El Cultural, España. 22.10.2010
La historia literaria (pero no sólo ella) está llena de malentendidos que se perpetúan debido no tanto a la fatiga o la pereza como a la incredulidad de quienes se hallan en condiciones de desmentirlos. Parece mentira pero así es. Así viene ocurriendo de un tiempo a esta parte con la figura de Roberto Bolaño y con las leyendas que sobre ella ha tejido buena parte de la prensa norteamericana. Cabe pensar que no vale la pena salir al paso de tantas majaderías. Pero cualquiera sabe cuántas, entre éstas, terminarán por consolidarse.
La extraordinaria resonancia alcanzada en Estados Unidos por 2666 no sólo está fomentando una imagen distorsionada de la personalidad de Bolaño, sino que empieza a distorsionar, a su vez, los efectos que su obra estaba destinada a tener sobre las nuevas generaciones de narradores hispánicos. Más allá de las inexactitudes y de las falsedades de las que unos y otros echan mano a la hora de contar la forma en que la obra de Bolaño se abrió paso en Estados Unidos (con lamentable olvido de sus primeros y auténticos promotores en aquel país), resulta deprimente la tranquilidad con que se acepta que el éxito de Bolaño en Estados Unidos ha decidido su fortuna en todo el mundo. Quizá sea así en lo relativo a los países del ámbito anglosajón y de otras lenguas; es menos cierto en lo que respecta a países como, por ejemplo, Francia, donde el crédito de Bolaño ya se hallaba muy afianzado; pero es desde luego erróneo en los países de habla hispana, en los que Bolaño ya obtuvo en vida un notable predicamento, y desde los cuales su obra estaba llamada a irradiar de todas formas.
Como he dicho en otras ocasiones, los jóvenes escritores latinoamericanos -precedidos por la excelente recepción que desde muy pronto le brindó la crítica a uno y otro lado del Atlántico- no tardaron en reconocer en Bolaño un nuevo paradigma de escritor que se adecuaba idóneamente a sus inquietudes y a sus ambiciones, y que desplazaba de una vez por todas el agotado paradigma generado a partir del boom. En los últimos años de su vida, Blanes se convirtió en un centro de peregrinación para muchos autores en ciernes cuyos nombres suenan hoy en oídos de todos. Bien es verdad que no ocurrió lo mismo con los jóvenes escritores españoles, que en general tardaron más en reconocer a Bolaño. En cualquier caso, el ascendente de Bolaño ya era muy poderoso cuando murió, y desde luego antes de que en Estados Unidos lo consagraran. Por supuesto que no cabe negar el efecto enormemente amplificador que esa consagración ha tenido incluso en los países de habla hispana. Pero de ahí a pretender que Bolaño es lo que es, también en estos países, gracias al éxito obtenido en Estados Unidos, hay un paso que no sólo revela el papanatismo a que tan propensos son muchos de nuestros agentes culturales, sino que atenta, como se sugería antes, a la forma en que Bolaño es leído por las nuevas promociones.
Éstas corren el riesgo de pensar que el paradigma de escritor que encarna Bolaño está formateado conforme a gustos y modelos norteamericanos, y de terminar concluyendo que la fórmula Bolaño -y de su éxito- consiste en su talento para adaptar con acierto esos gustos y esos modelos. Cuando está muy lejos de ser así, por importante que haya sido -y lo fue, sin duda- la deuda de Bolaño con algunos de los grandes escritores norteamericanos, desde Mark Twain y Philip K. Dick a Kurt Vonnegut y James Ellroy. Más allá de esa deuda, la obra de Bolaño -repleta de los más variados ecos- se destaca contra el horizonte de la literatura latinoamericana, de la realidad y del imaginario latinoamericanos, y es contra ese horizonte como se revela su estatura de escritor que proyecta su sombra más allá del ámbito hispánico.
No es pecar de suspicacia advertir de la estupidez y la tergiversación que supone, al menos en este ámbito, emplear el éxito de Bolaño en Estados Unidos como un reclamo para su lectura. Quienes emplean ese reclamo, parecen ignorar ya -tan pronto- cómo sucedieron las cosas, y la relevancia que la obra de Bolaño tenía garantizada bastante antes de que los editores de Farrar, Stauss & Girroux empezaran a leerla y el traficante de escritores Andrew Wyllie supiera nada de Robert Ballyear, nombre con el que Bolaño firmaba algunos de sus correos, con evidente pitorreo.