miércoles, 11 de noviembre de 2009

Más Bolaño

por Andrés Ibáñez
ABC, España. 07.11.2009







La decisión (feliz) de la editorial Anagrama de publicar y republicar la totalidad de la obra de Bolaño nos trae la fantasía de libros «nuevos» que son en realidad libros antiguos que no habíamos leído todavía. Yo, al menos, no había leído Una novelita lumpen ni tampoco La pista de hielo, que acaba de aparecer. Pero adentrarme en estas obras, después de haberme pasado los últimos años buceando obsesivamente en sus dos obras mayores (Los detectives salvajes y 2666) y de haber disfrutado también intensamente de los relatos, de las otras novelas y de la poesía, me hace replantearme una vez más el enigma de Bolaño e incluso, con estas nuevas lecturas, sentir que estoy un poco más cerca de comprenderlo. Lo cual quiere decir, como sucede con cualquier verdadero enigma, que éste se ha hecho ahora más enigmático que nunca. Porque hay dos formas de desvelar los misterios: una que consiste en traducirlos, es decir, en mostrar lo que «significan», y otra muy distinta que consiste en revelar por qué es imposible traducirlos y por qué no tiene sentido decidir qué «significan».


Sangre y morbo

Pero ¿en qué consiste el «misterio» de Bolaño, si es que existe tal misterio? Uno de los elementos clave sería, para mí, la extraña, casi incomprensible contención de nuestro autor. Las cosas terribles o morbosas que suceden en sus novelas parecen tener lugar al margen de su voluntad, y él parece estarse resistiendo siempre por todos los medios a contarnos los detalles. Somos nosotros los que queremos saber más, los que estamos sedientos de sangre y de morbo. En realidad, es él quien ha creado esa expectativa, que luego se dedica a satisfacer en minúsculas dosis. La protagonista de La pista de hielo, por ejemplo, es una patinadora deportiva. Bolaño dice varias veces (a través del admirador de Nuria, Enric Rosquelles) que es una chica muy guapa, pero no dice ni una palabra sobre su cuerpo. Nadie resistiría escribir una novela entera sobre una patinadora sin hacer la menor referencia a su físico, a su forma de patinar, a la impresión que la imagen de esta muchacha causa en su adorador. Sólo Bolaño logra hacerlo, y ahí, en esa contención casi monástica, casi de cilicio literario, está su fuerza desmesurada. Porque las imágenes crecen desmesuradamente cuando no se alude a ellas directamente.


Pequeñas dosis

Si las imágenes están vivas en la mente del autor, entonces, no sabemos muy bien cómo, se transmitirán al lector. Las palabras, en este caso, son un medio ambiguo: cuantas menos palabras, más fuerza tendrá la imagen. Bolaño es un maestro en este arte de imaginar con toda claridad pero no decir. Es, en fin, un maestro en el arte de dosificar información y en el arte de insinuar, de prometer algo y luego nunca acabar de darlo, o darlo en pequeñas dosis que siempre resultan insuficientes. Es como el malvado vendedor de droga, que nos incita, que nos mantiene en un perpetuo estado de insatisfacción. Quizá por eso la lectura de sus libros produce una compleja gama de intensos placeres, pero no produce nunca felicidad. Y no porque sus historias sean tristes o desdichadas, sino porque las leemos siempre con ansiedad, a veces con impaciencia, a veces casi furiosos. Bolaño es un maestro de eso que el posestructuralista denomina la diferencia, ese significado que se difiere, es decir, que se retrasa interminablemente, esa frase que avanza y que no acaba nunca de decirse.

No es un autor emocional a pesar de las fortísimas sensaciones que producen sus novelas, sensaciones de horror, de miedo, de vértigo, de deseo. Sensaciones, no sentimientos. Por esa razón, y por ese virtuosismo suyo en el no decir, en ocultar, en posponer, hemos de suponer que el genio de Bolaño es, ante todo, de naturaleza técnica, y que en el corazón de sus relatos de perdedores hambrientos de sexo y de fracasados dolientes que vagan por el mundo, anida, en realidad, un cerebro implacable lleno de trucos, de mediciones, de sistemas y de juegos. En esto se parece a Pynchon, aunque Pynchon hace ostentación de su rareza mientras que Bolaño finge, siempre finge, igual que finge en las fotos de sus libros: finge ser un colgado que va por ahí sin afeitar, que no tiene ni para un café y que «escribe», cuando en realidad es un maestro incomparable del arte de la narración. En estos momentos no recuerdo ningún otro maestro que me inquiete más, que perciba más lleno de trucos y de bromas privadas. Es fascinante, pero no es en absoluto de fiar. Es un genio raro, un genio con truco. Pero no sabemos cuál es el truco.