Blogs.elmercurio.com. 04.11.2010
Me colmaron la paciencia quienes en conferencias y entrevistas no paran de hablar sobre su supuesta amistad con nuestro celebrado escritor Roberto Bolaño. No me refiero a quienes lo conocieron a fondo y lo frecuentaron de verdad, y estampan con su firma las conversaciones que sostuvieron con el novelista o los escritos sobre su persona y obra, sino a aquellos que con cada nueva declaración sobre el autor de 2666 aumentan su propio currículum personal y la extensión de sus encuentros con el novelista, cuentista y poeta. ¿Quién controla todo esto?
Examinando en internet las declaraciones de quienes dicen haber conversado a menudo con Bolaño -ya todo un género nuevo en Occidente-, llego lamentablemente a estas conclusiones: o el autor de Los detectives salvajes se la pasó hablando durante sus últimos años mientras otra persona escribía su obra; o contaba con un doble que solía hablar en su nombre, o bien muchas de esas maratónicas conversaciones al teléfono o en bares nunca tuvieron lugar.
Me causa suspicacia ver a tanto entrevistado -novelista, periodista, crítico, académico, casi siempre hombres- lanzando frases del tenor siguiente: "Cuando Bolaño me llamaba...", o "Nos unió una intensa amistad...", o "Hablábamos todas las semanas...". O bien frases parecidas a estas: "Cada vez que nos veíamos...", "Bolaño siempre decía...", o "Lo digo porque lo conocí bien...".
Abundan quienes emplean sus comentarios sobre la amistad con Bolaño como preámbulo para hablar de sí mismos y su obra. No incluyo aquí, desde luego, a escritores como Edmundo Paz Soldán, Enrique Vila-Matas o Ricardo Fresán, o al editor Jorge Herralde, que firman sus evocaciones impresas, sino a quienes despliegan recuerdos orales sobre Bolaño que con el tiempo se van estirando más y más, como chicles.
En rigor, la tradición de narrar anécdotas sobre personalidades muertas siempre mezcla realidad, mala memoria y ficción. Recuerdo a un cuentista latinoamericano que, durante la pausa del café en un congreso de Manhattan, compartió por minutos mesa con un tipo llamado Raymond. Sólo cuando éste se alejó, alguien le advirtió al cuentista que había estado nada menos que con Raymond Carver. Esto me lo relató el latinoamericano hace 12 años. Hace seis me contó que había sido amigo de Carver, y hace poco leí un ensayo suyo evocando sus conversaciones con el narrador estadounidense. Afuera he escuchado también a colegas afirmar que fueron guardaespaldas de Salvador Allende o que comunicaron la última llamada de Pinochet a Allende, el 11 de septiembre de 1973, por la mañana.
Confieso que nunca tuve el privilegio de conocer a Bolaño. Pero fui presidente del jurado que le otorgó el primer premio que obtuvo en Chile: el Municipal de Literatura de Santiago, en 1997, por sus cuentos Llamadas telefónicas. Bolaño no era entonces famoso. Podría decir que lo llamé a España y que hablamos largo, pero lo cierto es que no lo llamé pues confié en que vendría a Chile a recibir la distinción. No vino por falta de dinero para el pasaje. Sí, confieso públicamente que nunca hablé con nuestro aclamado Roberto Bolaño. Nunca. Si me ven comentando nuestros encuentros y animadas conversaciones, no me crean. Por favor.
Examinando en internet las declaraciones de quienes dicen haber conversado a menudo con Bolaño -ya todo un género nuevo en Occidente-, llego lamentablemente a estas conclusiones: o el autor de Los detectives salvajes se la pasó hablando durante sus últimos años mientras otra persona escribía su obra; o contaba con un doble que solía hablar en su nombre, o bien muchas de esas maratónicas conversaciones al teléfono o en bares nunca tuvieron lugar.
Me causa suspicacia ver a tanto entrevistado -novelista, periodista, crítico, académico, casi siempre hombres- lanzando frases del tenor siguiente: "Cuando Bolaño me llamaba...", o "Nos unió una intensa amistad...", o "Hablábamos todas las semanas...". O bien frases parecidas a estas: "Cada vez que nos veíamos...", "Bolaño siempre decía...", o "Lo digo porque lo conocí bien...".
Abundan quienes emplean sus comentarios sobre la amistad con Bolaño como preámbulo para hablar de sí mismos y su obra. No incluyo aquí, desde luego, a escritores como Edmundo Paz Soldán, Enrique Vila-Matas o Ricardo Fresán, o al editor Jorge Herralde, que firman sus evocaciones impresas, sino a quienes despliegan recuerdos orales sobre Bolaño que con el tiempo se van estirando más y más, como chicles.
En rigor, la tradición de narrar anécdotas sobre personalidades muertas siempre mezcla realidad, mala memoria y ficción. Recuerdo a un cuentista latinoamericano que, durante la pausa del café en un congreso de Manhattan, compartió por minutos mesa con un tipo llamado Raymond. Sólo cuando éste se alejó, alguien le advirtió al cuentista que había estado nada menos que con Raymond Carver. Esto me lo relató el latinoamericano hace 12 años. Hace seis me contó que había sido amigo de Carver, y hace poco leí un ensayo suyo evocando sus conversaciones con el narrador estadounidense. Afuera he escuchado también a colegas afirmar que fueron guardaespaldas de Salvador Allende o que comunicaron la última llamada de Pinochet a Allende, el 11 de septiembre de 1973, por la mañana.
Confieso que nunca tuve el privilegio de conocer a Bolaño. Pero fui presidente del jurado que le otorgó el primer premio que obtuvo en Chile: el Municipal de Literatura de Santiago, en 1997, por sus cuentos Llamadas telefónicas. Bolaño no era entonces famoso. Podría decir que lo llamé a España y que hablamos largo, pero lo cierto es que no lo llamé pues confié en que vendría a Chile a recibir la distinción. No vino por falta de dinero para el pasaje. Sí, confieso públicamente que nunca hablé con nuestro aclamado Roberto Bolaño. Nunca. Si me ven comentando nuestros encuentros y animadas conversaciones, no me crean. Por favor.