El Mundo. 03.02.2010
Seguramente Roberto Bolaño dejó bien ordenados sus manuscritos antes de agonizar en la cama de un hospital, a la espera de un hígado que no llegó a tiempo para salvarlo. Hoy, siete años después de su fallecimiento, Anagrama publica la esperada El Tercer Reich, una novela que el célebre autor chileno escribió a finales de los ochenta, cuando aún no presentía un final tan cercano.
Hace algo más de una semana en este mismo periódico pudimos leer un adelanto de su texto que, aunque transcurre en un amable balneario de la Costa Brava, desciende a los infiernos del nazismo. Y es que a Bolaño le atraían fatalmente los despeñaderos a los que se asoma el hombre una y otra vez, como si nunca aprendiéramos nada del horror, excepto la capacidad de multiplicarlo.
Roberto Bolaño conoció la fama del escritor de culto antes de agonizar en una clínica. Pero se despidió melancólicamente de este mundo –la melancolía era el estado natural de su mirada miope– sin imaginar la magnitud que alcanzaría su obra tras su desaparición.
Hoy, mientras ya están en las librerías de España los ejemplares de El Tercer Reich, en EE. UU. los críticos más exigentes lo han nombrado emperador de las letras iberoamericanas, el heredero del Boom, dejando atrás a García Márquez. Es la abdicación del realismo mágico para entronizar los preceptos de un infrarrealista cuyo romanticismo visceral no debe confundirse con el vanguardismo de escaparate.
Andrew Wylie, el agente literario más poderoso del país, se ha encargado de colocar en los escaparates 2666, la obra póstuma y más ambiciosa de Bolaño, junto a los bestsellers de un John Grisham o una Danielle Steele. Extraña compañía para un novelista que nació con vocación de autor maldito y renegó de los encumbrados que, en su opinión, se habían rendido a fórmulas manidas.
El pulso del autor de Los detectives salvajes se había forjado en los garitos más lóbregos del México de su juventud, donde bebió todo lo bueno y lo malo a modo de germen para echar a andar por el mundo a sus poetas descarriados.
Hoy abundan los que dicen haber tenido la fortuna de conocerlo y cuentan anécdotas de esto o aquello que un día compartieron con él. Para mi infortunio, supongo, no puedo reproducir la conversación que nunca tuvimos. Simplemente recuerdo que muy pronto, antes de que Bolaño fuese Bolaño (cuando era imposible imaginar sus libros expuestos junto a los de Isabel Allende), lo primero que leí de él fue Llamadas telefónicas, una colección de cuentos que me quemó con la fuerza de una potente radiación.
Por aquel entonces no se hablaba de él en las tertulias literarias ni se peleaban por ser los custodios de sus documentos. Pero tuve la certeza de que ese chileno trasplantado al México D.F. y náufrago en Cataluña, era un recondenado escritor de primera destinado, tarde o temprano, a la gloria. Lo supe por la violenta añoranza de sus narraciones, el trance hipnótico en el que parecían estar escritas, desde un estado de ánimo que transitaba entre los vivos y los muertos. Y la tristeza, siempre la tristeza, de quien ha dejado cosas atrás y vaga con los jirones de unas evocaciones que pesan.
Cuando se publicó Los detectives salvajes comprendí que aquel presagio no era nada más que el anticipo de una certidumbre. Esa primera parte tan redonda de Los detectives, con los poetas campeando en el D.F. Tan canallas, tan soñadores, tan perdidos. Para luego ir en busca de una poetisa reclusa en el paisaje confuso de un país abigarrado. Una segunda parte menos compacta y perfecta, pero ahí estaba el aviso de un creador infatigable en busca de su obra maestra. La piedra filosofal que acompañó a Bolaño hasta sus últimos días. Era inevitable que ordenara sus papeles antes de partir.
A Roberto Bolaño lo vi sólo una vez en Madrid, donde pronunció una conferencia titulada "Literatura + Enfermedad = Enfermedad", dictada en una fundación médica. Creo que era verano porque no guardo memoria de abrigos, sino de ropas más ligeras.
Ya estaba herido y la muerte lo rondaba. Bolaño habló de estadías en hospitales y su tono deshojaba la intemperie de su prosa. Hoy, con El Tercer Reich a la venta, podría contarles que charlamos y nos tomamos un café. Él no me lo habría recriminado porque le gustaban los relatos apócrifos y la verdad que encierran las mentiras. Pero aquella tarde no me acerqué cuando finalizó su charla. Me bastó con respirar el aire de su melancolía. Afuera ya era verano. O eso me pareció.
Hace algo más de una semana en este mismo periódico pudimos leer un adelanto de su texto que, aunque transcurre en un amable balneario de la Costa Brava, desciende a los infiernos del nazismo. Y es que a Bolaño le atraían fatalmente los despeñaderos a los que se asoma el hombre una y otra vez, como si nunca aprendiéramos nada del horror, excepto la capacidad de multiplicarlo.
Roberto Bolaño conoció la fama del escritor de culto antes de agonizar en una clínica. Pero se despidió melancólicamente de este mundo –la melancolía era el estado natural de su mirada miope– sin imaginar la magnitud que alcanzaría su obra tras su desaparición.
Hoy, mientras ya están en las librerías de España los ejemplares de El Tercer Reich, en EE. UU. los críticos más exigentes lo han nombrado emperador de las letras iberoamericanas, el heredero del Boom, dejando atrás a García Márquez. Es la abdicación del realismo mágico para entronizar los preceptos de un infrarrealista cuyo romanticismo visceral no debe confundirse con el vanguardismo de escaparate.
Andrew Wylie, el agente literario más poderoso del país, se ha encargado de colocar en los escaparates 2666, la obra póstuma y más ambiciosa de Bolaño, junto a los bestsellers de un John Grisham o una Danielle Steele. Extraña compañía para un novelista que nació con vocación de autor maldito y renegó de los encumbrados que, en su opinión, se habían rendido a fórmulas manidas.
El pulso del autor de Los detectives salvajes se había forjado en los garitos más lóbregos del México de su juventud, donde bebió todo lo bueno y lo malo a modo de germen para echar a andar por el mundo a sus poetas descarriados.
Hoy abundan los que dicen haber tenido la fortuna de conocerlo y cuentan anécdotas de esto o aquello que un día compartieron con él. Para mi infortunio, supongo, no puedo reproducir la conversación que nunca tuvimos. Simplemente recuerdo que muy pronto, antes de que Bolaño fuese Bolaño (cuando era imposible imaginar sus libros expuestos junto a los de Isabel Allende), lo primero que leí de él fue Llamadas telefónicas, una colección de cuentos que me quemó con la fuerza de una potente radiación.
Por aquel entonces no se hablaba de él en las tertulias literarias ni se peleaban por ser los custodios de sus documentos. Pero tuve la certeza de que ese chileno trasplantado al México D.F. y náufrago en Cataluña, era un recondenado escritor de primera destinado, tarde o temprano, a la gloria. Lo supe por la violenta añoranza de sus narraciones, el trance hipnótico en el que parecían estar escritas, desde un estado de ánimo que transitaba entre los vivos y los muertos. Y la tristeza, siempre la tristeza, de quien ha dejado cosas atrás y vaga con los jirones de unas evocaciones que pesan.
Cuando se publicó Los detectives salvajes comprendí que aquel presagio no era nada más que el anticipo de una certidumbre. Esa primera parte tan redonda de Los detectives, con los poetas campeando en el D.F. Tan canallas, tan soñadores, tan perdidos. Para luego ir en busca de una poetisa reclusa en el paisaje confuso de un país abigarrado. Una segunda parte menos compacta y perfecta, pero ahí estaba el aviso de un creador infatigable en busca de su obra maestra. La piedra filosofal que acompañó a Bolaño hasta sus últimos días. Era inevitable que ordenara sus papeles antes de partir.
A Roberto Bolaño lo vi sólo una vez en Madrid, donde pronunció una conferencia titulada "Literatura + Enfermedad = Enfermedad", dictada en una fundación médica. Creo que era verano porque no guardo memoria de abrigos, sino de ropas más ligeras.
Ya estaba herido y la muerte lo rondaba. Bolaño habló de estadías en hospitales y su tono deshojaba la intemperie de su prosa. Hoy, con El Tercer Reich a la venta, podría contarles que charlamos y nos tomamos un café. Él no me lo habría recriminado porque le gustaban los relatos apócrifos y la verdad que encierran las mentiras. Pero aquella tarde no me acerqué cuando finalizó su charla. Me bastó con respirar el aire de su melancolía. Afuera ya era verano. O eso me pareció.