La Reforma. 2003
Más que una novela, Amberes es un embrión narrativo. De haberse leído en el momento en el que, según Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953), fue escrita, quizá no hubiera sido posible imaginar que poco más de tres lustros después el mismo autor se encontraría escribiendo Los detectives salvajes (1998). Hoy, es evidente que Bolaño aviva el pulso de la literatura hispanoamericana, igual que, digamos, Ricardo Piglia (Adrogué, 1941), único escritor con el que puede establecerse un arbitrario parangón, y que en 1980 publicó su insuperable opera prima, Respiración artificial. Así bien, esta primera novela no declarada de Bolaño se antoja como un caótico big bang de estilo.
La prosa de Amberes es impecable, sí, mas no es posible saber qué tanto fue convertida a la voz actual de Bolaño; las atmósferas, por su parte, son notables, inspiradas quizá en el peor de los sueños recurrentes del autor y que parecen la emulación temprana de un David Lynch que apenas comenzaba entonces, como Bolaño mismo, a gestarse.
De una trama es imposible hablar, dado que no existe (y tampoco importa que exista): hay un policía que busca resolver un crimen, una pelirroja desaparecida, un jorobadito mexicano que habita el bosque en donde se proyectará una película y una serie de escenas casi pornográficas estelarizadas por el policía y una mujer tal vez demasiado joven, además de la súbita aparición de un tal Roberto Bolaño, quizá el extranjero del que se hace mención de vez en cuando.
Entonces, ¿qué es Amberes y por qué su lectura invita al asombro, la admiración y la reseña? Ya la llamé un embrión narrativo, metáfora de la concepción de una prosa, así que diré que también se trata del revés de un divertimento, más aún, del subconsciente, entendido como tropo, de una novela que (todavía) no existe.
Dividido en 56 partes (peculiar mitosis: el libro apenas cuenta con 119 páginas e incluye un puñado de diagramas muy parecidos a aquellos con los que concluye Los detectives salvajes), Amberes es a la vez un thriller de corte noir pornográfico y un ejercicio de flujo de conciencia a ratos lúcido, luminoso, y a otros confuso, más oscuro que turbio; en suma, un límbico claroscuro compuesto por instantes narrativos cuyo orden es más un capricho que una necesidad argumental, lo que no significa que Amberes carezca de pies o de cabeza, aunque resultan difíciles de discernir cuando a un embrión se observa.
Amberes es una primera novela, si acaso en el prolífico cajón de Bolaño no hay otra, allí escondida al fondo: tanto Los detectives salvajes como La literatura nazi en América (1996) tuvieron sus codas, a saber Amuleto (1999) y Estrella distante (1996), respectivamente. Y tanto Monsieur Pain (1999) como Nocturno de Chile (2000) son un par de nouvelles, éstas sí declaradas divertimentos si se les compara con la ya monolítica Los detectives salvajes.
En espera de Dos seis seis seis, sirva pues Amberes de aperitivo (y ya se leerá su romana y lumpen novelita viajera, de próxima aparición) y, acaso, de paliativo: ya la presión anda baja en nuestras letras y hace falta esa otra gran novela mexicana.