martes, 1 de junio de 2010

Print the legend!

por Javier Cercas
Babelia 14.04.2007










Casi cuatro años después de su muerte, la leyenda de Roberto Bolaño continúa. Me refiero a la leyenda que unos y otros empezaron a construir desde el mismo momento de su muerte, claro está, no a la que el propio Bolaño escribió en el frenesí monástico de sus últimos años tras una vida entera consagrada con tenacidad a la literatura. Como su propio nombre indica, ambas leyendas no se ajustan a la realidad, pero la que escribió Bolaño tiene la inmensa ventaja de que es, en cierto sentido, más verdadera que la verdad, mientras que la otra es en lo esencial mentira o es una mentira forjada con ingredientes de la verdad, que es la forma más cabal de la mentira. La leyenda que Bolaño construyó en sus libros vivirá muchos años, o eso es lo que yo creo; la que han construido los otros se esfumará pronto, o eso es lo que yo espero. Casi sobra decir que esta última era previsible: más allá (o más acá) del valor literario de su obra, el hecho de que Bolaño muriera joven y en la cima de su potencia creadora y su prestigio vedaba, supongo, cualquier otra posibilidad; la incurable propensión mitómana de nuestro medio literario, sumada a nuestra hipócrita e igualmente incurable propensión a hablar bien de los muertos -porque ya no molestan y pueden ser manipulados a placer, o quizá porque queremos compensarlos por lo mal que hablamos de ellos cuando estuvieron vivos-, ha hecho el resto. La historia de la literatura, como la otra, abunda en ejemplos de este tipo de canonización tras una muerte prematura, así que no hay de qué sorprenderse, al menos en lo que se refiere a este punto; en lo que a otros se refiere no ocurre lo mismo. Nada permitía presagiar, por ejemplo, que el mismo hombre que escribió La pista de hielo escribiera sólo tres años más tarde Estrella distante, y apenas seis años después Los detectives salvajes; que entre 1996, año de Estrella distante, y 2003, año de su muerte, escribiera lo que escribió entra de lleno en el terreno de lo asombroso. También es verdad, sin embargo, que en el caso de Bolaño, como en el de tantos otros escritores muertos en parecidas circunstancias, hay en la leyenda que rodea su fama póstuma una cierta justicia poética: al fin y al cabo, toda la obra de Bolaño puede leerse como un intento logrado de convertir su propia vida en leyenda y, si no fuera porque estaban socavados por un humor feroz que sus lectores más obcecados o literales no siempre parecen percibir, los arrebatos, insolencias y provocaciones de sus años fugaces de escritor consagrado podrían inducirnos a pensar que Bolaño acabó sus días creyéndose un personaje de Bolaño, cosa que por fortuna no es cierta o que sólo es cierta en la triste medida en que todo escritor acaba resignándose tarde o temprano a convertirse en un personaje de su propia obra. Pero no hay que ponerse pesimista: por mucho que la leyenda tergiverse la realidad a gusto de cada cual, por mucho que un muerto precoz y prestigioso sea pasto privilegiado de los desaprensivos de turno, por mucho que los muertos no puedan defenderse y los vivos que pueden defenderlo no sepan o no puedan o no quieran hacerlo, lo cierto es que a la corta este runrún permanente que envuelve la vida póstuma de Bolaño tiene la ventaja indudable de atraer cada día nuevos lectores sobre su obra; no hay que descartar que a la larga -o no tan a la larga- tenga algunos inconvenientes, pero cuando lleguen, si es que llegan, la propia obra de Bolaño ya se encargará de afrontarlos, y lo hará con entereza. Sea como sea, tal y como están las cosas es posible que tarde o temprano a algunos de sus lectores menos perspicaces o más atolondrados les decepcione saber que el escritor forajido en que han querido convertir a Bolaño fue en su vida real un hombre morigerado y prudente, alguien que -pongo por caso- políticamente no pasaba de ser un socialdemócrata o un liberal de izquierdas -que es, supongo, lo más prudente y morigerado que políticamente se puede ser-, pero eso ya no es problema de Bolaño ni de su obra, sino sólo de los atolondrados y de quienes alimentan su atolondramiento.

Lo que importa de verdad, ya digo, es la otra leyenda: la que Bolaño forjó con su vida y nos legó en sus libros. Ésta, por supuesto, también puede manipularse, sólo que en este caso manipularla es legítimo y a veces hasta indispensable, aunque no todas las manipulaciones son igual de inteligentes o valiosas, y no en todos los casos la obra de Bolaño las autoriza sin ser al mismo tiempo traicionada. A mi juicio, muchos de los tópicos más arraigados sobre la obra de Bolaño son equivocados. Se repite, por ejemplo, que su obra surge de una reacción contra los autores del, mejor o peor llamado, boom de la literatura latinoamericana, de los que sería a la vez el antídoto y la vía de escape, o una de las vías de escape; aunque ciertos desplantes para la galería del propio Bolaño parecen avalarla, esta idea sólo puede ser fruto de la torpeza o la impotencia de quien la defiende (cuando no de su mala índole) y de una lectura muy superficial de la obra de Bolaño, y tiene el inconveniente tremendo de proponer a un Bolaño torpe e impotente, además de casi indocumentado, incapaz en todo caso de comprender que escribir algo de provecho consiste en no ignorar a los gigantes, sino, por penoso o lesivo que resulte para el amor propio de según quién, en reconocerlos y en encaramarse en sus hombros, aunque sea incurriendo de vez en cuando en la coquetería venial de despreciarlos de boquilla. Lo que quiero decir es que Bolaño no fue en modo alguno (salvo en alguna zumbona intemperancia de última hora) un detractor del boom, sino precisamente su continuador más disciplinado: su obra no es sólo inimaginable sin una lectura a brazo partido de Borges, sino también sin la transparencia coloquial de la prosa de Cortázar o sin las astucias narrativas y las arquitecturas novelescas de Vargas Llosa, sin duda el novelista vivo en español a quien más admiró Bolaño, y uno de los que con más cuidado asimiló. Por otra parte, también parece halagar la vanidad o aliviar las frustraciones de ciertos lectores o exegetas de Bolaño imaginarlo como un vanguardista radical, como un outsider apartado de las formas literarias de una época prostituida por el convencionalismo de los usos narrativos y por la rapacidad del mercado; en este caso la miopía es si cabe más aparatosa, aunque, también en este caso, ciertas declaraciones de Bolaño -aceptadas con desconcertante docilidad por sus exegetas- no han contribuido desde luego a curarla: dejando de lado el hecho evidente de que la vanguardia, sea lo que sea tal cosa a estas alturas, es en Bolaño mucho antes un ademán, o si se prefiere una actitud, y sobre todo un yacimiento temático que una práctica literaria, lo cierto es que los dos rasgos más visibles de la obra de Bolaño son los dos rasgos más visibles, si no de la corriente dominante de la narrativa en castellano (o quizá debería decir en español, puesto que Bolaño fue también, y quizá sobre todo, un escritor español), sí de una cierta corriente dominante en la narrativa seria escrita en castellano en los últimos años: la legibilidad y la narratividad. Como cualquier lector de buena fe comprueba en cuanto abre cualquiera de sus libros, Bolaño no fue un narrador hermético o difícil, gratuitamente exigente con el lector, enrocado en autofagias experimentalistas más o menos novedosas -que suelen ser las más viejas o las que antes envejecen-, sino un escritor alérgico a cualquier forma de logomaquia, un narrador compulsivamente legible, inmediatamente cordial, arrebatadoramente atractivo, y un inagotable contador de historias cuya escritura, propulsada por una tracción sin freno, arrastra de una anécdota a otra, de un personaje a otro, de un paisaje al otro en un torbellino alucinado que deja al lector sin resuello. No: como tantos grandes escritores de cualquier época, Bolaño no fue en absoluto una excepción; fue, sin que tal vez él mismo lo sospechara -sin que acaso su obstinado espíritu de contradicción se sintiera demasiado cómodo con ello-, una inesperada y soberbia confirmación de la regla.

Si no me engaño, pese a ser una evidencia palmaria lo anterior no sería aceptado sin escándalo por los admiradores más superficiales o esquinados de Bolaño, que serán los más efímeros; me alegra pensar que tampoco lo aceptarían sus detractores más severos, a quienes ni siquiera la muerte de Bolaño ha silenciado del todo. No me refiero ahora a quienes parecen querer escatimar a la obra de Bolaño su valor incuestionable por las declaraciones o actitudes personales de su autor, lo que es una estupidez y una indignidad, o más bien las dos cosas a la vez: alegar, digamos, que el rencor contra su país, o contra el establishment de la literatura en lengua española, fue el principal carburante de la escritura de Bolaño no es sólo probablemente falso; es algo bastante peor: es ignorar que para un escritor el rencor puede ser un carburante tan legítimo como cualquier otro, y quizá más eficaz, y que en todo caso ese rencor no es un argumento contra Bolaño ni contra la obra de Bolaño, como no es un argumento, digamos, contra James Joyce ni contra la obra de James Joyce, cuyo fervoroso rencor contra Irlanda alimentó de por vida su escritura. Me refiero, por supuesto, a reproches propiamente literarios. De todos ellos hay dos que son, creo, los más comunes. El primero afirma que la prosa de Bolaño es pedestre, plana, elemental ("del tipo yo Tarzán, tú Chita", ha dicho Fernando Vallejo, con una maldad que parece sacada de cualquiera de los libros de Bolaño); el segundo afirma que el único tema de Bolaño es la literatura o, peor aún, la vida literaria. Puedo entender que algunos admiradores desprejuiciados de Bolaño concedan que ninguno de los dos reproches es del todo injusto, pero yo les recordaría que ambos son insuficientes: salvando todas las distancias, el primero de ellos olvida que también a Cervantes se le reprocha, y no sin razón, el uso de una prosa de sobremesa, a ratos ramplona y conversacional, y que, si Bolaño sacrifica las suntuosidades del lenguaje y las complejidades de la sintaxis y hasta del pensamiento, lo hace en aras de la eficacia torrencial, delirante y exactísima de sus fabulaciones; o dicho de forma más clara: esa prosa atonal y por momentos sin relieve es la prosa que Bolaño necesita -ésa y no otra- para contar lo que cuenta. En cuanto al segundo reproche, parte de una premisa verdadera, porque es un hecho que la escritura de Bolaño se tensa hasta el límite cuando el asunto que aborda es sólo literario, pero llega a una conclusión errónea, porque eso no lo convierte en un escritor endogámico, autocomplaciente o solipsista: en los libros de Bolaño la literatura o la vida literaria es sólo una metáfora de la vida a secas, y uno de los principales méritos de Bolaño consiste en haber dotado al chisme literario de una dimensión casi épica en la que todas las pasiones, los vértigos y las perplejidades del ser humano hallan una expresión desgarrada y nueva.

"Print the legend!", exclama al final de El hombre que mató a Liberty Valance el director del Morning Star tras comprender que la leyenda es más poderosa que la realidad, o que la ficción es más verdadera que la historia. Para Bolaño, la escritura consistió precisamente en eso: en imprimir la propia leyenda; para los lectores de Bolaño, como para los de cualquier otro escritor, ésa es la única leyenda que cuenta, porque ésa es la única que él quiso o supo o pudo contarnos y porque en los recovecos y líneas de fuga de esa leyenda se encuentra el único Bolaño de verdad. Lo demás es sólo literatura. Literatura en el sentido pestilente de la palabra, que es el que Bolaño detestaba más que ninguna otra cosa y el que con harta frecuencia se le ha infligido tras su muerte. Así que lo mejor es prescindir de todo eso. Prescindir de los ventajistas que se lanzaron desde el primer momento sobre su cadáver, de quienes lo ridiculizaron y humillaron en vida y lo canonizan cuando está muerto para humillar y ridiculizar a otros vivos a quienes quizá canonizarían de estar muertos, de la idolatría sonrojante de quienes suspiran por convertirlo en una especie de James Dean chileno, de los rencores estériles y extraviados de sus exegetas, de las ingenuidades y cursilerías de sus lectores cursis e ingenuos y hasta de los exabruptos e insolencias a que el propio Bolaño se sintió tal vez obligado por la celebridad o con los que le gustó jugar en sus últimos años. Prescindir de todo eso y quedarnos con lo único que era seguro cuando estaba vivo y sigue siéndolo cuando está muerto: el coraje y la honestidad inauditos con que Bolaño asumió su vocación de escritor y el hecho incontrovertible de que es, hasta donde alcanzo y a menos que alguien se apresure a demostrar lo contrario, el escritor latinoamericano menos prescindible de su generación.