por Ramón Oyarzún
Ayer
salí a pasear en bicicleta. La tarde soleada me llevó un poco más allá del
destino cercano y presupuesto; traspasé ese límite para terminar haciendo
varias acciones más que el simple paseo en bicicleta, llámense -por enumerar
algunas-: inventario de banderas de oración tibetanas -lungta- a la
vista en casas, departamentos, negocios y boliches en avenida Irarrázaval; investigaciones sobre la naturaleza y lugar
que ocupa en el marco internacional de reconocimiento de perros de raza el chilean
terrier; estado actual del comercio orgánico-vegetariano en la comuna de
Ñuñoa, Santiago de Chile; selección de ejemplares para rescatar desde una
inesperada colección de literatura boliviana de vanguardias en posesión de una
amiga; estudio comparativo de las disciplinas olímpicas con el trabajo corporal
del ballet de Nueva York. Sin embargo, tal vez lo más importante fue lo que no
pude hacer. Debido a una condición interna que me impide alimentarme de
sólidos, no pude comer ajo. Esto me llevó a una consolación algo extrema:
cuando regrese de mi paseo, pelé y piqué ajos. Me ocupó un par de horas la
tarea. Estando ocupado en esto recordé a una mujer francesa que me habló de
Roberto Bolaño. La situación y la historia son como sigue.
Hace
poco más de un año estaba yo en un curso de meditación en el país arverno
francés, en un centro de retiro con nombre tibetano que se podría trasladar al
español como: “Lugar de grandes bendiciones de las enseñanzas del sin
oscurecimientos”. Había mucha gente en el lugar, personas de casi todo el
mundo. Yo estaba de paso un mes junto a otro ciento de estudiantes dedicados la
mayor parte del día a estar sentados practicando meditación o reunidos en
grupos de estudio y conversación. Para que esto pueda suceder el lugar cuenta
con un equipo de gente que trabaja algo así como media jornada diaria en constante rotación. Los asistentes a
los cursos deben apoyar las tareas del equipo. Durante el mes que pasé ahí me tocó
ayudar en la cocina durante un par de horas cada tarde. Había dos personas a
cargo: Jean François, un antiguo practicante de meditación que llevaba varios
años viviendo en el lugar junto a su mujer e hija; como tenía más experiencia
ordenaba los turnos y gustaba asignar siempre tareas diversas a todos. Bajo sus órdenes nunca se sabía qué hacer. Se turnaban día por medio con la otra
cocinera en jefe, Marie. Marie había llegado a trabajar al lugar ese verano. No
le disgustaba la meditación pero tampoco le interesaba dedicarse mucho. Siempre
estaba leyendo novelas, fumando y conversando de las cosas más diversas. Con
ella siempre me tocó como tarea pelar y picar ajos. Un motivo era porque, decía
ella, como yo era hombre, no importaba que anduviera con olor a ajo en las
manos. La otra razón era porque le gustaba conversar conmigo. Eran
conversaciones entretenidas. Ella había vivido en México una cantidad de años
indeterminada hace una cantidad de años indeterminada, hablaba un español
bastante comprensible. Me hablaba en español, yo le hablaba en francés y así
nos pasábamos las horas conversando. Alguna vez hablamos de literatura, yo
defendí a Céline, ella a Bolaño.
Marie
conoció a Bolaño cuando andaba mexicaneando, ya entonces era un carácter muy
fuerte, y muy guapo. Entonces andaba de novia de un español pintor que vivía en
el DF y a veces se encontraba a Bolaño y a Mario Santiago en obras de teatro
callejero, exposiciones de arte, presentaciones de libros, fiestas, sobre todo
fiestas callejeras en donde colonias enteras se llenaban de artistas. A veces
bailaba cancán con algunas otras francesas radicadas en México, o hacía masajes
a rudos luchadores callejeros a los que llenaban de aceite de agave y les
caminaban por la espalda bebiendo cerveza. Así pues, me contó que un día se
arrancó con el escritor en ciernes, se fueron a Yucatán o a tomar un bus a
Yucatán pero nunca llegaron a salir del DF. Recordemos que Marie es francesa y
además de haber sido modelo ha recorrido el mundo, pinta, cocina, medita y
fuma. Es muy orgullosa de su buen gusto con respecto a todo. Así pues, sus
conversaciones nunca versaban sobre estos detalles que resumo y aglutino acá,
más bien hablaba en profundidad de las novelas del chileno y a veces llegaba
con La Universidad Desconocida y leíamos algún trozo para nuestra arqueología
del poeta. La mayor parte del tiempo me limitaba a escuchar, pues otra de las
condiciones de mi paso por el centro de meditación era permanecer en silencio
algunos días. Además de ser muy simpática, esta francesa cincuentona que lucía
orgullosa sus canas y su vida, admiraba la gran calidad humana del escritor, su
capacidad de transmitir la simple felicidad de lo natural no elaborado, o algo
así, decía ella, su español siempre me pareció algo lejano, la verdad nunca supe
si estaba siendo víctima de un muy elaborado albur. El día que dejé el centro
de meditación salí caminando y me la encontré montada en un poni junto a una
chica alemana. Me preguntaron si volvía caminando a Chile y le dije que sí.
Cuando
estaba picando ajo me acordé de todo esto rápidamente en el orden que sigue:
pensé que tengo que mandar un mensaje por la red social, luego que en ésta vi
un dibujo de Bolaño fumando y en bicicleta, y luego surgió Marie sirviendo un
vaso de agua desnuda y de cuerpo pintado en medio de una de las prácticas
colectivas de meditación, después volvió toda la historia de nuestras
conversaciones, su técnica para picar ajo: partir los dientes por la mitad,
quitar el centro del ajo pues produce acidez, rebanar las mitades en tres
láminas finas, partirlas en la mayor cantidad de rodajas posibles y luego picar
cubitos de ajos casi imperceptibles que una vez macerados en vinagreta se
disuelven en el paladar. Ahora, sólo con mis recuerdos, de Bolaño, de Marie, de
la red social, de Francia, del sabor del ajo que no puedo degustar, simplemente
pelé los dientes de ajo y los introduje en un adminículo muy ingenioso de
cocina, un molinillo diseñado especialmente para picar ajo y que si bien no
deja el producto final tan finamente terminado como la técnica francesa, sí produce
briznas deliciosas y suaves.
Me
acuerdo de que nunca conocí a Bolaño. Me sorprendió el entusiasmo de Marie,
pues la verdad que durante mi paso por Europa lo busqué en librerías sin mucho
éxito: en Londres encontré 2666 y Los detectives salvajes en español;
en París sólo la librería de la Cité des artes tenía una traducción de Estrella
distante y Los detectives salvajes, junto a Luis Sepúlveda e Isabel
Allende; creo que Bolaño no se sentiría muy feliz con esto. Claro que
esto bien puede deberse a que los libros de Bolaño se agotan.
Allá
en la ciudad luz leí Llamadas telefónicas en una noche y entonces me
acordé de la única vez que vi al Roberto: lo entrevistó Cristián Warnken en la
Feria del Libro de Santiago, yo fui porque una mujer que me interesaba quería
verlo, la verdad yo estaba ahí para comprar la obra poética completa de César
Vallejo y durante la entrevista leí Los Heraldos Negros varias veces
junto a las notas y todo el aparato crítico que traía mi recién adquirida
edición. Creo que esta acción obtusa me privó de los besos de mi acompañante
esa tarde y me alejó aún más de la poesía y de la literatura de Bolaño.
Entonces Bolaño estaba enfermo y era notable. Poco tiempo después moría y yo me
enteraba de su muerte mientras estaba a punto de comenzar una práctica de aikido. En ese tiempo empezaba a estudiar cómo observar en la forma de pararse
de la gente, en su mirada y gestos, los rasgos de su condición física y
energética. No me llamó la atención Bolaño porque estaba ojeroso, amarillo
pálido y débil. Creo que a él le hubiera parecido correcta mi apreciación. Mi
impresión general de esa entrevista es que él no quería estar ahí, que ya se
había marchado. Después vino el famoso tongo de la conductora de TV chilena que
lo declaró muerto como “Roberto Gómez Bolaño”. Entonces supe que había que leer
su obra.
Poco
tiempo antes de mi amistad con Marie y poco tiempo después de haber leído
algunos de sus libros con deleite y sorpresa enterándome en ellos de la vida y
hechos del escritor, un amigo de mi padre, el “loro” Schiszky, que es oriundo
de Los Ángeles y ex-policía de investigaciones, me contó que había sido él
quien había liberado a Bolaño de la cárcel el año del golpe. Lo reconoció
porque habían estado juntos en el Liceo y lo dejó ir. Así de simple, y puedo
citar sus palabras Le dije: ándate de
acá, hueón, te van a matar... y le abrí la puerta. Pienso que contó esto
pues pensaba que yo admiraba a Bolaño, lo contó casi diciéndome que gracias a
su acción pudimos recibir la obra literaria. Lo escuché en silencio y cambié el
tema: después de haber leído a Bolaño ya sabía que en realidad no me gustaba
mucho, prefiero otros autores, pero eso no quita que pueda apreciar un buen
libro.
Todo
esto puede ser verdad, de manera más directa y humilde. En el fondo lo escribo
para saldar parcialmente una deuda con Marie, pues le dije que en algún momento
escribiría algo de ella y de sus aventuras mexicanas, tal vez; y en parte para
saldar mi deuda con Bolaño, de quien no poseo ningún libro, pues los libros de
él que leí o bien me los prestaron o bien los robé y después de leerlos los
liberé, abandonándolos a su suerte errante para aproximarlos a su autor, tal
vez devolvérselos al Bolaño...
2012