martes, 7 de agosto de 2012

Bicicletas, ajo y Roberto Bolaño

por Ramón Oyarzún






Ayer salí a pasear en bicicleta. La tarde soleada me llevó un poco más allá del destino cercano y presupuesto; traspasé ese límite para terminar haciendo varias acciones más que el simple paseo en bicicleta, llámense -por enumerar algunas-: inventario de banderas de oración tibetanas -lungta- a la vista en casas, departamentos, negocios y boliches en avenida Irarrázaval; investigaciones sobre la naturaleza y lugar que ocupa en el marco internacional de reconocimiento de perros de raza el chilean terrier; estado actual del comercio orgánico-vegetariano en la comuna de Ñuñoa, Santiago de Chile; selección de ejemplares para rescatar desde una inesperada colección de literatura boliviana de vanguardias en posesión de una amiga; estudio comparativo de las disciplinas olímpicas con el trabajo corporal del ballet de Nueva York. Sin embargo, tal vez lo más importante fue lo que no pude hacer. Debido a una condición interna que me impide alimentarme de sólidos, no pude comer ajo. Esto me llevó a una consolación algo extrema: cuando regrese de mi paseo, pelé y piqué ajos. Me ocupó un par de horas la tarea. Estando ocupado en esto recordé a una mujer francesa que me habló de Roberto Bolaño. La situación y la historia son como sigue.

Hace poco más de un año estaba yo en un curso de meditación en el país arverno francés, en un centro de retiro con nombre tibetano que se podría trasladar al español como: “Lugar de grandes bendiciones de las enseñanzas del sin oscurecimientos”. Había mucha gente en el lugar, personas de casi todo el mundo. Yo estaba de paso un mes junto a otro ciento de estudiantes dedicados la mayor parte del día a estar sentados practicando meditación o reunidos en grupos de estudio y conversación. Para que esto pueda suceder el lugar cuenta con un equipo de gente que trabaja algo así como media jornada diaria en constante rotación. Los asistentes a los cursos deben apoyar las tareas del equipo. Durante el mes que pasé ahí me tocó ayudar en la cocina durante un par de horas cada tarde. Había dos personas a cargo: Jean François, un antiguo practicante de meditación que llevaba varios años viviendo en el lugar junto a su mujer e hija; como tenía más experiencia ordenaba los turnos y gustaba asignar siempre tareas diversas a todos. Bajo sus órdenes nunca se sabía qué hacer. Se turnaban día por medio con la otra cocinera en jefe, Marie. Marie había llegado a trabajar al lugar ese verano. No le disgustaba la meditación pero tampoco le interesaba dedicarse mucho. Siempre estaba leyendo novelas, fumando y conversando de las cosas más diversas. Con ella siempre me tocó como tarea pelar y picar ajos. Un motivo era porque, decía ella, como yo era hombre, no importaba que anduviera con olor a ajo en las manos. La otra razón era porque le gustaba conversar conmigo. Eran conversaciones entretenidas. Ella había vivido en México una cantidad de años indeterminada hace una cantidad de años indeterminada, hablaba un español bastante comprensible. Me hablaba en español, yo le hablaba en francés y así nos pasábamos las horas conversando. Alguna vez hablamos de literatura, yo defendí a Céline, ella a Bolaño.

Marie conoció a Bolaño cuando andaba mexicaneando, ya entonces era un carácter muy fuerte, y muy guapo. Entonces andaba de novia de un español pintor que vivía en el DF y a veces se encontraba a Bolaño y a Mario Santiago en obras de teatro callejero, exposiciones de arte, presentaciones de libros, fiestas, sobre todo fiestas callejeras en donde colonias enteras se llenaban de artistas. A veces bailaba cancán con algunas otras francesas radicadas en México, o hacía masajes a rudos luchadores callejeros a los que llenaban de aceite de agave y les caminaban por la espalda bebiendo cerveza. Así pues, me contó que un día se arrancó con el escritor en ciernes, se fueron a Yucatán o a tomar un bus a Yucatán pero nunca llegaron a salir del DF. Recordemos que Marie es francesa y además de haber sido modelo ha recorrido el mundo, pinta, cocina, medita y fuma. Es muy orgullosa de su buen gusto con respecto a todo. Así pues, sus conversaciones nunca versaban sobre estos detalles que resumo y aglutino acá, más bien hablaba en profundidad de las novelas del chileno y a veces llegaba con La Universidad Desconocida y leíamos algún trozo para nuestra arqueología del poeta. La mayor parte del tiempo me limitaba a escuchar, pues otra de las condiciones de mi paso por el centro de meditación era permanecer en silencio algunos días. Además de ser muy simpática, esta francesa cincuentona que lucía orgullosa sus canas y su vida, admiraba la gran calidad humana del escritor, su capacidad de transmitir la simple felicidad de lo natural no elaborado, o algo así, decía ella, su español siempre me pareció algo lejano, la verdad nunca supe si estaba siendo víctima de un muy elaborado albur. El día que dejé el centro de meditación salí caminando y me la encontré montada en un poni junto a una chica alemana. Me preguntaron si volvía caminando a Chile y le dije que sí.

Cuando estaba picando ajo me acordé de todo esto rápidamente en el orden que sigue: pensé que tengo que mandar un mensaje por la red social, luego que en ésta vi un dibujo de Bolaño fumando y en bicicleta, y luego surgió Marie sirviendo un vaso de agua desnuda y de cuerpo pintado en medio de una de las prácticas colectivas de meditación, después volvió toda la historia de nuestras conversaciones, su técnica para picar ajo: partir los dientes por la mitad, quitar el centro del ajo pues produce acidez, rebanar las mitades en tres láminas finas, partirlas en la mayor cantidad de rodajas posibles y luego picar cubitos de ajos casi imperceptibles que una vez macerados en vinagreta se disuelven en el paladar. Ahora, sólo con mis recuerdos, de Bolaño, de Marie, de la red social, de Francia, del sabor del ajo que no puedo degustar, simplemente pelé los dientes de ajo y los introduje en un adminículo muy ingenioso de cocina, un molinillo diseñado especialmente para picar ajo y que si bien no deja el producto final tan finamente terminado como la técnica francesa, sí produce briznas deliciosas y suaves.

Me acuerdo de que nunca conocí a Bolaño. Me sorprendió el entusiasmo de Marie, pues la verdad que durante mi paso por Europa lo busqué en librerías sin mucho éxito: en Londres encontré 2666 y Los detectives salvajes en español; en París sólo la librería de la Cité des artes tenía una traducción de Estrella distante y Los detectives salvajes, junto a Luis Sepúlveda e Isabel Allende; creo que Bolaño no se sentiría muy feliz con esto. Claro que esto bien puede deberse a que los libros de Bolaño se agotan.

Allá en la ciudad luz leí Llamadas telefónicas en una noche y entonces me acordé de la única vez que vi al Roberto: lo entrevistó Cristián Warnken en la Feria del Libro de Santiago, yo fui porque una mujer que me interesaba quería verlo, la verdad yo estaba ahí para comprar la obra poética completa de César Vallejo y durante la entrevista leí Los Heraldos Negros varias veces junto a las notas y todo el aparato crítico que traía mi recién adquirida edición. Creo que esta acción obtusa me privó de los besos de mi acompañante esa tarde y me alejó aún más de la poesía y de la literatura de Bolaño. Entonces Bolaño estaba enfermo y era notable. Poco tiempo después moría y yo me enteraba de su muerte mientras estaba a punto de comenzar una práctica de aikido. En ese tiempo empezaba a estudiar cómo observar en la forma de pararse de la gente, en su mirada y gestos, los rasgos de su condición física y energética. No me llamó la atención Bolaño porque estaba ojeroso, amarillo pálido y débil. Creo que a él le hubiera parecido correcta mi apreciación. Mi impresión general de esa entrevista es que él no quería estar ahí, que ya se había marchado. Después vino el famoso tongo de la conductora de TV chilena que lo declaró muerto como “Roberto Gómez Bolaño”. Entonces supe que había que leer su obra.

Poco tiempo antes de mi amistad con Marie y poco tiempo después de haber leído algunos de sus libros con deleite y sorpresa enterándome en ellos de la vida y hechos del escritor, un amigo de mi padre, el “loro” Schiszky, que es oriundo de Los Ángeles y ex-policía de investigaciones, me contó que había sido él quien había liberado a Bolaño de la cárcel el año del golpe. Lo reconoció porque habían estado juntos en el Liceo y lo dejó ir. Así de simple, y puedo citar sus palabras  Le dije: ándate de acá, hueón, te van a matar... y le abrí la puerta. Pienso que contó esto pues pensaba que yo admiraba a Bolaño, lo contó casi diciéndome que gracias a su acción pudimos recibir la obra literaria. Lo escuché en silencio y cambié el tema: después de haber leído a Bolaño ya sabía que en realidad no me gustaba mucho, prefiero otros autores, pero eso no quita que pueda apreciar un buen libro. 

Todo esto puede ser verdad, de manera más directa y humilde. En el fondo lo escribo para saldar parcialmente una deuda con Marie, pues le dije que en algún momento escribiría algo de ella y de sus aventuras mexicanas, tal vez; y en parte para saldar mi deuda con Bolaño, de quien no poseo ningún libro, pues los libros de él que leí o bien me los prestaron o bien los robé y después de leerlos los liberé, abandonándolos a su suerte errante para aproximarlos a su autor, tal vez devolvérselos al Bolaño...




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