Cambio de Michoacán. 14.07.2008
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En una de las enramadas de Caleta de Campos, frente al Pacífico michoacano, el hombre no dejaba de leer 2666, la novela del chileno-mexicano-barcelonés Roberto Bolaño. Nada lo distraía; ni los vendedores de artesanías, que cada tanto cumplían el ritual de ofrecer sus baratijas, ni el ruido del mar; ni siquiera el trote fugaz de alguna belleza morena, que pasaba como una exhalación por la playa. Leía el libro con una atención obstinada. Rompiendo mi costumbre de no hablar con los extraños, me acerqué y le pregunté qué le parecía aquel libro. Algo enfadado me dijo que llevaba apenas unas cuantas páginas, pero que, sin duda, era inferior a Los detectives salvajes. Asentí. Hablamos de otros libros. De Nocturno de Chile, de Estrella distante. Él, como yo, había leído todo lo que se había publicado del chileno, incluso su poesía y, cómo no, sus ensayos, que acababan de salir publicados en Anagrama. Los dos desconfiábamos de cada uno, reticentes a nuestra manera, pero creo que nos unía la pasión por Bolaño. Si a mi me había molestado importunarlo y a él le había molestado que lo importunara, Bolaño fue el deux ex machina que permitió el acercamiento y el diálogo. Varias cervezas después nos despedimos sin decirnos nuestros nombres. No intentamos ser amigos ni intercambiar números telefónicos; no quisimos saber nada el uno del otro. Supongo que él debió pensar de mí que era algún escritor en vías de publicar algo, fan del eje Bolaño-Vila-Matas-Villoro, que quería pasar desapercibido en ese tramo de playa michoacano. Por mi parte, yo pensé que el escritor con obra en cierne era él. Otros libros más adelante nos volveremos a encontrar, pensé. Aunque no serán de Bolaño. A menos que, como Fernando Pessoa, sus familiares tengan un cajón lleno de manuscritos que esperan su momento para salir a la luz.
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Aquel desconocido y yo hablamos de los libros de Bolaño y después pensé que si alguien me pedía que le describiera físicamente a ese lector playero no podría hacerlo. Éramos puro verbo, él y yo, un torrente de palabras, y supongo que si a él le pidieran describirme a mí tampoco podría, no haría ni siquiera el esfuerzo, para qué quebrarse la cabeza con esas chingaderas. Pensaría, más bien, como pienso yo, que fuimos una lluvia de letras orbitando alrededor de la hoguera del escritor mexicano nacido en Santiago de Chile y muerto en Barcelona hace ya unos cuantos ayeres. Nos preguntamos a qué Bolaño preferíamos, el de largo aliento, el Bolaño de Los detectives salvajes y el de 2666 o el de las novelas cortas y los cuentos y llegamos a la conclusión de que, en definitiva, la obra de Bolaño es una suerte de estadio Azteca (la imagen es de Juan Villoro) donde personajes disímbolos hacen su aparición y cuentan sus pequeñas tragedias históricas, el dolor del ser latinoamericano, y que lo mismo da si esas historias son largas o cortas, inventadas o reales, crueles o convencionales. Son historias, sin más y nosotros entramos en ellas como el fanático entra en el aposento de su ídolo. Bolaño como el mago que inventa al personaje y al lector; Bolaño como creador del mito del poeta que persigue quimeras fatigadas; Bolaño como el eterno niño que quiere ser cantante de rock, novelista de ciencia ficción, Jesucristo guerrillero. Bolaño como las máscaras del teatro griego, sólo que con humo de cigarro empañando la cara mustia, los ojos vidriosos del muchacho deprimido por el canto de la muerte.
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Ahí, en la playa, cervezas Corona de por medio, el desconocido me dijo que, libros aparte, lo que le intrigaba del escritor barcelonés era su constante lucha en contra de la muerte, que le había clavado su dardo en el hígado como la flecha a San Sebastián. Como tanto hippi, Bolaño tenía deparado un futuro de falsas nostalgias, construido con restos de lo que había dejado el alcohol, las drogas, la vida a la intemperie. Una vida miserable. Sin embargo, fue justamente la enfermedad lo que lo salvó de ese romanticismo marginal y lo depositó ante una mesa de trabajo, en la que tenía que escribir sus muchos libros si quería derrotar a la parca. Así, de esa manera desesperada, fueron saliendo sus libros, uno tras otro. Sabía que iba a morir en cualquier momento, a falta de un hígado y por ello sus libros surgían con la misma facilidad con que surgen los conejos de la chistera del mago. No tenía tiempo para enorgullecerse de su juventud airada o de su madurez miserable; el futuro, tan reducido, cabía sólo en exiguo instante del tiempo presente. Con mujer e hijos, debía esforzarse al máximo para escribir todas las historias que había vivido y dejarle un patrimonio a los suyos. Por eso, me dijo el desconocido, Bolaño es un escritor auténtico. En sus obras no hay frases bien hechas, no hay florilegios ni metáforas; es una obra seca, de estilo árido, que va a lo que va, sin andarse por las ramas. No es pues, un gran estilista y sin embargo te conmueve todo lo que hace porque tiene el sello de lo auténtico, lo honesto, lo plenamente vivido. Por eso queremos tanto a Bolaño, me dijo el desconocido. Por eso lo leemos y lo imitamos. Bolaño como el gran jefe de todos nuestros, que queremos tener su enjundia a la hora de enfrentar la página en blanco.
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Yo hablé entonces de Estrella distante, la historia del poeta nazi que dibuja versos en al aire con el humo de su avión; hablé de Nocturno de Chile, en el que un crítico literario hace la crónica de un grupo de poetas que hablan de versos mientras en la habitación contigua los pinochetistas torturan a sus enemigos; hablé de Amuleto, donde una refugiada del 68 cuenta su patética historia de tránsfuga de la revolución latinoamericana; hablé de Amberes, una novela policiaca de impecable factura que cuestiona la noción misma de novela; y hablé de sus cuentos, habitados por ex boxeadores, poetas genios, escritores mercenarios, detectives locos, ex actrices porno, exiliados sudacas. Y hablé, claro, de Bolaño como el profeta de Ciudad Juárez que, en medio de la matanza de mujeres, hace circular la historia para hablar de las guerras históricas que entroncan con las vidas comunes de quienes las padecieron. Así, literatura e historia y violencia se tejen en un simulacro de mundo que deviene mundo sólo porque es reflejo de un mundo más verdadero. De todo eso hablé, y al final le dije que la suma de la obra de Bolaño es la historia de Latinoamérica, con sus afanes y desgracias y que si hay un escritor auténticamente latinoamericano, que no reniega de su ser histórico, ese es Bolaño, nuestro maestro y camarada.
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Y sí, nos volvimos a ver aquel desconocido y yo, muchos años después, y aunque no éramos nada, ni amigos ni hermanos, sabíamos que los dos pertenecíamos a la hermandad de los poetas de Bolaño y por eso nos saludamos con un movimiento de la cabeza, sin cruzar palabra. Cada quien con su vida y con sus libros. Como Bolaño.