Cyber Humanitatis N°43. Invierno 2007
Creo que fue Roger Caillois quien escribió que los relatos de Kafka, con su extrañeza soterrada, difícil de localizar pero omnipresente, empapándolo todo, estaba más cerca de la atmósfera real de un sueño de cualquiera que nosotros que los relatos tan deliberadamente delirantes del surrealismo. Lo mismo sucede en alguna medida con estas tres novelas breves de Bolaño, que se mueven en el ámbito de una melancolía en sordina y una irrealidad sutil, que no llega al delirio pero insinúa su proximidad, coquetea con él, se le acerca y retrocede antes de entregársele.
Tal vez la más delirante de las tres novelas sea Nocturno de Chile, el monólogo en su lecho de muerte de un sacerdote del Opus Dei y crítico literario que cualquier chileno reconocería como un doble imaginario de Ignacio Valente. Mientras recuerda escenas clave de su vida, Sebastián Urrutia Lacroix (alias H. Ibacache) pasa constantemente de lo plausible a lo extraño y de lo extraño a lo siniestro, como en esa sucesión de sacerdotes dedicados a la cetrería para eliminar a las palomas cuyos excrementos dañan las iglesias de las que están a cargo, en la visita de Urrutia a Europa. También están teñidas de onirismo las escenas de conversación con Farewell, un crítico algo mayor, homosexual, que esconde apenas la identidad de Alone, o mejor dicho la desplaza (en las novelas "en clave", siempre es peligroso apresurarse a reemplazar los nombres que el novelista le ha puesto a sus personajes por los nombres "reales": si no se estableciera esa relación inequívoca pero distante, la permutación de nombres, que es como un pasaporte para pasar las fronteras del país de la ficción, no tendría sentido). Tal vez lo más inquietante de la novela (aparte de los avances e insinuaciones de Farewell, que tientan y repugnan a la vez a Urrutia) sea su reconstrucción de algunas escenas de la dictadura militar: Urrutia le da clases de marxismo a los miembros de la junta militar, interesados en aprender para "saber hasta dónde podría llegar su enemigo" (es algo que el personaje real que inspira este relato efectivamente hizo, pero la ficción le confiere un aura que lo vuelve un gesto fascinante además de repulsivo: ya Aristóteles decía que algunas cosas horrendas nos repugnan en la realidad pero nos gustan si las vemos representadas como parte de una obra mimética, con esa distancia y perfección que el arte les confiere). También las soirées de intelectuales en la casa de una escritora casada con un norteamericano agente de la CIA, en la cual se interroga y tortura a presos políticos (en un episodio que, según me cuenta una amiga que vivió de cerca los "hechos reales", está muy distorsionado respecto a su modelo) capturan admirablemente el ambiente inquietante de la dictadura en Chile, presente sólo en detalles que cobran fuerza y sentido (o más bien: se hace patente el absurdo del que testimonian) al ser recordados más intensamente y puestos en contexto para quienes fuimos niños o adolescentes durante esos años, personajes de una película cuyo inicio no habíamos visto y cuyas escenas más cruentas no se nos mostraban, no se nos mostrarían sino años más tarde. Cuando escribo inquietante, pienso en lo unheimliche de Freud, algo diseñado para permanecer oculto que sale a la luz, nuestros terrores más íntimos a plena luz del día, o mejor, la plena luz del día como más aterradora que la oscuridad más negra en que podamos adentrarnos.
También en las otras dos novelas se asoma la sombra del fascismo: unos jóvenes gritando "Fascismo o barbarie" en la Roma de Una novelita lumpen, la guerra civil española y la amenaza nazi en Monsieur Pain. Tal vez es por eso que esta última recuerda por momentos a Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi: un protagonista inofensivo, un hombre temeroso y débil, enfrentado a fuerzas oscuras, potencias más vastas entrevistas apenas. Pero Bolaño es menos romántico y optimista que Tabucchi, al menos en este relato: su protagonista no se eleva nunca al estatus de héroe novelesco, se mantiene hasta el fin del relato en su rol anodino, apagado, mediocre. La presencia de César Vallejo muriéndose en París como telón de fondo hace pensar también en la novela de José Saramago El día de la muerte de Ricardo Reis, pero esta última es mucho más densa y extensa, poblada de niebla y fantasmas, situada en una Lisboa irreal pero muy viva en sus detalles. Las ciudades de Bolaño son, en cambio indiferentes en cierta medida. Los espacios de París en que se mueve Monsieur Pain no son en absoluto hitos reconocibles por turistas de esos que los novelistas siembran para halagar a algunos lectores enterados (o generar complicidad con ellos): París para Pain es un departamento pequeño y muy desordenado, un hospital laberíntico que hace pensar en ciertos espacios borgeanos, un cine casi vacío, una especie de club nocturno y un enorme hangar de noche.
La Roma de Una novelita lumpen es aún más tenue: vemos de ella sobre todo dos hogares, el departamento de la protagonista y su hermano y la enorme casa del ex mister universo ahora ciego al que Bianca, la protagonista, visita con la esperanza de encontrar la caja fuerte y robarle su dinero, lo que nunca sucede. En su aparente impasibilidad, Bianca recuerda un poco a Meursault, de Albert Camus, pero más aún me hace pensar en È stato così, de Natalia Ginzburg, y en El amigo americano de Patricia Highsmith por el modo en que su indiferencia nos hace evidente hasta qué punto es banal la maldad, más chata que sublime. Tal vez sea esa la causa mayor de la melancolía que impregna estas novelas, ya sea esa "tristeza muy breve, una tristeza casi portátil de no más de cinco minutos" que la protagonista "por suerte podía disimular sin mayores problemas" (99) en Una novelita lumpen o el morbus melancholicus de que hablan Salvador Reyes y Farewell en Nocturno de Chile, ese mal descrito por Robert Burton en su Anatomía, y al que según Aristóteles son especialmente afectos los genios. O bien ese rechazo de la sociedad que conduce a Pierre Pain a empobrecerse "sistemáticamente, de manera rigurosa, en ocasiones acaso con elegancia" (85), para finalmente dedicarse al mesmerismo y terminar leyendo manos, "manos manchadas de sangre, manos de verdugos y de putas siniestras, de vividores y de traficantes del mercado negro" (170). Al leer a Bolaño, un poco como Pain lee esas manos, se le contagia a uno algo de esa melancolía, o más bien se recae en otra, esa de los lectores, cisnes más tenebrosos aún, si ello, cabe, que quien imagina esas ficciones en las que uno se adentra, esa casa de espejos que multiplica nuestra imagen, deformándola en variaciones sin que sin embargo se vuelva por ello del todo irreconocible. Tal vez eso es su catarsis.
Tal vez la más delirante de las tres novelas sea Nocturno de Chile, el monólogo en su lecho de muerte de un sacerdote del Opus Dei y crítico literario que cualquier chileno reconocería como un doble imaginario de Ignacio Valente. Mientras recuerda escenas clave de su vida, Sebastián Urrutia Lacroix (alias H. Ibacache) pasa constantemente de lo plausible a lo extraño y de lo extraño a lo siniestro, como en esa sucesión de sacerdotes dedicados a la cetrería para eliminar a las palomas cuyos excrementos dañan las iglesias de las que están a cargo, en la visita de Urrutia a Europa. También están teñidas de onirismo las escenas de conversación con Farewell, un crítico algo mayor, homosexual, que esconde apenas la identidad de Alone, o mejor dicho la desplaza (en las novelas "en clave", siempre es peligroso apresurarse a reemplazar los nombres que el novelista le ha puesto a sus personajes por los nombres "reales": si no se estableciera esa relación inequívoca pero distante, la permutación de nombres, que es como un pasaporte para pasar las fronteras del país de la ficción, no tendría sentido). Tal vez lo más inquietante de la novela (aparte de los avances e insinuaciones de Farewell, que tientan y repugnan a la vez a Urrutia) sea su reconstrucción de algunas escenas de la dictadura militar: Urrutia le da clases de marxismo a los miembros de la junta militar, interesados en aprender para "saber hasta dónde podría llegar su enemigo" (es algo que el personaje real que inspira este relato efectivamente hizo, pero la ficción le confiere un aura que lo vuelve un gesto fascinante además de repulsivo: ya Aristóteles decía que algunas cosas horrendas nos repugnan en la realidad pero nos gustan si las vemos representadas como parte de una obra mimética, con esa distancia y perfección que el arte les confiere). También las soirées de intelectuales en la casa de una escritora casada con un norteamericano agente de la CIA, en la cual se interroga y tortura a presos políticos (en un episodio que, según me cuenta una amiga que vivió de cerca los "hechos reales", está muy distorsionado respecto a su modelo) capturan admirablemente el ambiente inquietante de la dictadura en Chile, presente sólo en detalles que cobran fuerza y sentido (o más bien: se hace patente el absurdo del que testimonian) al ser recordados más intensamente y puestos en contexto para quienes fuimos niños o adolescentes durante esos años, personajes de una película cuyo inicio no habíamos visto y cuyas escenas más cruentas no se nos mostraban, no se nos mostrarían sino años más tarde. Cuando escribo inquietante, pienso en lo unheimliche de Freud, algo diseñado para permanecer oculto que sale a la luz, nuestros terrores más íntimos a plena luz del día, o mejor, la plena luz del día como más aterradora que la oscuridad más negra en que podamos adentrarnos.
También en las otras dos novelas se asoma la sombra del fascismo: unos jóvenes gritando "Fascismo o barbarie" en la Roma de Una novelita lumpen, la guerra civil española y la amenaza nazi en Monsieur Pain. Tal vez es por eso que esta última recuerda por momentos a Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi: un protagonista inofensivo, un hombre temeroso y débil, enfrentado a fuerzas oscuras, potencias más vastas entrevistas apenas. Pero Bolaño es menos romántico y optimista que Tabucchi, al menos en este relato: su protagonista no se eleva nunca al estatus de héroe novelesco, se mantiene hasta el fin del relato en su rol anodino, apagado, mediocre. La presencia de César Vallejo muriéndose en París como telón de fondo hace pensar también en la novela de José Saramago El día de la muerte de Ricardo Reis, pero esta última es mucho más densa y extensa, poblada de niebla y fantasmas, situada en una Lisboa irreal pero muy viva en sus detalles. Las ciudades de Bolaño son, en cambio indiferentes en cierta medida. Los espacios de París en que se mueve Monsieur Pain no son en absoluto hitos reconocibles por turistas de esos que los novelistas siembran para halagar a algunos lectores enterados (o generar complicidad con ellos): París para Pain es un departamento pequeño y muy desordenado, un hospital laberíntico que hace pensar en ciertos espacios borgeanos, un cine casi vacío, una especie de club nocturno y un enorme hangar de noche.
La Roma de Una novelita lumpen es aún más tenue: vemos de ella sobre todo dos hogares, el departamento de la protagonista y su hermano y la enorme casa del ex mister universo ahora ciego al que Bianca, la protagonista, visita con la esperanza de encontrar la caja fuerte y robarle su dinero, lo que nunca sucede. En su aparente impasibilidad, Bianca recuerda un poco a Meursault, de Albert Camus, pero más aún me hace pensar en È stato così, de Natalia Ginzburg, y en El amigo americano de Patricia Highsmith por el modo en que su indiferencia nos hace evidente hasta qué punto es banal la maldad, más chata que sublime. Tal vez sea esa la causa mayor de la melancolía que impregna estas novelas, ya sea esa "tristeza muy breve, una tristeza casi portátil de no más de cinco minutos" que la protagonista "por suerte podía disimular sin mayores problemas" (99) en Una novelita lumpen o el morbus melancholicus de que hablan Salvador Reyes y Farewell en Nocturno de Chile, ese mal descrito por Robert Burton en su Anatomía, y al que según Aristóteles son especialmente afectos los genios. O bien ese rechazo de la sociedad que conduce a Pierre Pain a empobrecerse "sistemáticamente, de manera rigurosa, en ocasiones acaso con elegancia" (85), para finalmente dedicarse al mesmerismo y terminar leyendo manos, "manos manchadas de sangre, manos de verdugos y de putas siniestras, de vividores y de traficantes del mercado negro" (170). Al leer a Bolaño, un poco como Pain lee esas manos, se le contagia a uno algo de esa melancolía, o más bien se recae en otra, esa de los lectores, cisnes más tenebrosos aún, si ello, cabe, que quien imagina esas ficciones en las que uno se adentra, esa casa de espejos que multiplica nuestra imagen, deformándola en variaciones sin que sin embargo se vuelva por ello del todo irreconocible. Tal vez eso es su catarsis.
NY, 2004