, que se hacían los cultos, pero en realidad jamás habían escrito un solo libro. Pinochet, orgulloso, para mostrar su superioridad, dice que ha escrito varios libros y artículos. Pinochet le cuenta eso a Ibacache: “[p]ara que sepa usted que yo me intereso por la lectura, yo leo libros de historia, leo libros de teoría política, leo incluso novelas”. El dictador continúa: “Y además a mí no me da miedo estudiar. Siempre hay que estar preparado para aprender algo nuevo cada día. Leo y escribo. Constantemente”.

En la novela de Bolaño, Pinochet aparece como la parodia de un letrado. Si la lectura y la escritura le sirven a Ibacache para no ver lo que ocurre en torno suyo, a Pinochet le sirven no solo para ver mejor lo que ocurre en torno suyo, sino para proyectar el futuro, “imaginar hasta dónde están dispuestos a llegar” los enemigos del país. La escena pedagógica, tan central en la novela latinoamericana fundacional del siglo XIX, solía servir para la construcción del nuevo ciudadano de la patria; ahora, la transmisión de conocimiento sirve para eliminar a los ciudadanos que no piensan como el dictador letrado. La literatura, que preparaba a los hombres para su ingreso a la civilización, se ha tergiversado por completo y ahora es un instrumento para la barbarie. Como dice Richard Eder, el tema central de una novela como Los detectives salvajes —agrego que en realidad es el tema de toda la obra de Bolaño— es que “the pen is as blood-stained as the sword, and as compromised”.

Pero no se trata solo de la escritura. En Estrella distante, las fotografías son también un aspecto central de la revelación del mal. En la novela, el poeta-criminal Wieder invita a sus amigos a una exposición fotográfica en su departamento. Wieder espera hasta la medianoche para abrir el cuarto de huéspedes donde se encuentra el “nuevo arte”. La primera en entrar, Tatiana von Beck Iraola, tiene la esperanza de encontrar el arte naif, “retratos heroicos o aburridas fotografías de los cielos de Chile”; cuando sale, vomita en el pasillo.

En el cuarto, “cientos de fotos” se encuentran en las paredes y hasta en el techo:

Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que se deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un 30 por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea.

Hay aquí un doble juego, una puesta en abismo de las intenciones de Bolaño. Al interior de la novela, las fotos de Wieder sirven para revelar su condición de asesino aliado al régimen; el “arte nuevo” no muestra otra cosa que la complicidad del artista con el poder; ante esa revelación, el efecto en los espectadores es fulminante.

A la vez, Estrella distante se presenta como un texto en la tradición de “Apocalipsis de Solentiname”. Al narrar el horror de la Latinoamérica de la década de los setenta, la literatura, sugiere Bolaño, debe provocar en los lectores las reacciones fuertes que suscitan las fotos de Wieder en sus espectadores. No hay consuelo posible, no hay manera de presentar un Chile pastoral de exportación. Hay, sin embargo, una diferencia importante entre el Cortázar de “Solentiname” y el Bolaño de Estrella distante: en Cortázar, el horror en las fotos aparece a partir de una estrategia narrativa fantástica; en Bolaño, aun cuando algunas fotos son montajes, estas son claramente testimonio de la realidad, y muestras de la poética realista abarcadora de Bolaño. En Estrella distante hay “alucinaciones” y “epifanías de la locura”, pero todas dentro del más estricto realismo.

Pero lo que al comienzo era una exploración del continente en un momento específico, en los años finales de Bolaño se generaliza al siglo XX, al mundo, a la condición humana. En 2666, la ciudad de Santa Teresa es un “cráter”, el agujero negro del crimen múltiple sin solución. En un texto sobre Huesos en el desierto, del periodista mexicano Sergio González Rodríguez, al que reconoce su ayuda “técnica” y de investigación para la escritura de 2666 (y al que, de paso, convierte en personaje de su novela), Bolaño escribe que el libro es “una metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un libro no en la tradición aventura sino en la tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en nuestro continente, tal vez porque son las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea” (Entre paréntesis). Al hablar del libro de González, Bolaño parecería estar refiriéndose a su novela, con el añadido de que la metáfora aquí va más allá de Latinoamérica. 2666 es la aventura y el apocalipsis, diseminados a lo largo y ancho del planeta.

La novela recorre Europa, América Latina y los Estados Unidos; cubre casi todo el siglo XX, para ir a desembocar en ese presente turbio en una ciudad fronteriza en México. Bolaño utiliza el hecho macabro de las más de doscientas mujeres muertas en los últimos años en Ciudad Juárez —crímenes todavía impunes—, no solo como símbolo de la violencia en la América Latina posdictatorial, sino como metáfora del horror y el mal en el siglo XX. Benno von Archimboldi encuentra su destino como escritor durante la Segunda Guerra Mundial porque ese periodo histórico es otro de esos “cráteres” que condensan todo lo que hay que saber sobre el horror del siglo XX. Tanto la Segunda Guerra Mundial como las muertas de Ciudad Juárez-Santa Teresa están vinculadas en 2666 por el destino de un hombre que primero, en la guerra, se encuentra como escritor, y luego, en Santa Teresa, se convierte en un escritor extraviado al que los críticos buscan. En el camino que va de la oscilación entre el encontrarse y el perderse de la escritura, se cifra el destino del siglo XX en la versión de Bolaño.

En la cuarta sección de la novela, “La parte de los crímenes”, asistimos a una letanía de muertes salvajes descritas con precisión clínica: “La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior”, es el primer caso, ocurrido en 1993; el último, trescientas cincuenta páginas después, cierra el siglo:

El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, solo que en lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad, la bolsa fue encontrada en el extremo este... El cuerpo estaba desnudo, pero en el interior de la bolsa se encontraron un par de zapatos de tacón alto, de cuero, de buena calidad, por lo que se pensó que podía tratarse de una puta”.

Son varias las explicaciones que se dan en esa sección para contextualizar las muertes. Algunas están relacionadas con el narcotráfico; otras, con sectas satánicas; otras, con las condiciones económicas paupérrimas de una ciudad de maquilas, fruto del intercambio asimétrico de bienes y trabajo entre las sociedades industrializadas de la economía global y las sociedades en vías de desarrollo; otras, al hecho de que varias de las muertas son prostitutas; otras, a la situación de pobreza de mucha gente en la región: las mujeres son obreras en las maquiladoras, reciben “sueldos de hambre” que, “sin embargo, eran codiciados por los desesperados que llegaban de Querétaro o de Zacatecas o de Oaxaca”.

Otra de las explicaciones es la misoginia. En una escena clave en la sección, los policías que investigan el caso van a desayunar a una cafetería; mientras lo hacen, se cuentan chistes sádicos sobre mujeres: “¿En qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve”. También intercambian refranes, sabiduría popular que no se discute: “Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos... las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas”.

El café en que los policías se encuentran tiene pocas ventanas y se parece a un ataúd. Mientras los policías cuentan chistes sobre esas mujeres cuyos crímenes les toca investigar, mientras se hacen la burla de las leyes que dicen defender, ellos, sugiere el narrador, están desafiando a la muerte con sus risas, pero en el fondo no hacen más que encerrarse en su propio ataúd, encontrar una suerte de muerte en vida. Su forma de entender el mundo es la muerte de la sociedad contemporánea; la imposibilidad de escapar de los prejuicios sexistas y racistas tiene un correlato directo con la imposibilidad de resolver los crímenes. Mientras haya policías como los que se reúnen en el café Trejo’s, habrá mujeres muertas, violadas, abusadas en los desiertos del mundo.

En “La parte de los crímenes” un alemán, Klaus Haas —del que luego descubriremos sus conexiones familiares con Archimboldi—, es detenido y llevado a la cárcel como presunto responsable de los crímenes. La Policía, satisfecha, siente que ha cumplido su parte. Pero los crímenes continúan. La sección termina con la sugerencia de que no habrá una resolución posible para esas muertes. Los crímenes quedarán sin resolverse. La última escena, la de las Navidades de 1997, muestra a una Santa Teresa entregada a la fiesta: “Se hicieron posadas, se rompieron piñatas, se bebió tequila y cerveza. Hasta en las calles más humildes se oía a la gente reír”. Pero esa Santa Teresa naif encierra, como en las fotos de “Apocalipsis de Solentiname”, su reverso nefasto: “Algunas de estas calles eran totalmente oscuras, similares a agujeros negros...”. Esos “agujeros negros” son la derrota de la ley, de la civilización. Todo el siglo XX desemboca allí.

En “Autobiografías: Amis & Ellroy”, uno de sus artículos recopilados en Entre paréntesis, Roberto Bolaño escribió que “el crimen parece ser el símbolo del siglo XX”. En una entrevista, el escritor chileno declaró: “En mis obras siempre deseo crear una intriga detectivesca, pues no hay nada más agradecido literariamente que tener a un asesino o a un desaparecido que rastrear. Introducir algunas de las tramas clásicas del género, sus cuatro o cinco hilos mayores, me resulta irresistible, porque como lector también me pierden” (Braithwaite). Se puede leer 2666 como una monumental novela detectivesca, en la que hay tanto un desaparecido al que se busca —el escritor Archimboldi— como múltiples asesinos.

En el trabajo de Bolaño con el género detectivesco, se podría pensar que las muertas de Santa Teresa son parte de un asesinato múltiple, que se trata, si se permite el juego de palabras, de un asesino colectivo en serie. Aquí, sin embargo, como en “La muerte y la brújula”, de Borges, el detective (el periodista-escritor Sergio González) y los buscadores (los críticos admirados de Archimboldi) son derrotados. O mejor: en el caso de los crímenes, a diferencia de Borges, ni siquiera tenemos en Bolaño la posibilidad de encontrar a un asesino victorioso. “La parte de los crímenes” termina como ha comenzado, con un crimen irresuelto, con un asesino o asesinos en la sombra. Como las muertas, los asesinos son también tragados por el “agujero negro” en que se ha convertido Santa Teresa.

En Bolaño, además de los guiños de Los detectives salvajes y 2666 al género, se puede encontrar en El gaucho insufrible “El policía de las ratas”, un cuento que reinscribe un texto clásico de Kafka, “Josefina la Cantora”, en el esquema del policial. El detective de Bolaño, Pepe el Tira, tiene algunas de las características que dicta el género: es un solitario, alguien que se siente distinto a los demás. Su método es mantenerse al margen del pueblo, dedicarse a su oficio, volver al lugar del crimen todas las veces que sea posible. Como se espera del género, al menos en su versión tradicional, el policía comenta que la vida “debe tender hacia el orden, y no hacia el desorden”. Si el orden se rompe —o, mejor, se “disloca”—, entonces el trabajo del policía será intentar recuperar el orden.

Pepe el Tira es una rata que investiga la muerte de otras ratas. La creencia de la comunidad es que las ratas mueren a manos de otras especies más fuertes —comadrejas, serpientes—, pues “las ratas no matan a las ratas”. Sin embargo, en sus investigaciones, cuando se encuentra con un bebé de rata muerto, Pepe el Tira llega a la conclusión de que esa muerte no se debe a un depredador hambriento ya que todo parece indicar que al bebé lo mataron por placer. Las ratas dicen que eso es imposible, no hay nadie en el pueblo capaz de hacer eso. Pepe el Tira, sin embargo, llega a una inevitable conclusión: “Las ratas somos capaces de matar a otras ratas”.

¿Es la pulsión criminal una anomalía de una rata individualista o parte de la naturaleza de la especie? Sea como fuere, el descubrimiento de Pepe el Tira llega tarde pues ya todo ha cambiado: esa pulsión es un veneno, un virus que ha infectado a todo el pueblo. Pepe el Tira sabe ahora que las ratas están “condenadas a desaparecer, lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer”. El orden no será restaurado.

En Bolaño no hay ninguna nostalgia por los detectives tradicionales del género —esos razonadores como Auguste Dupin y Sherlock Holmes, capaces de descubrir al criminal sin necesidad de acudir al crimen, utilizando solo sus poderes de deducción—, pero todavía continúa la fascinación por las figuras de la ley. Esas figuras, que servían para dar fe de la inteligibilidad del universo y de la autoridad de la razón para desbrozar el caos en torno nuestro, existen ahora para decirnos que la razón ha sido derrotada, y para articular una reflexión existencialista en que el mundo se revela sin sentido y la especie, a la manera de Sísifo, “condenada desde el principio”, no se arredra, continúa luchando y marcha en busca de “una felicidad que en el fondo sabe inexistente”.

En ese contexto, el escritor, figura cada vez más “marginalizada” en la sociedad contemporánea, deviene esencial en Bolaño, y la literatura recupera su aura: el escritor es el testigo que debe ser capaz de mantener “los ojos abiertos”, y una “escritura de calidad” es “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso” (Entre paréntesis). En las entrevistas que dio y en sus artículos, son constantes las referencias al valor del escritor: “Para acceder al arte lo primero que se necesita, incluso antes que talento, es valor” (Braithwaite).

A fuerza de su constante intervención en sus tan agitados como breves años en la esfera pública, Bolaño reactivó para la literatura el imaginario del escritor como un romántico en lucha constante contra el mundo. En la escena primigenia de Bolaño, el artista, como el organillero de “El rey burgués”, de Rubén Darío —no es casual esta genealogía: como decía Octavio Paz, “el modernismo es nuestro romanticismo”—, se encuentra en la “intemperie”. Pero el jardín modernista del organillero en el palacio del rey burgués ha desaparecido, y Bolaño lo reemplaza por un desfiladero, un precipicio, el abismo. El escritor, al borde del abismo, solo tiene una opción: “arrojarse” a este: (Entre paréntesis).

Como en Borges, la literatura es en Bolaño una forma de conocimiento, la búsqueda absoluta de Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes. Aquí, sin embargo, ya no funciona la analogía del universo como una biblioteca; se trata de algo más visceral, del escritor que entiende el arte como una aventura vitalista, y en otras ocasiones del narrador y del poeta como detectives en busca del “origen del mal”, y por ello condenados desde el principio a la derrota.

En otras escenas del escritor en acción, el imaginario de Bolaño siempre liga al arte con la violencia y la muerte: “Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado” (Entre paréntesis); Huidobro aburre porque es un “paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas” (Entre paréntesis); “La literatura es como esos lugares donde meten a las reses para matarlas: casi ninguna sale viva” (Braithwaite). En la lucha, en el enfrentamiento contra el “monstruo”, el escritor perderá, pero eso no debería arredrarlo: “Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura” (Braithwaite).

En Bolaño hay un modelo de escritor al que se aspira; por ejemplo, el Sensini que sale a ganar premios en concursos de provincias como un “cazador de cabelleras”, y que está dispuesto a trampas como mandar el mismo cuento a varios concursos a la vez; Henry Simón Leprince, “mal escritor” que se ha ganado a pulso un espacio gracias a su valor—; el Belano de “Enrique Martín”. Estos escritores en pugna con el mercado son, digamos, la versión contemporánea de “las tretas del débil”: como es imposible enfrentarse a un enemigo poderoso y salir bien parado, lo mejor, entonces, sería, como estrategia de supervivencia, decir sí y no a la vez: formar parte de la industria cultural, pero tratar de sabotearla desde adentro.

Hay también antimodelos: el escritor que se adecúa a las reglas de la industria cultural —que parece borrar todo intento de autonomía artística en la década de 1990—, y el que se deja deslumbrar por el poder. En el primer caso están los escritores de “Una aventura literaria”. En el segundo caso se encuentran la mayoría de los escritores de La literatura nazi en América, Ibacache en Nocturno de Chile, Wieder en Estrella distante.

En el cuento “Encuentro con Enrique Lihn”, el narrador “Roberto Bolaño”, en un ambiente a medio camino entre la realidad y el sueño, habla de la literatura como un “campo minado” en el que la mayoría de los escritores son cortesanos del poder que “han dicho ‘sí, señor’ repetidas veces... han alabado a los mandarines de la literatura”. Nuevamente, resuena aquí “El rey burgués”; el organillero viene a cantar “la buena nueva del porvenir”, pero se transforma en una más de las posesiones del rey burgués. El artista, en Darío, tiene intenciones exaltadas: se cree un visionario, un profeta. En Bolaño las intenciones son más prosaicas: simplemente, hacerse de un lugar en la corte. En ambos casos, sin embargo, el resultado es el mismo: el artista es despreciado por el poder, que lo usa cuando le conviene.

De manera ácida, Bolaño indica que el escritor de hoy parece más interesado en el “éxito, el dinero, la respetabilidad” (“Los mitos de Chtulhu”). Ha sido devorado por el hipermercado en el que se ha convertido la cultura contemporánea: quiere triunfo social, grandes ventas, traducciones, portadas en revistas. Quiere “glamour”, dejar atrás la “casa pequeña” de Lihn y llegar a la casa “grande, desmesurada” del “escritor del Tercer Mundo, con servicio barato, con objetos caros y frágiles” (“Encuentro”).

A partir de esa crítica, Bolaño se instala en la construcción misma del canon latinoamericano. Hay que atacar a ciertos autores para reivindicar a otros (y de paso, en la reformulación, instalarse como el nuevo paradigma del canon). Los ataques se despliegan en diversos espacios: al interior de Chile, Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Hernán Rivera Letelier (“Los mitos”), incluso autores de prestigio como José Donoso y Diamela Eltit; se recupera al vanguardista Juan Emar, se entroniza a Pedro Lemebel. En la poesía, hay ambigüedad con Neruda —se lo respeta con frialdad—, pero el centro del universo de Bolaño lo forman Parra y Enrique Lihn.

En el canon hispanoamericano, se defiende a autores ya consagrados como Sergio Pitol, Fernando Vallejo, Ricardo Piglia (“Los mitos”); también, por supuesto, a Borges y Cortázar (la literatura argentina ocupa un lugar central en el mapa de Bolaño, como dice Gustavo Faverón). Hay un canon alternativo formado por Martín Adán, Rodolfo Wilcock, Osvaldo Lamborghini y Felisberto Hernández, entre los más marginales; Reinaldo Arenas, Ibargüengoitia, Manuel Puig, entre los conocidos; Horacio Castellanos Moya, Carmen Boullosa, César Aira, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro, Alan Pauls, entre los escritores de su generación. En poesía, los nombres centrales son los estridentistas mexicanos, Vallejo, Oquendo de Amat, Pablo de Rokha.

De más está decir que Bolaño también intervino en el espacio de la literatura española, a la que vio como parte de un corpus indiferenciado con la literatura hispanoamericana. Fueron frecuentes sus ataques a Cela y Umbral, su defensa de Vila-Matas, Cercas, Marías, Tomeo, su admiración por Cernuda. En la literatura universal, los nombres son legión, pero hay algunos que se repiten constantemente: Catulo, Horacio, Stendhal, Mark Twain, Rimbaud, Perec, Kafka, Philip Dick.

Bolaño se presentó, tanto en entrevistas como en artículos y en sus ficciones, como el escritor rebelde, antisistema. Sin embargo, había contradicciones en su postura: después de todo, el escritor publicaba en Anagrama, una de las editoriales más prestigiosas de España, y concursaba y ganaba premios; al final de su vida, había obtenido un enorme reconocimiento simbólico que significaba buenas críticas, buenas ventas, traducciones. Había adquirido esa respetabilidad de la que renegaba. Quizá por eso en sus últimos ensayos, como en “Los mitos de Chtulhu”, su carácter provocador se había exacerbado, llegando incluso a atacar a escritores como García Márquez y Vargas Llosa, de los que previamente había dicho que su obra era “gigantesca”, superior a la de su generación. Algunos de esos ataques no deben tomarse en serio; en Bolaño muchas veces había humor, el deseo de preservar el espíritu contestatario de los infrarrealistas, de seguir a Nicanor Parra en el espíritu de contradicción. En otros casos se trataba de mantener un necesario espacio de rebeldía ante el reconocimiento. Y en otros, se desplegaba esa maquinaria de guerra nada inocente, dispuesta a seguir aniquilando obras incompatibles con el proyecto de Bolaño. Había en el escritor chileno una nada desdeñable intransigencia; esa intransigencia a la hora de aceptar propuestas estéticas diferentes era, a la vez, su gran virtud y su principal debilidad.

Bolaño era a su manera un escritor comprometido con las causas políticas de América Latina: “Todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia...” (Entre paréntesis). Para ello su escritura no bajó los listones, aunque nunca llegó al hermetismo que preocupaba a los lectores del “Cortázar” de “Apocalipsis de Solentiname”. Lo más difícil de su obra se encuentra en Los detectives salvajes y 2666, pero no por la escritura, sino por lo intimidatorio en su extensión. Una multiplicidad de símbolos y metáforas complejas se despliega en su obra, de la cual todavía no hemos desentrañado todos sus misterios, pero eso no impide una lectura gozosa de sus páginas, debidas a su poderosa fuerza narrativa.

El escritor ya no está. Quedan la obra y la leyenda. Quedan la literatura y el apocalipsis.









miércoles, 1 de julio de 2009

Roberto Bolaño: melancolía y delirio en tres novelas breves

por Fernando Pérez Villalón
Cyber Humanitatis N°43. Invierno 2007




Creo que fue Roger Caillois quien escribió que los relatos de Kafka, con su extrañeza soterrada, difícil de localizar pero omnipresente, empapándolo todo, estaba más cerca de la atmósfera real de un sueño de cualquiera que nosotros que los relatos tan deliberadamente delirantes del surrealismo. Lo mismo sucede en alguna medida con estas tres novelas breves de Bolaño, que se mueven en el ámbito de una melancolía en sordina y una irrealidad sutil, que no llega al delirio pero insinúa su proximidad, coquetea con él, se le acerca y retrocede antes de entregársele.

Tal vez la más delirante de las tres novelas sea Nocturno de Chile, el monólogo en su lecho de muerte de un sacerdote del Opus Dei y crítico literario que cualquier chileno reconocería como un doble imaginario de Ignacio Valente. Mientras recuerda escenas clave de su vida, Sebastián Urrutia Lacroix (alias H. Ibacache) pasa constantemente de lo plausible a lo extraño y de lo extraño a lo siniestro, como en esa sucesión de sacerdotes dedicados a la cetrería para eliminar a las palomas cuyos excrementos dañan las iglesias de las que están a cargo, en la visita de Urrutia a Europa. También están teñidas de onirismo las escenas de conversación con Farewell, un crítico algo mayor, homosexual, que esconde apenas la identidad de Alone, o mejor dicho la desplaza (en las novelas "en clave", siempre es peligroso apresurarse a reemplazar los nombres que el novelista le ha puesto a sus personajes por los nombres "reales": si no se estableciera esa relación inequívoca pero distante, la permutación de nombres, que es como un pasaporte para pasar las fronteras del país de la ficción, no tendría sentido). Tal vez lo más inquietante de la novela (aparte de los avances e insinuaciones de Farewell, que tientan y repugnan a la vez a Urrutia) sea su reconstrucción de algunas escenas de la dictadura militar: Urrutia le da clases de marxismo a los miembros de la junta militar, interesados en aprender para "saber hasta dónde podría llegar su enemigo" (es algo que el personaje real que inspira este relato efectivamente hizo, pero la ficción le confiere un aura que lo vuelve un gesto fascinante además de repulsivo: ya Aristóteles decía que algunas cosas horrendas nos repugnan en la realidad pero nos gustan si las vemos representadas como parte de una obra mimética, con esa distancia y perfección que el arte les confiere). También las soirées de intelectuales en la casa de una escritora casada con un norteamericano agente de la CIA, en la cual se interroga y tortura a presos políticos (en un episodio que, según me cuenta una amiga que vivió de cerca los "hechos reales", está muy distorsionado respecto a su modelo) capturan admirablemente el ambiente inquietante de la dictadura en Chile, presente sólo en detalles que cobran fuerza y sentido (o más bien: se hace patente el absurdo del que testimonian) al ser recordados más intensamente y puestos en contexto para quienes fuimos niños o adolescentes durante esos años, personajes de una película cuyo inicio no habíamos visto y cuyas escenas más cruentas no se nos mostraban, no se nos mostrarían sino años más tarde. Cuando escribo inquietante, pienso en lo unheimliche de Freud, algo diseñado para permanecer oculto que sale a la luz, nuestros terrores más íntimos a plena luz del día, o mejor, la plena luz del día como más aterradora que la oscuridad más negra en que podamos adentrarnos.

También en las otras dos novelas se asoma la sombra del fascismo: unos jóvenes gritando "Fascismo o barbarie" en la Roma de Una novelita lumpen, la guerra civil española y la amenaza nazi en Monsieur Pain. Tal vez es por eso que esta última recuerda por momentos a Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi: un protagonista inofensivo, un hombre temeroso y débil, enfrentado a fuerzas oscuras, potencias más vastas entrevistas apenas. Pero Bolaño es menos romántico y optimista que Tabucchi, al menos en este relato: su protagonista no se eleva nunca al estatus de héroe novelesco, se mantiene hasta el fin del relato en su rol anodino, apagado, mediocre. La presencia de César Vallejo muriéndose en París como telón de fondo hace pensar también en la novela de José Saramago El día de la muerte de Ricardo Reis, pero esta última es mucho más densa y extensa, poblada de niebla y fantasmas, situada en una Lisboa irreal pero muy viva en sus detalles. Las ciudades de Bolaño son, en cambio indiferentes en cierta medida. Los espacios de París en que se mueve Monsieur Pain no son en absoluto hitos reconocibles por turistas de esos que los novelistas siembran para halagar a algunos lectores enterados (o generar complicidad con ellos): París para Pain es un departamento pequeño y muy desordenado, un hospital laberíntico que hace pensar en ciertos espacios borgeanos, un cine casi vacío, una especie de club nocturno y un enorme hangar de noche.

La Roma de Una novelita lumpen es aún más tenue: vemos de ella sobre todo dos hogares, el departamento de la protagonista y su hermano y la enorme casa del ex mister universo ahora ciego al que Bianca, la protagonista, visita con la esperanza de encontrar la caja fuerte y robarle su dinero, lo que nunca sucede. En su aparente impasibilidad, Bianca recuerda un poco a Meursault, de Albert Camus, pero más aún me hace pensar en È stato così, de Natalia Ginzburg, y en El amigo americano de Patricia Highsmith por el modo en que su indiferencia nos hace evidente hasta qué punto es banal la maldad, más chata que sublime. Tal vez sea esa la causa mayor de la melancolía que impregna estas novelas, ya sea esa "tristeza muy breve, una tristeza casi portátil de no más de cinco minutos" que la protagonista "por suerte podía disimular sin mayores problemas" (99) en Una novelita lumpen o el morbus melancholicus de que hablan Salvador Reyes y Farewell en Nocturno de Chile, ese mal descrito por Robert Burton en su Anatomía, y al que según Aristóteles son especialmente afectos los genios. O bien ese rechazo de la sociedad que conduce a Pierre Pain a empobrecerse "sistemáticamente, de manera rigurosa, en ocasiones acaso con elegancia" (85), para finalmente dedicarse al mesmerismo y terminar leyendo manos, "manos manchadas de sangre, manos de verdugos y de putas siniestras, de vividores y de traficantes del mercado negro" (170). Al leer a Bolaño, un poco como Pain lee esas manos, se le contagia a uno algo de esa melancolía, o más bien se recae en otra, esa de los lectores, cisnes más tenebrosos aún, si ello, cabe, que quien imagina esas ficciones en las que uno se adentra, esa casa de espejos que multiplica nuestra imagen, deformándola en variaciones sin que sin embargo se vuelva por ello del todo irreconocible. Tal vez eso es su catarsis.



NY, 2004