«Roberto Bolaño (1953-2003), nacido en Chile, narrador y poeta, se ha impuesto como uno de los escritores latinoamericanos imprescindibles de nuestro tiempo»: así principia la nota de solapa en sus ediciones Anagrama. El enunciado de tan ordinario resulta casi inofensivo. Su aspecto formulario apenas consigue levantar sospecha.
No menos engañosa –a despecho de Platón y Derrida– puede parecer la voz de su editor quien en el noviembre último, en un acto que combinaba el talento ya maduro para la gestión de ventas y una vocación, hasta ahora desconocida, de promesante se permitía una revelación: «sólo les aseguro que en ella está lo mejor de la literatura de Roberto Bolaño». Hablaba del último libro encontrado en la papelería del autor, textos acaso por él escritos, que no compilados: esta tarea se debió a sus amigos, albaceas, legatarios en general –después de todo, un buen compilador puede prescindir de un gran talento para la escritura.
Siempre que se crea insuperable la esterilidad de este tipo de propaganda, sugiero no subestimar el lenguaje de circunstancia. La impostura excusable o no de los enunciados practica un propósito: subvertir en éxito el efecto de una lectura o, lo que podría rastrearse en un antiguo artificio, sacrificar al héroe para luego tener a quien adorar. Se trata de la forma moderna de la liturgia de canonización que acude al ritual para la creación de un mito, a fin de cuentas, la construcción de un relato. Del Bolaño escritor subsiste hoy una escisión: por un lado, una pieza más del relicario, persona hecha arquetipo y personaje de las mitologías sobre el mundo literario; por otro, si no excluyente, el Bolaño de sus textos.
Sobre el primero cuentan las pendencias entre agentes y editores –presumibles parodias de escenas gansteriles con lejana dosis de criminalidad–, el saqueo bibliográfico y la exhumación documental, lo que, a desmedro del azar, falla la cuestión del éxito en favor de condiciones de posibilidad mucho más probables –un desmentido Bolaño alegaría: «el éxito no es ninguna virtud, es un accidente»–. Pero también aquellas generadas por el propio autor, pese a su confeso escepticismo hacia la trascendencia literaria: qué puede ser más garante de notoriedad en estos tiempos que una vida errática y trashumante, que una enfermedad lastimosa y suspensiva hasta la agonía de la incertidumbre, que un apátrida cuyo testimonio comprenda el fracaso de una generación, la omnipresencia del mal y decadencia de lo humano. Sería difícil negarle a estas razones, banalizadas por modismos, el precio que cotizan hoy entre los cultivadores de asedios apocalípticos y la coronación del desencanto. Plebiscitos aparte, sin embargo, qué le merece a un escritor el hacer llevadera, con dignidad baudelairiana, la insana profesión de la escritura. Emparentar o igualar la fama a la calidad, el relato al metarrelato, el éxito al texto –que el anagrama se malogre por tan poco insinúa una curiosa fatalidad– es hoy una rareza y el sino previsible del segundo Bolaño.
Bolaño ha devenido «genio», a la manera entendida tempranamente por Gottfried Benn: «no se nace genio, se deviene genio»; pero también mito, objeto de culto, dilecto ex cathedra por las trompetas multiculturalistas, inspiración para viejas estrellas de pop music, personaje de novela, adalid de grupo, influencia (se había ganado las suyas), padre fundador, ínterin secular, profeta y cadáver. Si la muerte temprana lo exoneró de las molestias de la fama –que hubiera sobrellevado a suerte de divertimento–, su escritura de ingentes proporciones lo conserva asido a una temporalidad pretenciosa. La extraña manifestación de una doxa no siempre desestimable conviene en el endiosamiento del hombre y en el culto a su escritura, acaso con la devoción que se confiere a lo sagrado, si bien el caso exigiría más que fe, constatación.
Toda canonización implica ritual, misa y misario, prueba martirológica; la de Bolaño habrá que buscarla en su textualidad abundante y compulsiva, en ese acto impune siquiera parecido al de aquel judío reacio a la escritura (último paladín de la memoria) que abandonara al polvo sus únicos trazos –según transcribió para nosotros el devoto y secretario Juan. Comenzaría así una gran pieza, novela que registra el pasado como una treta inacabada del presente, con mucho del testimonio que termina siendo epitafio; he aquí las primeras líneas de Los detectives salvajes: «He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así».
Los iniciados ya sabrán que lo que aquí profiere la voz de un personaje se ha convertido en declaración de principios. De cuanta falta de irreverencia adolezcan muchas de las obras coetáneas se desentiende la de Bolaño en ese rechazo al ceremonial literario que llega a conjurar la preeminencia de la Vanguardia. Y no me refiero tácitamente a la conocida participación del joven poeta en la posvanguardia mexicana;[1] ni evoco de manera exclusiva el efectismo que nace de una jurisdicción de la forma y conduce al novelista mayor a extraños experimentos en el catálogo biográfico de La literatura nazi en América, con raíces en Borges y Schwob, o al engendro rarísimo de Amberes; ni la filiación confesa a la herejía que lo hace adorar el malditismo poético de Rimbaud y Parra; sino más bien a esa condición inherente al arte que mereció el encomio de la actitud estética de principios del siglo pasado. Esa que innegablemente presume de la rebelión ad infinitum, una incomodidad que no deja más opción que el golpetazo y una pugna con la obra misma y con la preceptiva regente, como quien ha de avanzar solo contra el complot –quizás la causa común que cumple en rigor la aplicación del nombre garde, el grupo, la guardia.
Al margen de cualquier muestra de arribismo, Bolaño nos advierte de su apuesta por una voluntad, cuando menos suicida: «Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura», son sus palabras. La concesión de una especie de primogenitura, lo que en clave bíblica –a decir del nada ortodoxo exégeta Harold Bloom–, se entendería como más vida, acredita su visión a posteriori de lo que fuera aquel canto de futuridad. Buena parte de sus trabajos ilustra una de esas aporías señaladas por Enzensberger, el retroceso del avant, al atender menos al sofisma de la metáfora temporal que a la caída inexorable que trae consigo la aventura, aun cuando por ello no se colija antipatía, y mucho menos, rechazo del modo en que un Houellebecq apostrofa los liberalismos de los sesenta. Por el contrario, gracias a la pericia del chileno, sus textos encarnan esa falsa literalidad, tan cara a la crítica deconstructiva, en especial, a los estudios demanianos, y participan en cierta medida del error que reconocen en la lectura de toda una época. Bolaño afirma la catástrofe, discursa sobre el fracaso sin desaprobación, más bien se identifica con el objeto de su discurso.
Despreciar el hecho de su actitud romántica, sea dicho de paso, nos privaría de apreciar lo que a mi juicio resulta una cualidad atractiva –no en vano propia de un ascendente de la vanguardia– y que se registra bajo el declarado gusto por la empresa. Más de veinte siglos de creación atestiguan, entre tantas otras, la metáfora que hace de la literatura una búsqueda basada en el anhelo de aprehender el mundo natural en la ficción. Ya por medio de una exploración constante de la forma, ya por la delectación en un narrar por narrar, expansiva a todo un estilo de voluntad logorreica, la escritura de Bolaño concita esa pretensión que, sabida ilusoria, reclama lo que parece actualizar la condición autotélica del hecho estético, antes exaltada por Walter Pater en su libro de marras.
Para quien confiere al acto mismo de narrar dimensiones mayestáticas[2] el viejo dilema de la ficcionalización regresa en las potencialidades de una escritura autoconsciente de su desventaja, pero resuelta a mantener la intensidad a distancia de escapismos y soluciones más o menos felices como el reciclaje autorreferencial que hace dignatario al lenguaje de ese plaisir du texte barthesiano o el detallismo improcedente de un Nouveau roman. El autor de 2666 se regodea en el relato como si quisiera echar la pelea contra el tiempo real hasta crear la misma ilusión de inconmensurabilidad y del peligro que corre aquel que transgrede alguna ley y avanza a expensas de su muerte, versado ya en una línea majestuosa: «Pisan mis pies las sombras de las lanzas que me buscan».
Lejos de considerar un “estetizar la existencia”, encuentro en sus textos el deseo de salvar la experiencia vital del vacío de la escritura –visto el abismo entre la realidad empírica y la verbal– admitiendo, sin embargo, el equívoco mismo de la ficción como único medio, como si en ello hubiera una voluntad masoquista de éxtasis verdadero. Y guardo reservas a propósito del empleo de esta última palabra; porque en el ejercicio de grandes proyectos escriturales, que desafían, por cierto, las profecías calvinas y algo calvinistas «para el próximo milenio», quedan excluidas las facultades cientifizoides a veces endilgadas por algunas teorías a las obras de Mallarmé, Valéry, Proust o Joyce. El placer de la búsqueda que patrocina en parte el empeño de Bolaño de registrar la mayor cantidad de fenómenos del mundo, no se plantea –al menos no conscientemente– el acceso a una verdad. Sus obras carecen tanto de un principio teleológico, caro a muchos de sus maestros antiguos, como de una concepción anagógica o providencial de la literatura.
Tal vez en ello se justifica una de esas grandes ironías de quien, si por un lado sabemos irredento apóstata, por el otro conviene en seguir la práctica de una larga tradición de novelistas. La tentativa del escritor por dotar al libro del orden ausente en el mundo, a juicio de Umberto Eco, ha llevado a los más reaccionarios y modernos a retomar fórmulas del orden clásico que procuran defenestrar. Paradójicamente, la tara de contemporaneidad tan exaltada por los críticos a partir de la fragmentación, la discontinuidad, la mutación de escenarios y voces narrativas, el simulacro, la parodia, el pastiche y cuanto al uso se antoje, contiende en un marco de gracia. Quien piense en Los detectives salvajes y 2666 –o por qué no, también en la poesía completa reunida en vida por el autor y publicada de manera póstuma bajo el sugestivo título La universidad desconocida–[3] tendrá la impresión tarde o temprano de que su estructura laberíntica se comprende en lo que llamaría una especie de summa secular. Pésele a quien cifre la analogía en el vulgar detalle del volumen de las piezas en cuestión: la comunidad es antes ostensible en la disposición platónica de la obra que se articula en un exitus, historias particulares, aparentemente sin conexión, y un reditus, la vuelta siempre a un centro más o menos difuso y en ocasiones inexistente. Bolaño defendía el carácter orgánico de sus novelas. Así resulta incómodo cuando cierto periodista las toma como una sumatoria de varios cuentos, o cuando se crispa y asegura que cada una de sus piezas puede leerse con total independencia: que Estrella distante no precisa de la última biografía de La literatura nazi en América, ni Amuleto de Los detectives...
Hay un orden que sirve de tabla de salvación a esa escritura por momentos rendida a un desparpajo que se disfruta y trueca errores, vacíos, rellenos –señalados por algunos detractores y, en probidad, perceptibles– en índice de cualidad y acaso también de originalidad, una vez que logra sustraerse al caos. Hay orden en esa locura, se dice de Hamlet. Si elidiéramos que Bolaño, además de suscribir aquellas obras de falseada imperfección, procura al exceso funcionalidad y validez estética, en buena medida se priva de excelencia la impudicia de su estilo en franco trasiego de minimalismos a digresiones de toda clase; o la glosolalia aberrante que convoca a variantes discursivas como si captara la imagen del presente en la memoria de un estado primitivo inmediatamente posterior a Babel, en reclamo de la convivencia; o cuando relata sucesos como si ya hubieran sido contados y empieza a nombrar las cosas desde la impostura que guarda tras su voz lo mismo a Borges que a Cortázar, a Carver que a Faulkner, a Perec que Rulfo, Vasili Grossman o García Márquez. Y es que a semejanza del verso mallarmeano –al que dedica comentario con sorna del libelista que en parte fue– parece que Bolaño lo ha leído todo. Sin pedantería ni erudición pasmosa conoce y menciona por igual pesos pesados y autores menores, o esa clase de aprendices de brujo con los que intimara a lo largo de los años y desaparecieron para siempre en el silencio, luego de publicar en alguna que otra gacetilla o antología local. Muy pocos faltan en el extenso obituario que es su obra, afincado en la creencia de que cada una se construye bajo el dictado de un gran autor secreto, de que el más insignificante opúsculo esconde la grandeza de los maestros y el misterio de su advocación.
Superchería más que asunción, estas ideas ni siquiera llegan a disimular la tensión que soporta un proyecto trazado en consonancia con el imperativo de completar una gran obra maestra y a duelo permanente con los padres fundadores. Una vez enterado de que muchos llegaron primero, y débito de la época que enterró la tragedia, los textos de Roberto Bolaño ofrecen una posible solución al conflicto del escritor ante la angustia. Al destino mortal opone el juego con el adversario y muda el agón en convite carnavalesco y mercadeo de citas. Su obra no parece penar, él se declara usufructuario siniestro, mezquino a veces, inocente nunca.
Haciendo honor a las líneas publicitarias de sus ediciones ha actuado desde una posición de fuerza y contraído pacto con la historia, o lo que es aún peor, con la literatura latinoamericana. La marca consigna procedencia, pero se vuelve peso y hasta fatalidad cuando se insiste en definir en términos de nación y nacionalidad, patria e identidad, un telurismo que en los días corrientes suena más que nunca a entelequia. No obstante el nomadismo al que estuvo sometido, Bolaño regresa siempre al tema para acentuar la crisis de tales conceptos en el patetismo y el fracaso de aquellos que nunca hallaron su «destino suramericano», por demás inexistente. La Historia es apenas materia para ilustrar los fantasmas de la existencia desde la distancia que le confiere a la literatura respecto de la denuncia o el proselitismo burocrático tan proclamado hoy por politiqueros de la cultura y comisarías institucionales.
Puede que, en palabras de un columnista, el genio literario sea un monstruo moral o, a decir de Walter Benjamin, toda gran obra esté colocada sobre una montaña de inhumanidad, pero Bolaño siempre profesa desde el reino del artificio y el goce paródico; incluso cuando trata las manifestaciones del mal (autoritarismos y totalitarismos, violencia) desbroza el oficio de cualquier tacha mesiánica y al poeta de ínfulas solemnes. Su apuesta ética, “inseparable de su elección estética”, se instala en el hombre, en el individuo, antes que en la Humanidad. A riesgo de calar el kitsch –por lo insípido de la expresión frecuentada hasta el exceso, y en última instancia, por el mensaje que considero un pleonasmo– reitera que la patria de un escritor es el lenguaje.
A tenor de un dominio pleno de su arte consigue una legibilidad sorprendente. En el catálogo de sus obras figuran algunas pequeñas novelas perfectas, otras menos recordables que vaticinaban el advenimiento de mayores, cuentos magistrales. Que Bolaño quede abandonado alguna vez a la senilidad colectiva y que el fin de su culto confirme la fatalidad de lo efímero es tanto más incierto que se convierta en el clásico que exige leerse con previo fervor.
Notas
[1] En 1976, durante su estancia en México, Bolaño funda junto a Mario Santiago un movimiento poético contracultural. El así llamado infrarrealismo integraba la irreverencia estética de Breton y la euforia revolucionaria del estridentismo de Maples Arce. La fascinación juvenil por idolologías extremistas a tono con un Zeitgeist igualmente pasajero concedió un proyecto febril con manifiesto y escándalo, aspiraciones al cambio social y política de izquierda.
[2] Dos textos de Bolaño sirven de prueba al caso, por muy anodinas que resulten: uno lleva por título «Exilio y literatura», confeccionado por encargo para ser leído en Viena unos años antes de su muerte; el otro corresponde al discurso de recibimiento del premio Rómulo Gallegos en 1998. Ambos dan inicio con los agradecimientos de ocasión, pero terminan enrumbándose hacia un relato, el primero sobre el amigo Mario Santiago; el otro sobre su familia.
[3] Si he tomado como pretexto para estas páginas principalmente la narrativa de Bolaño es porque en ella alcanza su máxima brillantez, su excepcionalidad. Sin ánimo de que la preferencia se torne desaprobación me atengo a resaltar la propensión poética que lleva al autor a trastocar códigos genéricos, acaso en obediencia a su entender de que la mejor poesía del siglo XX había sido escrita en prosa. Poemas consentidos por la tradición coloquial y antipoética de un Nicanor Parra o Enrique Lihn, que ostentan el germen narrativo de cualquier anécdota, se leen tanto como pasajes de tonalidad pindárica («La poesía entra en el sueño/ como un buzo muerto/ en el ojo de Dios»), difícilmente excluibles de una antología contemporánea de grandes versos en lengua española. Asimismo nos puede conmover en algunos pasajes narrativos la extrañeza de un modo retórico que privilegia la metáfora y enlaza imágenes insólitas de apreciable musicalidad. Concedo al texto la glosa de tales afectos: «Parece mentira pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por ejemplo, he mandado matar». (Del cuento «Prefiguraciones de Lalo Cura», en Putas asesinas).
jueves, 26 de enero de 2012
Del mito Bolaño
por Roberto Rodríguez Reyes