Letras.s5, 03.2010
La razón para titular así estas páginas responde no tanto a mi impresión sobre la obra poética de Roberto Bolaño como a la mezcla de asombro y resquemor que me producen los estudios en torno a ella que se han escrito, éste incluido.
Como muy bien dice Juan Villoro en la páginas liminares de Bolaño por sí mismo (2006), los géneros menores por los que se haya aventurado un autor equis salen a flote como producto de la consagración de tal autor. Previa a esa consagración, tales géneros se mantenían tranquilamente en su condición de menores y/o olvidados, hasta que producto del ingreso de este autor recientemente canonizado o en vías de, esas escrituras también llamadas laterales pasan a ocupar de igual manera un lugar preponderante. Me pregunto si no pasa lo mismo con la poesía de Bolaño, aun cuando para él el género distara con creces de ser secundario. De hecho, a título personal, reconozco haber sabido de Bolaño primero como poeta antes que en su condición de narrador. En 1989, el último año en La Moneda de Pinochet y cuando casi todo el mundo confiaba ciegamente en las bondades del retorno a la democracia, asistí a un recital de poesía en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, de la cual yo era alumno de primer año de la carrera de Literatura hispánica. Los invitados: Eduardo Llanos y José María Memet. Transcurridos ni más ni menos que veinte años de tal evento, aun recuerdo la soberbia lectura que ofreciera Llanos de su Contradiccionario (1983), seguida por la intervención donde Memet, luego de leer sus textos, hiciera una alocución en torno a la necesidad de conocer la obra de otros autores de la generación del ochenta dispersos todavía en esa época por los destinos a los que los condujo el exilio. Entre algunos de los que nombró se encontraba Roberto Bolaño, en México. El nombre me quedó rondando, pero era difícil reunir más antecedentes en torno a tal sujeto en el Santiago de aquella época.
La segunda vez que supe de Bolaño fue al leer el libro de ensayos de Soledad Bianchi titulado Poesía chilena: miradas, enfoques, apuntes (1990), donde uno de los ensayos más significativos del volumen se titula “Ya que estamos aquí aprendamos algo”, título que es a su vez un verso de Roberto Bolaño publicado originariamente en la revista Berthe Trépat, publicada en Barcelona por un todavía muy joven Roberto Bolaño y su amigo y colega Bruno Montané. El ensayo de Bianchi, dedicado a seguir las huellas constitutivas de una generación poética del 80 desperdigada entre el exilio interior y el exterior, aun cuando la autora haya sido testigo privilegiada sobre todo del segundo de ellos debido a su misma condición de exiliada, gira en torno a lo que significó Neruda en la formación de esos autores. Bianchi detalla que la canonización de Neruda ha(bía) llegado a niveles tales que era y es difícil diferenciar entre el hombre, la obra y el mito. Esto, sumado a las necesidades inmediatas que demandaba la lucha política en contra de la dictadura pinochetista, llevó a muchos a separar de manera maniquea y por lo demás artificial entre el Neruda comprometido y el Neruda metafísico y/o romántico, amplificando con brocha demasiado gruesa otra polémica que también erraba el objetivo, como era aquella que dividía entre los defensores del Neruda residenciario, de aquellos otros que preferían al autor de Canto general. En cualquiera de los dos casos, la que perdía era la obra en beneficio del mito. Todo había contribuido, nos dice Bianchi, a la construcción de este último: muerto poco después del 11 de Septiembre de 1973, muchos lo consideraron, en lugar de una víctima del cáncer que padecía, un “muerto de fascismo” (Bianchi, 117). De hecho, agrega esta ensayista, su funeral se transformaría en el primer acto de resistencia pública al nuevo gobierno de facto.
Sin embargo, más allá de estas lecturas si se quiere antojadizas, pero que también respondían a un contexto, el centenario de Neruda en el 2004 fue la prueba más fehaciente e indiscutible de que Neruda ha pasado a ocupar la categoría de “vate” nacional, de figura central del canon chileno, obviándose así todos los matices de una personalidad y de un escritor complejo y contradictorio, de paso ensombreciendo a muchas otras figuras que, producto de esta entronización, de esta simplificación de nuestra historia literaria, se ven relegadas a ese malentendido que es la memoria parcializada de un país. Dice Bianchi:
Me parece que contra este adueñamiento casi total del panorama de las letras por la figura de Neruda se alzaban, simbólicamente, numerosos poetas jóvenes esa tarde del 2 de Abril de 1983, cuando en el Primer Encuentro de Poesía Chilena en Rotterdam, en el momento de las entretenciones, comenzaron a imitar la tan característica forma de hablar de El Vate. (Bianchi, 120)
Este intento de parricidio que sin embargo también funciona como una suerte de paradójico homenaje a la figura nerudiana, tendrá variadas marcas textuales que se denotan, en primer lugar, en un abandono de esa confianza ciega en la “capacidad activa de la palabra poética” (Hernán Loyola, citado por Bianchi 121), para alejarse de cualquier poesía panfletaria o pedagógicamente política, aquella que ni sirvió como propaganda ni tampoco valía como poesía.
Además, como parte de una corriente que ya estaba presente en la poesía chilena, pero que se acrecentó producto del obligatorio contacto con otras culturas producto del exilio y la negativa a establecer jerarquías tanto en sus antecedentes como en los objetos poetizables, el grupo de poetas los 80 evidenciaba las consecuencias de una lectura atenta, y a veces imitativa, de Nicanor Parra. Esta, por llamarla de alguna manera, bipolaridad entre dos figuras indiscutibles del olimpo literario chilensis, se refleja muy bien en palabras del propio Bolaño. En una entrevista, señalaba lo siguiente:
-¿Ya pensabas que la literatura chilena gira alrededor de Pablo Neruda?-Lo pensaba desde antes. Lo que pasa es que no es tan así. Para mí el mayor poeta de Chile es Nicanor Parra y después de Nicanor Parra hay varios. Neruda es uno de ellos, sin duda. Neruda es lo que yo pretendía hacer a los 20 años: vivir como poeta sin escribir. Neruda escribió tres libros muy buenos; el resto, la gran mayoría, son muy malos, pero muy malos, algunos verdaderamente infectos. (Braithwaite 39-40)
Aun cuando las declaraciones de Bolaño siempre hay que entenderlas en perspectiva, dado el alto índice de ironía y provocación que siempre conllevan, creo que en este caso reflejan adecuadamente el fervor que despierta la obra de Parra en el narrador y de la cual ha hecho profesión pública en otras ocasiones.
Otras marcas textuales que nos pueden indicar el rumbo seguido por la gente del 80 y Bolaño, en cierta medida, como parte de ellos, son aquellas que dicen relación con cierto carácter descriptivo y despersonalizado del hablante de ciertos poemas. Según Bianchi,
En ellos desaparece el “yo” para dejar lugar a una simple mirada, a un punto de vista o perspectiva que cambia rápidamente de enfoque logrando entregar una visión general que, con frecuencia, delata -por su mismo mecanismo, por su solo funcionamiento- la mecanización, la deshumanización y la soledad del mundo que revela. (60)
Aun cuando no estamos del todo de acuerdo con las explicaciones de Bianchi, en la medida en que miradas maniqueas sobre la mecanización de la vida moderna se hicieron ya desde la Metrópolis de Fritz Lang y otras miradas semejantes en los albores del siglo XX, sí coincidimos en el diagnóstico que constata la tendencia a privar al hablante de una locuacidad que resultaría ajena a un autor que, como veremos más adelante, hace de la mirada apocalíptica el epicentro de su literatura. Efectivamente, Bianchi está en lo cierto al señalar que lo predominante en los poemas de Bolaño es un punto de vista, una descripción externa de los hechos y/o los personajes que abundan en su poesía. A una conclusión semejante parece llegar Jaime Blume, en su artículo “Roberto Bolaño poeta”, incluido en Territorios en fuga, libro cuya edición estuvo a cargo de Patricia Espinosa y que por primera vez reunía trabajos críticos en torno a la obra del autor chileno.
Para Blume (quien se centra en “Prosa del Otoño en Gerona”, publicado originariamente en Fragmentos de la Universidad Desconocida [1993]), el método de Bolaño consiste en valerse de una suerte de narrador externo, la transcripción de un guión que se vale de una larga lista de elementos cinematográficos y visuales, de los cuales el más relevante para él resulta el caleidoscopio, como metáfora central del conjunto. Según Blume, el caleidoscopio ocupa este lugar no sólo por su recurrencia a todo lo largo del texto, sino porque, en consonancia con el decorado y la utilería cinematográficas, le permite dos cosas al hablante, la primera de ellas, tener una perspectiva cromática y cambiante del objeto de su mirada, esa desconocida que marca con su presencia todo ese otoño en Gerona. La segunda: en una inversión que es clave en la estructura del texto, el hablante es a su vez observado por la desconocida, como si él también estuviera dentro de la cavidad del caleidoscopio. Juego de espejos que implica que “cada fenómeno se determina por su contrario” (Blume, en Espinosa, 159). Privilegiando el papel de la mirada, Blume -que entiende todo el poema cargado de un fuerte trasfondo autobiográfico, identificando al hablante con el Bolaño inscrito en el texto, pero también con el Roberto Bolaño real- quiere equiparar a ésta con un nivel de conciencia moral que trascendería la mera anécdota del desencuentro amoroso narrado en el texto, para juzgar, desde tal trascendencia, el fracaso de una conducta en pareja que, concluye Blume, es posible calificar como desnaturalizado.
Sin embargo, nos parece que esta lectura in obliquo (Blume, en Espinosa, 160) adolece de una insuficiente distinción entre niveles básicos de lectura. El análisis temático que hace este ensayista, de alguna manera subsume el lenguaje literario a lo anecdótico, a una mera transposición, sin mayores mediaciones, de lo que le ocurriera al Roberto Bolaño autor real durante cierta etapa de su vida. Aun peor, al aventurar esta relación inmediata entre biografía y escritura, lo que termina haciendo es emitir juicios sobre asuntos personales (de la forma de vida) del autor. No está demás recordar lo que dijera Roland Barthes acerca de esto, al enfatizar que
(…) el lenguaje es el ser de la literatura, su propio mundo: la literatura entera está contenida en el acto de escribir, no ya en el de “pensar”, “pintar”, “contar”, “sentir”. Desde el punto de vista técnico, y de acuerdo con la definición de Roman Jakobson, lo “poético” (es decir, lo literario) designa el tipo de mensaje que tiene como objeto su propia forma y no sus contenidos. Desde el punto de vista ético, es simplemente a través del lenguaje como la literatura pretende el desmoronamiento de los conceptos esenciales de nuestra cultura, a la cabeza de los cuales está el de lo real. (15)
Más o menos en esta línea se encuentra Patricia Espinosa, para quien la escritura poética de Bolaño apunta hacia una operación de sentido en el que la rearticulación posible pasa por asumir previamente la derrota (Espinosa, 175). Si esta es una declaración de principios políticos, también se trata de una preclara conciencia de la vida como escritor, de la escritura misma. Ya lo había dicho en otra de las tantas entrevistas que diera:
“La única experiencia necesaria para escribir es la experiencia del fenómeno estético. Pero no me refiero a una educación más o menos correcta, sino a un compromiso o, mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida, sabiendo de antemano, además, que va a salir derrotado. Esto último es importante: saber que vas a perder” (Braithwaite, 25)
Espinosa centra su mirada en el recorrido que hace Bolaño por Tres (2000), donde se incluyen el ya mentado “Prosa del otoño en Gerona”, el poema largo “Los Neochilenos” y, por último, “Un paseo por la literatura”. Lo que me interesa recalcar del estudio de Espinosa, con quien sí nos sentimos cercanos en sus conclusiones, es, en primer lugar, que si bien ella también reconoce aquellos mecanismos expresivos de los que diera cuenta Blume, esta ensayista y profesora arriba a una visión muy distinta en torno al valor de la poesía de Bolaño.
Espinosa especifica que en “Prosa del otoño en Gerona”, el “trayecto del personaje surge como un texto cinematográfico plagado de fotogramas que marcan territorio y recorren, al modo de una noveau roman, la mujer, el pijama abandonado, arena, piedras, para luego diluirse, desaparecer” (Espinosa, en Espinosa 167). Si bien esto se acerca a lo anotado por Blume, Espinosa se distancia al subrayar el carácter de puesta en escena, de mise en abisme que cruza todo el texto. Así es capaz de explicar la presencia (pero no la equivalencia) del narrador del texto, asemejable al yo que se expresa a a través de él, para dar cuenta de un sujeto quebrado que al narrar también se narra a sí mismo. La relación autor-personaje, tal como la describe Espinosa, es fundamental entenderla a través de la única posibilidad de acceder a lo real (al Bolaño real), cual es a través de su textualización. Esta mediación es vital tenerla a la vista, con el fin de no cometer los errores que asociamos con Blume, donde los niveles de lectura no son discriminados en absoluto.
Por el contrario, al establecer ese juego de muñecas rusas del que habla Espinosa, en el que el continente es contenido y el ojo ve pero también es visto, la ambigüedad desautoriza la voz del hablante en la medida en que este se reconoce parte de un constructo literario, como un hecho ficcional. “Como si el personaje pudiera ver también al guionista” (170), nos dice Espinosa. El punto de fuga de esa relación de dependencia que establecía Blume entre el texto y la biografía, Espinosa lo encuentra al negar la presencia de una instancia superior que tendría la capacidad de enjuiciar lo “acontecido”, ya que al desautorizar al hablante de este conjunto (a través del juego de espejos ya señalado, en el que el caleidoscopio sirve para observar y ser observado al mismo tiempo), no hay nadie que pueda ocupar esa posición de privilegio que en la versión de Blume lo ocupaba una autoridad paterna, divina y política, enraizada en el ojo y la mirada que éste establece con el objeto.
Pero Espinosa, además, estudia los otros dos componentes de Tres, “Los neochilenos” y “Un paseo por la literatura”. Si en el texto dedicado al fracaso amoroso en Gerona hay una especie de nomadía subyacente a los fragmentos del conjunto, una travesía que exuda ese hablante permanentemente desterrado, en los dos siguientes capítulos esta idea continúa. En “Los neochilenos” se relata un viaje por el norte de Chile, una viaje alucinado y alucinógeno que no llega a ser nunca una fuente de arraigo, pese a que se sitúa, al menos en parte, en el país de origen del autor. No obstante ello, “Los neochilenos” es un permanente estado de fuga. El cruce de la frontera con Perú no es el único límite que se traspasa. También pareciera que los personajes que deambulan por este poema narrativo, están, al igual que muchos otros personajes de este autor, a la caza de algo, en busca de un objetivo dado que se transforma siempre en una mirada finalista, i.e., cuyo logro deviene en la posibilidad única de redención, sin que existan segundas opciones ni tampoco se pueda pactar en torno al fin último. En este caso, el viaje hacia el Norte implica un viaje hacia el Mal y la pérdida de la razón. El Mal lo registran (para seguir la pista geográfica que traza el mismo poema) en Chile, cuando en uno de esos pueblos más o menos abandonados donde tocan se percatan de que
(...) los clientes/
Estaban encaprichados con
El fist-fucking y el
Feet-fucking,
Y los gritos que salían
De las ventanas y
Recorrían el patio encementado
Y las letrinas al aire libre,
Entre almacenes llenos
De herramientas oxidadas
Y galpones que parecían
Recoger toda la luz lunar,
Nos ponían los pelos
De punta.
¿Cómo puede existir
Tanta maldad
En un país tan nuevo,
Tan poquita cosa?
¿Acaso es éste
El Infierno de las Putas?
(La Universidad Desconocida 413)
Es difícil no evocar aquí el norte de México de 2666 (2006) y los crímenes contra las mujeres de la zona en la tristemente célebre Ciudad Juárez. El mal como el resultado de una época, casi como un destino, se deja ver en esa pérdida de la razón que ocurre inmediatamente se cruza la frontera con Perú. El poema llega a su fin con la muerte de Pancho Misterio -el líder de la banda que ha hecho casi todo el viaje delirando de fiebre-, el necesario desbande y el cruce de una última frontera, rumbo al Ecuador. El desplazamiento ha pasado desde la despedida en Santiago ante la estatua del modernismo, esto es, la estatua de Rubén Darío en el Parque Forestal, hasta llegar a zonas donde sólo pueden habitar los sobrevivientes de un apocalipsis. Un apocalipsis latinoamericano del que los sobrevivientes sólo pueden ser “Latinoamericanos con suerte” (La Universidad Desconocida 422).
Me parece éste un punto medular en torno a lo que queremos señalar aquí como una de las claves de lectura de la obra de Bolaño a partir de su poesía. La continua travesía hacia un apocalipsis del que parece imposible escapar, se resume en muchos de sus textos poéticos, los que en ocasiones encarnan ese romanticismo al cual se ceñía el autor como figura emblemática de la escritura. Un romanticismo que se hermanaba sin problemas con una lucidez ante la catástrofe, resultando un engendro en el que el rostro del continente -una preocupación a todo lo largo de su escritura- no deja mucho espacio a la esperanza, lo cual no significa que el autor pretenda bajar los brazos. Bolaño se limita a la constatación del horror, tarea que acompaña con la permanente elegía de aquellos que se inmolaron intentando ciegamente contener tal horror. El abandono de la República que equivale al abandono de la razón, “Y cruzamos la frontera/De la República./Por nuestros semblantes/Hubiérase dicho que cruzábamos/La frontera de la Razón” (La Universidad Desconocida 416), conduce ineluctablemente a esa locura que ha formado parte del imaginario de la generación del 80, a la cual partíamos caracterizando en las primeras páginas y que aquí, someramente, quisiéramos retomar. Algunos de los autores más importantes de este grupo, como Raúl Zurita, Alexis Figueroa, Tomás Harris y, con una aparición pública más tardía, Bruno Vidal, han dado cuenta de la utopía subsecuente al abandono del proyecto de modernidad, siendo reemplazado este último por una modernización de corte neoliberal (1).
Si bien Zurita había comenzado a escribir parte de su obra en los años previos al golpe de Estado de 1973, lo que aúna a estos (y otros) autores son las marcas ineludibles de la dictadura militar en la impronta misma de sus obras. Pero la homogeneidad no va mucho más allá. La respuesta utópica ensayada por Zurita en su Anteparaíso (1982) y Purgatorio (1979), encuentra una contra-utopía negativa en Harris, en todo el ciclo dedicado a la ciudad imaginaria de Orompello y la re-escritura de las crónicas de la Conquista, el neón neoliberal y marginalizante es el escenario del Cabaret perfecto para el Alexis Figueroa de Vírgenes del Sol Inn Cabaret (1986); sin embargo, son las dos figuras de Rodrigo Lira y Bruno Vidal las que más cercanías guardan, desde mi punto de vista, con el proyecto de Bolaño. Sobre el primero de ellos Bolaño escribió y habló frecuentemente y su admiración por la obra y la vida de Lira es bien sabida. Sobre el segundo, hasta donde yo sé, jamás escribió una palabra.
De Rodrigo Lira, Bolaño supo comprender que se trataba de un provocador fuera de época, un adelantado si se quiere así llamarlo. La ironía y la crítica corrosiva al establishment literario de la época parecían estar en abierta contradicción con lo que la mayor parte del mundo de la cultura consideraba, probablemente no sin razón, la tarea prioritaria en aquel momento, como era la derrota del régimen militar. No obstante, visto el panorama desde hoy (con las ventajas de la perspectiva que ello permite), pareciera que el más lúcido, o uno de los más lúcidos, era efectivamente Lira, capaz ya en ese entonces de poner puntos suspensivos a cualquier declaración solemne y redundante.
Cuando la mayor parte del ambiente clamaba por una fuerte ortodoxia, Lira representaba esa heterodoxia escandalosa que el mismo Enrique Lihn se encarga de evocar en el prólogo que escribiera para Proyecto de obras completas (1984, 2003). Allí reconoce el autor de La pieza oscura que Lira fue capaz no sólo de sacarlo de sus casillas, sino que él mismo no fue completamente capaz de aquilatar el proyecto de Lira en su momento. Sin sobredimensionar los sentimientos de culpa que provoca a posteriori la relación con los suicidas, “los que se bajan del escenario” (Proyecto de obras completas 16) los llama Lihn, el prologuista engarza la poesía de Lira con la de sus pares al señalar que
La poesía de Lira deriva de la censura y es el argot de una promoción o de un grupo generacional, que en no poca medida prolonga el trabajo antipoético y otros, pero en un contexto sociohistórico y político, que convalida la poesía del absurdo y ennegrece aun más el humor negro. ( Proyecto de obras completas 18)
Por la misma fecha Lihn había escrito, en una ponencia para ser leída en el Encuentro de poesía chilena en Rotterdam, sobre los efectos de la vida literaria bajo la dictadura, efectos entre los cuales no notaba un quiebre en la continuidad de la poesía chilena. Lo que sí se había producido, en cambio, era una nueva relación de los textos con otros textos y de éstos con la realidad, ganando, en cambio, en literaturidad que era, para Lihn, la marca de fábrica de la literatura, aquello que la hacía inconfundible en tanto garantizara la autonomía del lenguaje literario. Lihn reconocía, sin embargo, que entre los efectos de la represión militar también podían encontrarse la censura incorporada al texto o autocensura, pero asimismo era dable encontrar, y aquí enumeramos con Lihn, la paranoia en el lenguaje, los desdoblamientos de la personalidad o, en el caso contrario, un vaciamiento del yo en su propia impersonalidad (2).
Por su parte, Bolaño entendía la figura de Lira como una especie de último poeta chileno (Entre paréntesis, 94). Hiperbólico, como de costumbre, Bolaño subsanaba su desconocimiento del medio local vía declaraciones de grueso calibre, las que, aun así, no eran del todo desacertadas. Un lector no informado (no del todo informado), pero a fin de cuentas un buen lector, el autor de Los detectives salvajes (1998) consideraba a Lira como el perfecto testigo de lo que aconteciera en la década del setenta en Chile, aun cuando también fuera capaz de prever o de barruntar lo que sobrevendría después de ese período de oscuridad como fue el gobierno de Pinochet. Las veces que escribió sobre él, da la impresión que para Bolaño, Lira encarna el ideal del poeta. “No pretende ser Dante sino Condorito” (Entre paréntesis, 89) no es una frase lapidaria, sino lúcida. La figura cómica del hablante en permanente uso de la palabra, dispuesto a llenar el vacío del mundo sino irrisoria, grotescamente, lleno de exasperación, como demandaban los tiempos de crisis que le tocaron en suerte, estuvo siempre dispuesta a llevar un paso más allá al personaje del antipoeta. Lira, en el retrato que de él hace Bolaño, “a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, no es un habitante involuntario de un sueño incomprensible, sino un habitante voluntario, alguien que tiene los ojos abiertos en medio de la pesadilla” (96). Lira se compadece con la visión del poeta que recorre de punta a cabo la obra de Bolaño, aquella que queda retratada en poemas como “Resurrección”, “Los detectives”, “Los detectives helados”, “Los detectives perdidos”, “Autorretrato a los veinte años”. Al igual que Lira, muchos de los personajes retratados son testigos voluntarios de un universo pesadillesco, lindante con la locura:
Soñé con detectives helados, detectives latinoamericanos
que intentaban mantener los ojos abiertos
en medio del sueño.
Soñé con crímenes horribles
y con tipos cuidadosos
que procuraban no pisar los charcos de sangre
y al mismo tiempo abarcar con una sola mirada
el escenario del crimen.
(La Universidad Desconocida 340)
O en “Resurrección”:
O en “Resurrección”:
Contempladla desde el fondo:
un buzo
inocente
envuelto en las plumas
de la voluntad.
La poesía entra en el sueño
como un buzo muerto
en el ojo de Dios.
(La Universidad Desconocida 425)
Ese extremo voluntarismo se subraya en la inmolación de toda una generación:
Ese extremo voluntarismo se subraya en la inmolación de toda una generación:
Y me fue imposible cerrar los ojos y no ver
aquel espectáculo extraño, lento y extraño,
aunque empotrado en una realidad velocísima:
miles de muchachos como yo, lampiños
o barbudos, pero latinoamericanos todos,
juntando sus mejillas con la muerte.
(La Universidad Desconocida 346)
Sin embargo, esta especie de avanzar sin transar debe ser puesto entre comillas. Volvemos a valernos de las palabras de Enrique Lihn, quien en un texto incluido en la solapa de Fragmentos de Universidad Desconocida (1993), pone entre paréntesis esta opción indiscriminadamente vitalista, en tanto detrás de ella se esconde toda la técnica verbal que posibilita dar a conocer literariamente tamaño vitalismo. “Una especie de Alice Cooper que va a proyectar la imagen del poseído en el escenario”, es la imagen que Lihn emplea para referirse al sujeto del habla en el libro recién citado, pero que pensamos es posible extender al conjunto de la poesía de Bolaño.
Más allá de estos matices, la imagen de estos poetas avanzando hacia el suplicio (real en el caso de Lira, evocado en el discurso de la memoria en Bolaño), configuran un espacio donde la presencia del Mal como un hecho se torna central. En este sentido, la visión teleológica (y el fracaso rotundo de ésta) que abrigan los poetas retratados por Bolaño, alimenta la creación de un producto indeseado de tales aventuras, un desvío en la Historia que ha desembocado irreversiblemente en un apocalipsis. Según Edmundo Paz Soldán, haciendo una comparación con el cuento “Apocalipsis en Solentiname”, de Julio Cortázar:
Vale la pena detenerse en el cuento de Cortázar para entender lo que ocurre en la obra de Roberto Bolaño. En el escritor chileno, ferviente admirador de Cortázar, no hay otra opción que dar cuenta del horror y del mal, y hacerlo de la manera excesiva que se merece: el imaginario apocalíptico es el único que le hace justicia a la América Latina de los años setenta. (Paz Soldán y Faverón [editores]), Bolaño salvaje, 13)
Más adelante, refiriéndose a la última novela de Bolaño, el escritor boliviano agrega:
Tanto la segunda guerra mundial como las muertas de Ciudad Juárez/Santa Teresa están vinculadas en 2666 por el destino de un hombre que primero, en la guerra, se encuentra como escritor, y luego, en Santa Teresa, se convierte en un escritor extraviado al que los críticos buscan. En el camino que va de la oscilación entre el encontrarse y el perderse de la escritura, se cifra el destino del siglo XX en la versión de Bolaño. (Bolaño salvaje, 19)
Esa escritura que se pierde no es otra que la que desemboca en el Apocalipsis. Para Bolaño, que de alguna manera siempre siguió manteniendo alguna relación, por conflictiva que fuera, con su país natal, ese Apocalipsis se concretó en el Golpe de Estado del 11 de Septiembre de 1973, encabezado por las tres ramas de las Fuerzas Armadas y el Cuerpo de Carabineros, la policía chilena uniformada. La representación de un suceso como éste ha sido un tema de discusión por largos años en Chile. Las salidas estéticas que se han intentado desde la lírica han sido variadas y, parte de ellas, exitosas. Resumo al pasar: los ya citados Anteparaíso y Purgatorio, de Zurita, La ciudad (1979), de Gonzalo Millán, Perro de circo (1979), de Juan Cameron, Aguas servidas (1981), de Carlos Cociña, Contradiccionario (1983), de Eduardo Llanos, Vía pública (1984), Filiaciones (1986) y Extraña permanencia (2004), firmados por Eugenia Brito y, last but not least, La bandera de Chile (1991), de Elvira Hernández, texto emblemático como pocos. Un listado acucioso sería motivo para un artículo separado que se dedicara en exclusiva a hacer el catastro de estos autores. Para efectos de este estudio, lo que buscamos establecer es la relevancia y la diversidad de estas propuestas escriturales. En ese sentido, creemos que quien más se acerca, continua y agudiza de un modo delirante y particular las propuestas de Bolaño, es Bruno Vidal, autor de Arte Marcial (1991) y Libro de guardia (2004), libro del que nos ocuparemos ahora. Pero nos ocuparemos de él desde la perspectiva de Los detectives salvajes, lo leeremos desde los propios poemas de Bolaño.
Volumen performativo, en el que una voz se sube al escenario para declamar la sensibilidad de los torturadores y los esbirros pinochetistas, Libro de guardia es por sobre todo una experiencia de lenguaje. Si nos choca la sanguinaria descripción de una sesión de tortura, también se nos familiariza con ella al estar aquella vertida con los pliegues de una oralidad extremadamente chilensis, callejera, cotidiana. La intimidad de la soldadesca y la exposición que estos sufren a los slogans militaristas, le llega al lector vía un uso desenfadado que da al traste con la experiencia antipoética. O, más bien, vía un estiramiento hasta las últimas consecuencias de la palabra antipoética. Dice Bruno Vidal, entrevistado en La Calabaza del Diablo:
La antipoesía chilena, que tuvo un momento y un espíritu de nobleza, llega a una situación de degradación. Lo digo desde adentro del movimiento antipoético. Hay una impostura del hablante lírico que llega al grado de hacerse fiambre, de vender la pomada. Ya no es un gesto noble sino retórico y carente de toda posibilidad poética. En este sentido digo que la antipoesía chilena, a estas alturas del partido, no tiene nada que hacer. (Montecinos y Pinos, 24)
Si aquellos detectives de los que hablaba Bolaño habían asistido al horror con los ojos abiertos, lo que representa Vidal es precisamente aquello que vieron. Se trata como si tuviéramos en frente el negativo de la fotografía que tomaran los decididos y entusiastas protagonistas juveniles de la poesía de Bolaño. El Libro de guardia de Vidal representa, si se puede extremar un poco la metáfora, la poesía que hubiera escrito ese personaje siniestro de Bolaño, el protagonista de Estrella distante (1996), Carlos Wieder, poeta, oficial de la Fuerza Aérea y asesino (aunque no necesariamente en ese orden). Al ofrecer una fiesta en su casa, Wieder les hará cierto tipo de revelaciones a sus invitados, revelaciones que mantiene guardadas en una de las habitaciones de su casa. Se trata de un conjunto de fotografías pegadas en las paredes de la mentada habitación, las cuales provocan el vómito y la estupefacción entre algunos de los asistentes, fotografías que serían el equivalente simbólico de los poemas de Vidal. Dicho sea de paso: las fotos muestran los cuerpos mutilados y torturados de distintas mujeres a manos de Wieder.
El texto de Vidal se abre con la siguiente dedicatoria: “A los conscriptos del '73” (texto de la solapilla). Se cierra con el siguiente: “Un poeta maldito/no se corta las venas/se baña con la sangre de los caídos” (texto de la contrasolapa). Si hay o no aquí una velada referencia a Rodrigo Lira (quien se suicidó cortándose las venas en el baño de su casa), es difícil afirmarlo. De cualquier manera resulta llamativo el contraste, el enfrentamiento entre el ideal bolañiano de testimoniar el horror, por una parte, con la representación del horror a través de una mímica que pretende mostrarlo de primera mano. Subyace a este debate la pregunta que ya en 1949 se hiciera Adorno y que bien vale la pena citarla en toda su extensión:
Cuanto más total es la sociedad, tanto más cosificado está el espíritu, y tanto más paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más afilada consciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se queda en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta cosificación que tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy se dispone a desangrarlo totalmente. (Crítica cultural y sociedad, 230)
Es necesario no olvidar que el conflicto de cualquier literatura que pretenda dar cuenta del horror, en el caso de Adorno refiriéndose obviamente a los campos de exterminio implantados por el nazismo en Europa, en el caso de Bolaño y otros autores cercanos a él a las dictaduras latinoamericanas de los setentas, pero también a las consecuencias derivadas de ellas, el conflicto que enfrentan estos textos tiene que ver con la contradicción que se plantea entre el mantener viva la memoria de la experiencia traumática (a fin de cuentas, sin relato no hay memoria) y la inevitable estilización que conlleva cualquier forma de arte. La fuente de placer que involucra la contemplación artística se enfrenta en una pugna con la tragedia a representar y al dilema de no traicionar la memoria de los muertos ni de los sobrevivientes. Decir lo indecible, hablar de lo que está más allá de la comprensibilidad, implica también que no hay arte que pueda seguir esta ruta dando por hecho las bases de su propia sustentabilidad. La paradoja de un arte imposible en el límite del mismo arte (Zamora, 185). La fuga y la nomadía en la obra de Bolaño, la mueca grotesca y provocadoramente paródica en Vidal son intentos, por lo pronto logrados, de superar tales disyuntivas.
Susan Sontag introduce un matiz en esta disyuntiva. Hablando a propósito de las fotografías tomadas en los campos de concentración nazis, una vez descubiertos, plantea que, visto el archivo de denuncia que cargan esas imágenes, se hace moralmente imposible ignorarlas. Recordemos que, como dice Beatriz Sarlo refiriéndose a Sontag:
Su generación, la de gente nacida alrededor de 1930, fue la primera para la que la fotografía fue el primer modo de conocimiento de un hecho público, universal y atroz. Fotografías de violencia demoníaca y de guerra, naturalmente, hubo cincuenta años antes, pero las de los campos de concentración fueron las primeras que recorrieron el mundo como testimonio acusador y, poco después, se convirtieron en íconos de la violencia estableciendo el marco respecto del cual se ubican las fotografías de masacre hasta hoy. (Sarlo, 7)
Sin embargo, tales imágenes no nos llegan hoy aisladas. Vienen, al contrario, acompañadas de cientos de miles de otras sobre otras tantas tragedias. La repetición de tales imágenes amenaza con su temprano agotamiento, de acuerdo a la teoría del simulacro, según la cual el shock inicial se perdería en tanto el lector-espectador es saturado con la reiteración y el subsecuente acostumbramiento a lo que se ve en ellas (Sarlo 7). Desde el punto de vista de Sontag, tal crítica resulta altamente inconducente e incluso puede ser tildada de conservadora, en la medida en que es posible esgrimirla en un contexto metropolitano, lejano al lugar de los hechos, donde tal tipo de diálogo es innocuo. No obstante, argumenta Sontag, lo que en última instancia logra este tipo de crítica conservadora no es otra cosa que suspender el juicio moral. Las víctimas, nos dice la novelista y ensayista norteamericana, “expresan su necesidad de que lo que les sucede pase a la imagen” (Sontag, en Sarlo, 7).
El problema, insiste la autora de On photography (1977), no recae sobre las fotografías mismas, sino sobre nuestra tendencia a entregarle demasiada responsabilidad a la memoria en detrimento del pensamiento, a dejar en manos del arte lo que debiera ser tarea de la moral y la política. Esto nos retrotrae a la discusión en torno al planteamiento de Adorno, visto ahora a la luz de las consideraciones de Sontag. No sería, entonces, el problema (tal vez Adorno mismo nunca lo planteó así, si leemos en detalle su sentencia) de escribir o no poesía después de Auschwitz. Aquella poesía que quiere ser “afilada conciencia del peligro”, como señalara el filósofo alemán, puede en suma convertirse en la primera víctima del diagnóstico establecido por Sontag. El dilema, nuestro dilema, subyace en el tipo de recepción que se haga de tal poesía, suponiendo que exista otra aparte de la que conocemos, afincada hoy en día en el círculo estrecho, además de autorreferente, de la academia. No queremos negar el resto de la febril actividad poética, que se traduce en encuentros, recitales, multitud de revistas en Internet y un creciente afán de extensión en los alcances del mundo literario y en especial el de la lírica; no obstante esto, el circuito de la poesía parece reducido, por la fuerza de los hechos, a los comentarios que puedan venir desde las publicaciones bianuales del mundo universitario y a los congresos y/o conferencias que se realizan en ese mismo ámbito, si estamos hablando de una continuidad en esa recepción.
Pareciera ser que la única salida posible ante tal estado de cosas, del modo como lo pintara Adorno, reside en la posibilidad del arte, y de la poesía para nuestro caso, de reinventarse constantemente y permitirse así que el espíritu crítico no se duerma en los laureles de esa autosatisfecha contemplación de la que hablara el filósofo alemán.
La abundante producción en torno a la dictadura militar, las violaciones a los derechos humanos y las consecuencias de todo lo anterior, consecuencias muchas veces traducidas y/o expresadas en la democracia neoliberal que siguiera Chile a partir del año '90, ha luchado denodadamente con la tentación de la inmediatez, probablemente desde un comienzo. Pero este no es el único problema que la acecha. Tal como lo decíamos al principio de este trabajo, la generación del 80 en Chile supo muy bien cómo procesar las influencias de la tradición y, al mismo tiempo, representar, a través de una diversidad de estrategias de escritura, las distintas frecuencias que la realidad circundante demandaba (4). Una vez resuelto con éxito este dilema, la literatura chilena se ha visto enfrentada, como toda la cultura chilena se ha visto enfrentada, a una continua exposición artística y mediática en torno a las violaciones de los derechos humanos cometidas por distintos entes gubernamentales entre 1973 y 1989. A partir de marzo de 1990, una vez inaugurado el primer gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia, ha habido un esfuerzo concertado -valga la redundancia- por hacer de la política de derechos humanos un tema de interés nacional, ya sea en la dubitativa búsqueda de la justicia en tribunales, ya sea en la decidida aceptación nacional y colectiva de la tragedia vivida. Para esto último, fueron decisivas dos comisiones gubernamentales que acogieron como propios los apellidos de los personeros que respectivamente las encabezaran: la comisión de Verdad y Justicia, o comisión Rettig, dirigida por el jurista Raúl Rettig y encomendada por el gobierno de Patricio Aylwin (1990-1994) y la comisión Valech, o comisión nacional sobre prisión política y tortura y cuya figura más relevante fuera el obispo de la Iglesia Católica Sergio Valech, encomendada esta vez por el presidente Ricardo Lagos (2000-2006). En ese marco, la representación que ciertas zonas de la lírica nacional han hecho de lo acontecido, todo esto dentro de una gama amplísima que estamos condensando de manera muy apretada en un par de líneas, corre el peligro de convertirse en parte de un discurso que pierda su efectividad, no tanto porque se disipe el recuerdo sino por su reconversión:
Pero si Detlev Claussen tiene razón, no es el debilitamiento de la memoria lo que ha desplazado a “Auschwitz” del horizonte de la cultural occidental, sino su transformación en un bien cultural asimilado por la industria cultural bajo lo que él llama «el artefacto ‘Holocausto’». En dicho artefacto las leyes de la comunicabilidad empujan hacia el realismo convencional que conecta con las formas habituales de pensar y ver del gran público. El lugar del silencio, que no era sólo signo del olvido, sino que también podía ser ocupado por el recuerdo, es suplantado por la ilusión de la comunicabilidad universal. Emocionalidad, identificación con los héroes ejemplares, el juego entre aumento de la tensión y descarga aliviadora de la misma, la lógica del happy end, la superación de la impotencia y la desesperación, etc. dominan la escena para hacer conmensurable el horror más extremo. (Zamora, 190-91)
En el caso chileno, el mayor peligro de anestesiamiento creo que no se produce en la narrativa citada en este párrafo sino hasta la llegada del cine masivo tocando estos temas (Machuca, Dawson) y las narrativas sentimentales que producen. Aun más, el intento de dar cuenta del sentido de los años de dictadura choca con la institucionalización de una verdad, con la sanción consensuada de los límites de esa misma verdad que se ha convertido en moneda de cambio para participar en la actual democracia. Esta verdad compartida ha asumido la fuerza de una hegemonía que pareciera indiscutible.
Cuando hablamos de hegemonía, quisiéramos hacernos eco del matiz que introduce Raymond Williams en el concepto gramsciano. Williams hace la diferencia entre dominio, o lo que es lo mismo, la suma de las fuerzas políticas dedicadas al control y, en tiempos de crisis, a la coerción abierta, y la hegemonía como tal, esto es, “las relaciones de dominación y subordinación, según sus configuraciones asumidas como conciencia práctica, como una saturación efectiva del proceso de la vida en su totalidad” (131), que opera con una fuerza tal que aquellas direcciones, límites y presiones provenientes de los acuerdos explícitos e implícitos de un sistema cultural, político y económico que de suyo es contingente, se transforman producto de este proceso en el sentido común que rige tal sistema. Estos lineamientos, una vez internalizados, devienen un sentido de la realidad que transforma -al mismo sistema que los produce- en una condición natural y, consecuencia de este mismo círculo vicioso, hace invisibles aquellas directrices que lo rigen, llegando a asumir éstas también como una necesidad, o un hecho dado.
Y en el Chile de hoy en día se da como una verdad hegemónica, por una parte, la omnipresencia de un sistema de libremercado, no tanto como ideología, como una presencia cultural que “se ha sedimentado en zonas significativas de la imaginación social, cultural y literaria de la sociedad chilena” (Cárcamo, 248). No quiere esto decir que el libre mercado se haya instituido sólo en su fase de dominio, sino que “pasó a informar el horizonte semántico y valórico del sujeto social: la economía de libre mercado como ficción social, como imaginación pública, en suma, como cultura” (Cárcamo, 249). Por otra parte, complementando lo anterior, la consolidación del sistema democrático en Chile ha sentado sus bases simbólicas e institucionales en una operación de reconocimiento y diferenciación del pasado más inmediato. Reconocimiento de la tragedia vivida, de la necesidad de reflexionar sobre ella, lo que se ha traducido en las dos comisiones gubernamentales arriba mencionadas y en una larga serie de libros testimoniales y recuentos de toda índole que pretenden dar cuenta de manera documental de lo vivido como comunidad, aun cuando este último término debe ser puesto bajo todas las sospechas que quepan. Diferenciación respecto de lo operado por la dictadura, pero en especial de lo operado por ésta en el ámbito de los derechos humanos, ya que el sistema económico heredado de ésta, como hemos visto, ha permanecido sin cambios esenciales.
No nos cuestionamos, aunque resulte demás decirlo, el logro de la verdad y la necesaria reparación en torno a las víctimas de la represión política en Chile. Lo que sí queremos preguntarnos es si, en la disyuntiva que se le plantea a todo arte, a cualquier expresión artística ante el horror, id est: la de representar artísticamente y, por consiguiente, invitar a una catarsis y un place estético, a partir del horror de lo irrepresentable y de lo indecible, la poesía chilena ha podido (o no) cumplir con el desafío de presentar una doble resistencia. Permítaseme extenderme sobre esto, para después retomar la segunda parte de este punto. La poesía chilena debiera ser capaz de resistir, por una parte, la tendencia a la representación, la tendencia a buscar una salida.
Se trata de la pugna que atraviesa todo intento de decir lo indecible, de poner en conceptos lo inconcebible, de modo que entre la necesidad de una representación, necesariamente dominadora, y la conciencia de la inaccesibilidad de lo que en su espanto continúa resultando amenazante ha de establecerse una relación de imposible reconciliación, que a pesar de ello no rompa la tensión no resuelta, abandonando cada uno de los extremos de la relación a su suerte. (Zamora, 183-84)
La necesidad, en suma, de no traicionar el horror de lo vivido. Evitar la experiencia vicaria del horror, la lectura cómoda de la tragedia que viene a reemplazar la experiencia misma de ésta. En los distintos poemas que Bolaño habla de la contemplación del horror (dejamos de lado, hasta ahora, sus textos narrativos en los que alude a ello), la mirada del testigo es la que debe entonces acaparar nuestras miradas. Esa que contempla retrospectivamente y analiza desde la mirada del superviviente el voluntarismo que informara a amplias zonas de una juventud dispuesta a inmolarse por una causa (“miles de muchachos como yo, lampiños/o barbudos, pero latinoamericanos todos,/ juntando sus mejillas con la muerte.”, La universidad desconocida, 346), en la primera mitad de la década del setenta. Es imposible poner de lado lo que señalábamos en las primeras líneas de este trabajo: la poesía de Bolaño, dispersa y escasamente conocida, se re-edita producto del éxito comercial de su narrativa, aun cuando la precediera cronológicamente y haya siempre ocupado un lugar de privilegio en el universo del autor. La re-edición, ni más ni menos que en una transnacional del mundo editorial como es Anagrama, pone en un primerísimo plano la figura del autor, la que vuelve a cobrar un impulso post-mortem con esta nueva inyección de romanticismo que significa la publicación de La universidad desconocida. Me explico: en una de las entrevistas reunidas por Andrés Braithwaite (120), Bolaño se ve en la obligación de aclarar que nunca estuvo preso por más de un par de días, y no un año como se ha llegado a decir. Esto lo traemos a colación aquí sólo para subrayar el aura de malditismo y aventurerismo que acompañara al Bolaño poeta, aura que él mismo se encargara de fomentar. Puesto en perspectiva, como estrategia comercial no deja de tener buenos resultados. La creciente influencia de Bolaño se deja sentir mucho más allá de sus lectores fanáticos y de las capillas literarias, sino que ha entrado derechamente en el mainstream, siendo su popularidad en el mundo de habla inglesa prueba de ello (5). Sin embargo, con esta misma popularización se atenúa cualquier posibilidad de que no sólo los pormenores (de los que Bolaño da cuenta en Estrella distante, Nocturno en Chile y el texto final de La literatura nazi en América), sino por sobre todo el sentido (si cabe) de la represión como sistema llegue a ser comunicado a los potenciales lectores.
Uno de los poemas emblemáticos de Bolaño en torno al tema es el titulado “Autorretrato a los veinte años”. Jugando con la simulación de su autobiografía, el hablante expone sobre la aventura colectiva de enfrentarse a instancias decisivas -alude, tal vez, ya que el autorretrato del título nos invita ¿engañosamente? a leer este texto en clave biográfica, al viaje de Bolaño a Chile en agosto de 1973, poco antes del golpe-, a la certeza de una muerte que se sabe temprana pero inevitable y ante la cual “me fue imposible cerrar los ojos y no ver/aquel espectáculo extraño, lento y extraño,/aunque empotrado en una realidad velocísima:/miles de muchachos como yo, lampiños/o barbudos, pero latinoamericanos todos,/juntando sus mejillas con la muerte” (La Universidad desconocida, 346). Este testimoniar, sin embargo, se ubica en abierta contradicción con ese testigo integral del que habla Agamben cuando retoma el concepto del “musulmán” (89), aquel preso de los campos de concentración que había caído al más bajo de los niveles de vida, en un estado de degradación que los convertía en cadáveres ambulantes. A estos musulmanes se les denomina testigos integrales en la medida en que representan mejor que nadie la imposibilidad misma de testimoniar y, de ser capaces de hacerlo, la posibilidad de ser comprendidos. Esto último es una constante en todos los que, habiendo sobrevivido la experiencia de los Lager, se decidieron a dar testimonio de lo vivido. La búsqueda de empatía es de suyo una negación del testimoniar a partir de los Lager. Tal como se pregunta Zamora:
¿De qué manera influye en la percepción del sufrimiento ajeno y en la respuesta moral al mismo la masiva e ininterrumpida presentación del sufrimiento “lejano” servida por los medios de comunicación, a veces live, pero desconectada casi siempre de toda vinculación responsabilizadora? ¿Puede conducir la confrontación con el sufrimiento del pasado y con los sufrimientos de otros hoy a una acción responsable, en vez de acabar en la identificación imposible con las víctimas, la represión, la conmiseración políticamente paralizante, la fijación melancólica o el estupor mudo ante lo extraño de la experiencia traumática? (Zamora, 190)
Tal vez si la única alternativa posible como para escapar de los peligros señalados por Zamora, sea la asumida por Bruno Vidal en Libro de guardia. Alternativa debiera leerse aquí en plural, ya que son al menos dos las formas en que Vidal (seudónimo del abogado y profesor de Derecho José Maximiliano Díaz González) intenta hacerle el quite a la cooptación y a la advertencia de Adorno a propósito de que “Hasta la más afilada consciencia del peligro puede degenerar en cháchara”, citada más arriba. Lo primero en torno a este libro, antes de entrar al texto en sí, es señalar su socialización. Los canales de circulación que asumió este libro fueron desde un principio ajenos a toda distribución azarosa, sino que fue planificada por el autor meticulosamente. El libro, de hecho, nunca estuvo en librerías, sino que fue entregado a lectores escogidos, lo que haciendo pasar el libro de mano en mano, acercándose los interesados al círculo que poco a poco ampliándose.Pero es fundamentalmente el punto de vista el que sobresale de este texto. Centrando la voz del hablante (múltiple, difuso, excéntrico) en la mirada de los torturadores que formaban parte de las filas del Ejército de Chile, Vidal (resaltamos que se trata de Vidal, no de Díaz González, quien sólo figura al final del texto) remece toda conciencia lectora por vía de la simulación de autenticidad. En un ensayo sobre la fotografía de los campos de concentración nazis como íconos seculares, Cornelia Brink señala que los íconos religiosos mantienen un aura de cercanía e inmediatez al objeto representado, debido a una herencia religiosa (Brink, 13) (6). De algún modo, lo que logra Vidal con estos poemas que aparentan ser la trasposición directa de los diálogos entre los torturadores, entre los torturadores y sus cercanos y en ocasiones la corriente de una conciencia introspectiva de los mismos, es ponernos frente a frente con una relación sin mediaciones de los hechos primarios de la tortura, las sesiones en que se intentaba “quebrar” o someter al adversario político hasta su anulación como individuo. Transcribo a continuación dos textos breves que pueden ilustrar lo señalado.
Personalmente le aforré a varios
Quebré costillas
Los culatazos
de mi arma eran fulminantes
Hacerlos arar por el suelo se convirtió en mi deporte
favorito
No era chancaca No se podía salvar el pellejo
a ninguno
Interceder por alguien era mal visto y sospechoso (41)
El segundo texto reza así:
Aquí el hueso nasal hecho trizas
El segundo texto reza así:
Aquí el hueso nasal hecho trizas
Aquí la quemadura en primer grado
Aquí la frente profundamente abierta
Aquí el descuartizamiento del brazo izquierdo
Aquí la amputación de los miembros inferiores
Aquí la calcinación horrenda de la pelvis femenina
Aquí el corte profundo en el bajo vientre
Aquí Toda la Tremenda responsabilidad de mi rigor inmaculado
AQUÍ TODO ES LO CONTRARIO A LA ACCIÓN (10)
AQUÍ TODO ES LO CONTRARIO A LA ACCIÓN (10)
Como se puede apreciar, tanto en la descripción pormenorizada y despersonalizada de los hechos como en la utilización desbordante del idioma chileno hablado, los hablantes de cada uno de estos poemas no se ahorran nada. No hay, sin embargo, ningún intento de conciliación, no hay un afán de empatizar con el lector. El debate en torno a la necesidad de ejercer o no el duelo, de cerrar la herida para no morar obsesivamente en un pasado (que permanece) inconcluso, se manifiesta de nuevo vía la imposibilidad de un cierre que hay en estos textos de Vidal-Díaz González.
La articulación del relato de la memoria es precisamente lo más problemático para la literatura post-dictatorial, en tanto la grieta que media entre la experiencia y su narración suele ser difícil de ser superada. Los testimoniantes del Holocausto judío fueron los primeros que pusieron de manifiesto tal abismo, en el que el deseo de narrar se encuentra a su vez asediado por la angustiante constatación de que cualquier cosa que se diga es incapaz de reproducir cabalmente lo que realmente ocurrió en su experiencia de los Lager:
Ningún ser humano puede imaginarse los acontecimientos exactamente como se produjeron, y de hecho es inimaginable que nuestras experiencias puedan ser restituidas tan exactamente como ocurrieron…nosotros, un pequeño grupo de gente oscura que no dará demasiado que hacer a los historiadores. (Lewenthal, en Agamben, 8)
Tal y como lo plantea Avelar (282), en su libro sobre la ficción postdictatorial, el problema para el sujeto testimoniante se complica en tanto que el sólo hecho de incluir lo vivido en una secuencia temporal y narrarlo, supone de por sí una traición a la experiencia. La inconmensurable distancia que media entre ésta y su relato implica una profunda resistencia a la metáfora: la pérdida no puede traducirse en lenguaje y mucho menos cuenta con un auditorio capaz de traducir estas palabras en algo visible y/o tangible. La elaboración de lo ocurrido se enfrenta así con la función restitutiva del duelo (aunque no restitutiva de lo perdido, que ya permanece del lado de lo imposible) que a través de operaciones de sustitución y metafóricas permite a la líbido enfocarse en nuevos objetos. No es nuestro interés, sin embargo, hacer patentes estas dificultades como para entrar a cuestionar las posibilidades de un amplio espectro de relaciones entre literatura e historia, sino que, como ya lo señalara Avelar, es esta renuencia a “cualquier transacción metafórica” (283) la que nos mueve a entender la política del duelo no sólo como una etapa para superar eventualmente en el proceso de dejar atrás el trauma, sino que también funciona como productor sentido y afirmación desde el cual la negación (en esta caso, a la metáfora) es una afirmación política. ¿Pero qué pasa cuando el relato proviene no de la víctima sino del victimario?, ¿cuál es la distancia que media entre experiencia y narración? Creo que en este caso la declaración es aún más fuerte, mucho más objetiva y contundente, en la medida en que la sublimación, por la vía de la representación que sea, está totalmente ausente del texto de Vidal. Y no es que haya aquí un privilegio del referente, un encuentro final con “los hechos” (lo cual implicaría negar con toda ingenuidad la construcción verbal de Libro de guardia), sino que el posicionamiento del hablante nos ha permitido superar, en cierta medida, el escollo hasta ahora insalvable de la transferencia metafórica.
¿Se ha anulado el abismo entre el el relato y lo relatado, entre la experiencia traumática y su narración? No lo creo. Y, no obstante esta persistencia, pareciera que un texto como el de Vidal evita con mayores argumentos la necesidad del duelo, la estetización de la tragedia.
Hablábamos algunos párrafos más atrás de la doble resistencia a la que debía abocarse la poesía chilena. La primera de ellas es la que hemos referido en los últimos párrafos. Pero en segundo lugar, y directamente relacionado con lo anterior, obras como las de Bolaño y Vidal no pueden permitirse, si quieren seguir significativamente testimoniando lo que significara la represión ejercida por los servicios de seguridad de Chile y del resto de las dictaduras latinoamericanas, no pueden permitirse engrosar las filas de una industria cultural (incluimos en ella las políticas públicas de la memoria) en la que la demanda del duelo y una verdad consensualmente compartida pareciera sentar las bases para la superación, muchas veces espuria, de un trauma que se niega a desaparecer.
Notas
(1) Para una distinción acabada entre modernidad y modernización, el lector puede dirigirse al libro Los patios interiores de la democracia (1988), de Norbert Lechner, en especial al capítulo “Ese desencanto llamado posmoderno”. Básicamente, lo que allí señala Lechner es que la modernidad, como proceso de puesta en crisis del pensamiento mágico-religioso en Occidente a partir del Renacimiento. La feliz definición de modernidad que nos da el cientista político bien vale la pena citarla aquí: “La modernidad es ante todo un proceso de secularización: el lento paso de un orden recibido a un orden producido” (168).
(2) Este último, un rasgo que, sin duda, ya ha sido destacado como parte de la poética de Bolaño.
(3) Condorito es un personaje de tiras cómicas creado por Themo Lobos y publicado durante décadas en los kioscos de Chile. Representa a un cóndor (símbolo nacional de Chile, junto al huemul) con cuerpo de hombre que vive en la ficticia ciudad de Pelotillehue, un suburbio más de Chile, donde le ocurren una serie de pequeñas aventuras, generalmente cómicas, que de alguna manera han logrado convertirse en una suerte de espejo de la idiosincrasia chilena, con todos los matices que sea necesario tener en consideración al hacer este tipo de afirmaciones.
(4) Resulta de interés leer las consideraciones de Carlos Cociña (1983), al hacer un examen de la relación entre literatura y realidad durante la primera década de la dictadura pinochetista. Si bien las nociones de ideología manejadas en el ensayo de Cociña son bastante rudimentarias, en lo que sí acierta Cociña es en lo referente a la circulación de ciertos bienes culturales, en tanto es capaz de hacer ver que para la época resultaba perfectamente permisible escuchar canciones de alguien como Silvio Rodríguez, ligado a la Revolución Cubana, sin cometer por ello delito de ninguna especie. Esto se explica en parte por la relativa indiferencia del régimen hacia aquellas actividades que no fueran abiertamente subversivas, entendiendo por esto las actividades de grupos como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez o la militancia partidaria, en especial entre las colectividades de izquierda y sus renovados intentos de reorganización. Las actividades culturales, sin embargo, aun cuando sufrieron acciones directas como la intervención universitaria y la censura, no eran el primer objetivo de la represión militar. La revolución conservadora que llevara a cabo la dictadura, incluía entre sus principales transformaciones la remodelación total del sistema económico y sus ramificaciones sociales y culturales, para lo cual, al menos en una primera etapa, el régimen pinochetista se dedicó a un control sistemático sobre los cuerpos, con el fin de borrar de raíz cualquier intento de oposición y, también, para que se dimensionara la magnitud del cambio que se venía encima. Sólo en ese sentido, como una lección emblemática, puede entenderse el ensañamiento de los torturadores, sobre todo con figuras cargadas de simbolismo para el mundo de la izquierda, como fue el calvario al que se sometió al cantante y actor Víctor Jara (1932-1973), quien fue salvajemente torturado por su condición de reconocida figura del gobierno popular, antes que por su trayectoria artística. Se podrá contraargumentar que si Víctor Jara logró tal connotación fue precisamente por su trayectoria artística. No obstante ello, otros artistas vinculados con el gobierno de Salvador Allende no sufrieron la represión con la misma crudeza que la tuvo que sufrir Jara. Para mayores consideraciones en torno a la naturaleza de la actividad represora y su “lógica” en el seno de la revolución conservadora, véase Moulian, Tomás. Chile actual: Anatomía de un mito (1997).
(5) Cfr. “Bolaño y la heroína”, en http://puenteareo1.blogspot.com/2008/11/bolao-y-la-herona.html
(6) “La relación entre la imagen original y la copia sería, entonces, causal, como en los íconos de la iglesia ortodoxa y de la griega. Su aura de autenticidad proviene de la leyenda de que la copia contiene huellas de la imagen original, que el artista ha preservado y transmitido a través de muchos medios, que no incluyen la reproducción idéntica; en el caso de la fotografía, el proceso de producción mecánica proporciona la razón de la creencia”, en Brink, 13.
Obras citadas
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Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia: Editorial Pre-textos, 2000.
Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo: Santiago de Chile. Cuarto Propio, 2000.
Barthes, Roland. El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 1994.
Bianchi, Soledad. Poesía chilena. Enfoques, miradas, apuntes. Santiago: Documentas/Cesoc, 1990.
Bolaño, Roberto. Estrella distante. Barcelona: Anagrama, 1996.
– – Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2004.
– – Fragmentos de la Universidad Desconocida. Talavera de la Reina: Colección Melibea, 1993.
– – Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 1998.
– – 2666. Barcelona: Anagrama, 2007.
– – Tres. Barcelona: El Acantilado, 2000.
Braithwaite, Andrés (ed). Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2006.
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– – Filiaciones. Santiago: sin pie editorial, 1986.
– – Vía pública. Santiago: Editorial Universitaria, 1984.
Cameron, Juan. Perro de circo. Santiago: edición del autor, 1979.
Cociña, Carlos. Aguas servidas. Santiago: Editorial Granizo, 1981.
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Figueroa, Alexis. Vírgenes del sol Inn cabaret. Segunda elaboración. La Habana: Casa de Las Américas, 1986.
Hernández, Elvira. La bandera de Chile. Quilpué: Ediciones El Retiro, 2003.
Lihn, Enrique. La pieza oscura. Santiago: Editorial Universitaria, 1963.
Llanos Melusa, Eduardo. Contradiccionario. Santiago: Ediciones Tragaluz, 1983.
Littín, Miguel. Dawson. Santiago, 2009. Feature film.
Millán, Gonzalo. La ciudad. Montreal: Les Éditions Maison Culturelle Quebec-Amérique Latine, 1979.
Montecinos, Marcelo y Pinos, Jaime. “La poesía es una cuerda floja” (entrevista), en La Calabaza del Diablo n° 28 (2003): 24-28.
Moulián, Tomás. Chile actual: anatomía de un mito. Santiago: Lom ediciones, 1997.
Neruda, Pablo. Canto general. Barcelona: Debolsillo, 2004.
Paz Soldán, Edmundo y Faverón, Gustavo (eds). Bolaño salvaje. Barcelona: Editorial Candaya, 2008.
Vidal, Bruno. Arte marcial. Santiago: Ediciones Carlos Porter, 1991.
– – Libro de guardia. Santiago: Ediciones Alone, 2004.
Sontag, Susan. On photography. New York: Farrar, Strauss and Giroux, 1977.
Williams, Raymond. Marxismo y literatura. Barcelona: ediciones península, 1980.
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Zamora, José A. “Estética del horror. Negatividad y representación después de Auschwitz”, en Isegoría n° 23 (2000): 183-196.
Notas
(1) Para una distinción acabada entre modernidad y modernización, el lector puede dirigirse al libro Los patios interiores de la democracia (1988), de Norbert Lechner, en especial al capítulo “Ese desencanto llamado posmoderno”. Básicamente, lo que allí señala Lechner es que la modernidad, como proceso de puesta en crisis del pensamiento mágico-religioso en Occidente a partir del Renacimiento. La feliz definición de modernidad que nos da el cientista político bien vale la pena citarla aquí: “La modernidad es ante todo un proceso de secularización: el lento paso de un orden recibido a un orden producido” (168).
(2) Este último, un rasgo que, sin duda, ya ha sido destacado como parte de la poética de Bolaño.
(3) Condorito es un personaje de tiras cómicas creado por Themo Lobos y publicado durante décadas en los kioscos de Chile. Representa a un cóndor (símbolo nacional de Chile, junto al huemul) con cuerpo de hombre que vive en la ficticia ciudad de Pelotillehue, un suburbio más de Chile, donde le ocurren una serie de pequeñas aventuras, generalmente cómicas, que de alguna manera han logrado convertirse en una suerte de espejo de la idiosincrasia chilena, con todos los matices que sea necesario tener en consideración al hacer este tipo de afirmaciones.
(4) Resulta de interés leer las consideraciones de Carlos Cociña (1983), al hacer un examen de la relación entre literatura y realidad durante la primera década de la dictadura pinochetista. Si bien las nociones de ideología manejadas en el ensayo de Cociña son bastante rudimentarias, en lo que sí acierta Cociña es en lo referente a la circulación de ciertos bienes culturales, en tanto es capaz de hacer ver que para la época resultaba perfectamente permisible escuchar canciones de alguien como Silvio Rodríguez, ligado a la Revolución Cubana, sin cometer por ello delito de ninguna especie. Esto se explica en parte por la relativa indiferencia del régimen hacia aquellas actividades que no fueran abiertamente subversivas, entendiendo por esto las actividades de grupos como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez o la militancia partidaria, en especial entre las colectividades de izquierda y sus renovados intentos de reorganización. Las actividades culturales, sin embargo, aun cuando sufrieron acciones directas como la intervención universitaria y la censura, no eran el primer objetivo de la represión militar. La revolución conservadora que llevara a cabo la dictadura, incluía entre sus principales transformaciones la remodelación total del sistema económico y sus ramificaciones sociales y culturales, para lo cual, al menos en una primera etapa, el régimen pinochetista se dedicó a un control sistemático sobre los cuerpos, con el fin de borrar de raíz cualquier intento de oposición y, también, para que se dimensionara la magnitud del cambio que se venía encima. Sólo en ese sentido, como una lección emblemática, puede entenderse el ensañamiento de los torturadores, sobre todo con figuras cargadas de simbolismo para el mundo de la izquierda, como fue el calvario al que se sometió al cantante y actor Víctor Jara (1932-1973), quien fue salvajemente torturado por su condición de reconocida figura del gobierno popular, antes que por su trayectoria artística. Se podrá contraargumentar que si Víctor Jara logró tal connotación fue precisamente por su trayectoria artística. No obstante ello, otros artistas vinculados con el gobierno de Salvador Allende no sufrieron la represión con la misma crudeza que la tuvo que sufrir Jara. Para mayores consideraciones en torno a la naturaleza de la actividad represora y su “lógica” en el seno de la revolución conservadora, véase Moulian, Tomás. Chile actual: Anatomía de un mito (1997).
(5) Cfr. “Bolaño y la heroína”, en http://puenteareo1.blogspot.com/2008/11/bolao-y-la-herona.html
(6) “La relación entre la imagen original y la copia sería, entonces, causal, como en los íconos de la iglesia ortodoxa y de la griega. Su aura de autenticidad proviene de la leyenda de que la copia contiene huellas de la imagen original, que el artista ha preservado y transmitido a través de muchos medios, que no incluyen la reproducción idéntica; en el caso de la fotografía, el proceso de producción mecánica proporciona la razón de la creencia”, en Brink, 13.
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