Tercera Cultura. 26.05.2011
Hoy tuve que hacer algo que nunca antes había hecho…
presentar un libro. Se trata de Bolaño Infra: 1975-1977. Los años que inspiraron Los Detectives Salvajes, de
Montserrat Madariaga, de quien tuve la suerte de ser el guía de tesis hace ya
un lustro, cuando se gestó el proceso. La actividad fue sumamente entretenida
(compartimos con la autora y la siempre simpática y agradable Jovana Skármeta,
en el Centro de Extensión de la Universidad de Valparaíso, seguido de un
“cotelé” preparado por los muchachos del café Vinilo).
Quiero compartir con ustedes el texto que preparé para
la presentación.
***
Buenas tardes a todas y todos…
Quiero comenzar mi intervención con una historia que
escribí hace ya diez años, quizá es un poco larga, pero su moraleja me va a
permitir presentar un punto de vista sobre los dos aspectos que Montserrat me
ha mencionado cuando me solicitó que la acompañara en este lanzamiento: “Me
gustaría que se enfocara en lo siguiente: si Bolaño encarna la idea literaria
de la comunión entre la vida y la obra, si acaso él es el ejemplo de ese canon,
y si acaso hay una coherencia entre el Bolaño infrarrealista y el Bolaño que
podemos leer hoy en sus obras póstumas. Un enfoque, al igual que la tesis y el
libro, más bien extraliterario, donde hablemos del carácter de Bolaño y los
datos biográficos que tenemos de su época infrarrealista y cómo eso lo vemos
reflejado en su escritura”.
***
Patricio
Heim. Bar Berri, calle Rosal, Santiago de Chile, diciembre de 2001
Tomé pasaje para La Serena, en esos buses que salen de
Providencia, pero era para las cuatro de la tarde y recién daban las dos. Así
que me dediqué a caminar por la avenida hasta que la sed me obligó a entrar al
Liguria (lugar que evito sistemáticamente; en primer lugar porque siempre hay
sonando una cinta sin fin de los Beatles a tan alto volumen que se hace
imposible conversar. Y si uno pide al cantinero que lo ponga bajo, gira en
falso la manilla del equipo, o bien lo disminuye por dos minutos y cuando uno
no está mirando, lo vuelve a subir, cuidando de ponerlo más fuerte que antes).
Me senté en la barra (el único lugar donde un caballero
debería sentarse en un bar) aunque no tenía muchas ganas de meterle cháchara a
nadie, sino más bien concentrarme por esas dos horas en la manera como giran
los hielos y el limón en el interior del vaso de vodka. Pedí el consabido vodka
y cuando el mozo me lo sirve, miro al lado y el tipo que estaba sentado allí
junto tenía el mismo trago. Le sonreí con esa sonrisa de inteligencia de cuando
dos personas se van a meter al mismo torniquete en el Metro y después una le
dice a la otra “pase usted”, y después se bifurcan como si nada. Luego saco los
cigarros del bolsillo de la camisa y los deposito sobre la barra frente a mí.
Vuelvo a mirar al lado y resulta que el tipo también tiene una cajetilla de la
misma marca enfrente suyo. Ya para ese momento no bastaba con repetir la mirada
de inteligencia. Así que le indiqué con las manos los puchos y el trago y le
dije: “bueno, cigarros, vodka…”. El tipo me contestó algo al tiempo que
encendía uno de sus cigarrillos y supe que se venía una conversación como esas
que intempestivamente se dan entre compañeros de asiento en una micro (de esas
en que uno no sabe cómo cerrar, porque el otro sigue allí al lado, y donde no
sirve la técnica de los buses de hacerse el dormido). Cruzamos un par de
palabras más y me di cuenta de que no tenía acento chileno. Así que le digo:
“Tú no eres chileno”. Y él me dice: “Sí, sí soy, lo que pasa es que viví muchos
años en México”. Y aquí se me ilumina la ampolleta y le digo: “Qué
coincidencia, justo estoy leyendo una novela que…”.
No alcancé a terminar la frase cuando el tipo apaga el
pucho recién prendido aplastándolo contra el cenicero y dejándolo en un curioso
equilibrio (como debe de haber hecho muchas veces a lo largo de su vida), al
tiempo que me dice con una voz furibunda. “¡YA SÉ DE QUE LIBRO ME HABLA USTED!
El libro de ese tal Bolañoss” (había destacado particularmente la “s” ausente
en el apellido del susodicho). Me encogí de hombros. “¿Los Detectives Salvajes,
no? Ha de saber usted que YO SOY EL PROTAGONISTA DE ESE LIBRO”. Mi
encogida de hombros se transformó en consternación (otro loco, me dije). A
renglón seguido me empezó a contar la historia de unos poetas jóvenes en México
durante los años setenta. “Todos éramos poetas en ese entonces, éramos los
infrarrealistas, y cualquiera de nosotros pudo haber escrito ese libro. Lo que
yo no le perdono a Bolaños es que se haya aprovechado de nuestra historia para
alcanzar la fama. Es bastante fácil hacerse famoso ventilando las infidencias
de los conocidos”. En ese momento empecé a pensar que quizá el tipo no estaba
inventando la historia, y a medida que avanzaba dando nombres y haciendo
conexiones me daba cuenta de que su cuento era demasiado coherente (aunque
entonces yo aún no había terminado el libro, como para asegurarlo). Luego, y
mientras seguía despotricando contra “Bolaños” pensé, que si aún es curioso
encontrarse en un bar con el autor de un libro, encontrarse con el personaje es
simplemente “bizarro”; esas cosas sólo ocurren en la literatura. Cuando terminó
me volví a encoger de hombros, ya eran un cuarto para las cuatro y tenía que
tomar el bus. Se lo dije y concluí con: “Usted me va a perdonar, pero le
quisiera pedir un favor”. Me dijo: “¿Cuál?”. Y yo le dije, al tiempo que
extraía mi copia de “Los Detectives Salvajes” de mi maletín: “¿Me podría
autografiar el libro?”. Me dijo: “Ningún problema”. Y no sólo me lo autografió
sino que escribió una serie de nombres con signos de igualdad que conectaban a
los personajes del volumen, con aquellos que se supone existían en la vida
real. La letra era bastante ilegible, pero aquí hay algunas de las conexiones y
otras cosas que puso:
Piel Divina en Francia = Piel Divina
José Pequero = México
Mary Larosa y Vera Larosa = Las Chupapico [Estas son
las hermanas Font]
Cuauhtémoc Méndez, no mencionado
Mario Santiago = Compinche de Belano, con nombre de
ciudad [Ulises Lima]
Infrarrealistas
Descojonudo, personaje de tercer pelo…
Cuando llegué de vuelta a Santiago me dediqué a
investigar la historia e incluso llegué a consultarle a alguien que conoce a
Bolaño. Este le pregunto al mismo y todo resultó cierto. Lo único que no era
cierto era que el tipo aquel no era el “protagonista” (creo que estaba
convencido de que Bolaño se había inspirado en él para construir a García
Madero). El tipo en cuestión se llamaba Juan Harrington. Bolaño contestó que él
era mencionado a la pasada al final de la segunda parte del libro. Un personaje
menorsísimo que sólo se nombra dos veces en la página 551: Bustamante. El texto
reza así: “No, que yo sepa, el tal Bustamante ya no escribe poesía”.
***
Nota: Este relato es absolutamente verídico y le he
dicho a Heim en más de una ocasión que se lo iba a piratear. Él
gentilísimamente me ha dado permiso. Le estoy infinitamente agradecido.
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En el documental musical llamado Punk Attitude, de 2005, al inicio
de la película, Henry Rollins -el vocalista del grupo hardcore Black Flag- dice: “Basta que un chico o una
chica se levante y diga: ‘¡Al diablo!’… para que todos respondan: “¡La voz de
una generación!”. Visto a la distancia eso fue lo que hizo Bolaño, y su
principal legado. Lo curioso -y lo terrible- es que Bolaño no lo dijo siendo un
chico, sino que cuando ya se acercaba a los cincuenta; le pregunté una vez al
poeta concreto Andrés Anwandter por qué Bolaño era tan valorado por las
generaciones jóvenes de prosistas y poetas en Chile, y Anwandter me respondió:
“porque escribió la historia de todos nosotros, poetas jóvenes
latinoamericanos”; pero esa historia no fue pergeñada en la madurez de la
cincuentena, arrastra el sustrato de una experiencia de los veintes, de los
años setentas en México. Eso no lo sabíamos en 1998 cuando Los Detectives Salvajes fue publicada; lo fuimos aprendiendo de a
poco, cuando diversas voces en la Capital, en Barcelona o en Santiago,
empezaron a hilvanar la prehistoria del libro; al principio como un secreto
transmitido con sigilo, luego como una obra coral, como la segunda parte de la
novela, finalmente como un campo por explorar para la crítica y la Academia. En
mayo de 2005, cuando Montserrat se puso en contacto para que la acompañara en
la elaboración de su tesis de licenciatura, el tejido de esa prehistoria seguía
siendo una maraña de cabos sueltos: “¡Hay que ir a México!” fue algo que se
dijo en una ya desaparecida fuente de soda del centro de Santiago, y agrego: “hay
que seguir los pasos de esos mismos detectives salvajes”, esos detectives
salvajes que siempre he pensado son los que construyen la documentación de esa
maravillosa segunda parte.
¿Quiénes son esos detectives salvajes? Los mismos
poetas latinoamericanos jóvenes que una y otra vez, durante toda esta larga
década, han gastado la plata que no tenían, viajado como polizontes en camiones
a través del continente, dormido en quizá qué condiciones en pueblos, hostales
o peladeros, tratando de dar con el hilo y la madeja. Bolaño dejó un sinnúmero
de pistas, desperdigadas por este y otros de sus libros. Seguir esas pistas,
más que cualquier otra acción, es lo que sirve para encontrar la conexión entre
la vida y la obra. En ese sentido el recordado mantra infrarrealista de 1976: “DÉJENLO TODO, NUEVAMENTE
LÁNCENSE A LOS CAMINOS” cobra un significado excepcional. Pero, al mismo
tiempo, y como ha hecho ver muchas veces Álvaro Bisama, esto también hay que
tomarlo con una pizca de sal: abundan las pistas falsas, las escotillas que no
llevan a ninguna parte, los campos minados. Bolaño no reconstruyó la historia
con fidelidad de copista medieval, agregó ficción al relato, recompuso de
manera deconstructiva la memoria de su movimiento poético juvenil, imbricando
los relatos de tal modo que siempre hay que tener cuidado de su resulta. A mi
juicio, lo más notable, observado a la distancia, es la construcción de ese
canon alternativo que Montserrat se dio el trabajo de establecer en su libro.
El ejercicio de Bolaño es evidentemente un ejercicio borgiano, el ejercicio de
ese entrañable ensayo llamado “Kafka y sus precursores” (“El hecho es que cada
escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado,
como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o
la pluralidad de los hombres”).
Creo que el libro que comentamos hoy bien podría
haberse llamado “Bolaño y sus precursores”: Bolaño ha modificado el pasado, y
también ha modificado el futuro. Al levantarse contra Octavio Paz ha repetido
el eslogan de Rollins: “¡Al diablo!”, y ya hemos vivido una década
completa en que esa pancarta ha sido reimpresa en el imaginario de las nuevas
voces de nuestro continente. Admiramos en Bolaño el haber sacado a flote el
movimiento subterráneo de cierta poesía y cierta vida que en el canon latinoamericano
permanecían ocultos. Pero, ello mismo, ha vuelto a Bolaño el centro de un nuevo
canon, un canon disléxico, violentista, salvaje. Quizá ya sea hora de que en
algún lugar de Nuestra América se levante otro joven y diga: “¡hay que acabar
con Roberto Bolaño!, ¡al diablo!”, continuando con esa “tradición de la
ruptura” tan cara a Octavio Paz y de la que nuestro héroe, para el mismo
lamento suyo, sigue siendo, todavía, el último heraldo.