El Dínamo. 13.06.2011
Sería fascinante poder hacer tours a pie por nuestra costanera siguiendo los pasos de lecturas que van desde El río de Alfredo Gómez Morel hasta Mapocho de Nona Fernández, por ejemplo, o seguir la senda urbana que emana de las novelas de Alberto Romero, o vivir el parque Forestal de acuerdo a las señas dejadas por la generación del 50.
Pero a nadie se le ocurre semejante “extra-vagancia”. Ni siquiera nos tomamos la molestia de darle a las calles nombres de escritores. Al menos hay muchos que mereciéndola de sobra, no la tienen.
En la capital no hay una vía pública dedicada a Enrique Lihn. En Macul o El Bosque hay una callejuela Jorge Teillier. En Santiago, queda incluso la impresión que la ciudad busca borrar los rastros de sus escritores.
Leyendo la excelente novela Formas de volver a casa de Alejandro Zambra, me entero que en Maipú existen pasajes (nada de calles amplias para la poesía, obvio) que llevan el nombre real de nuestros poetas nobeles: Neftalí Reyes y Lucila Alcayaga. Un chiste ¿verdad?
No quiero pensar el barullo que se armaría si las autoridades decidieran bautizar una avenida con el nombre de Roberto Bolaño. Y, sin embargo, España no se hace ningún rollo. De hecho, la próxima semana, Girona, ciudad catalana en la que vivió y escribió Bolaño, bautizará una de sus arterias con su nombre. Y con inmejorable padrinazgo según cuenta Juan Villoro en el Periódico de Cataluña: “Ignacio Echevarría, su mejor intérprete crítico, Bruno Montané, poeta que compartió con él el exilio en México y luego en Barcelona (es Felipe Müller en Los detectives salvajes) y Jorge Herralde, su editor de hierro, estarán entre los padrinos del acto”.
El 18 de junio, Bolaño será parte constitutiva de la ciudad de Girona. Tendrá nombre de calle, que es una de las mayores medidas de inmortalidad, sin haber logrado, todavía, ser poeta en su tierra. Qué le vamos a hacer...