Escritores del Mundo, Buenos Aires. 07.2012
Hubo una época en que la literatura imaginaba mujeres
que mataban. Josefina Ludmer reconstruyó esa serie de delitos ficcionales donde
estudiantes universitarias, obreras, actrices, empleadas domésticas y
guerrilleras, en diferentes coyunturas, mataban médicos, dictadores, patrones,
policías, políticos corruptos y consumidores sin recibir castigo estatal. Son,
dice Ludmer, pioneras saliéndose con la suya, fundadoras de cierta cultura
femenina cuyo “delito” es el de abrirse paso entre las diferencias sociales,
nacionales, de sexo y de raza, inventando salidas allí donde no existían.
En el reverso de esa política de la literatura, la
novela de Bolaño, junto con otros textos de fin de siglo como Boca de lobo de Sergio Chejfec, Mano de obra de Diamela Eltit y El desperdicio, de Matilde Sánchez,
muestra cómo en nuestro fin de siglo el poder sobre la vida—el poder de crear,
gestionar y controlar poblaciones- se abre paso en el mundo del trabajo
viviente para apoderarse de la renta afectiva generada por los cuerpos que, en
su acción conjunta, crean y expanden formas de vida potencialmente autónomas.
Desde el momento que lo que está en juego es la
generación, liberación y multiplicación de la vida, el trabajo se feminiza. El
capitalismo sueña con jóvenes del tercer mundo, sumisas, maleables e
industriosas -gentileza de la familia patriarcal–, que abastezcan de mano de
obra dócil y barata a la industria global. Pero las buenas operarias no están
esperando que las maquiladoras abran sus puertas sólo para ellas, porque es la
fábrica la que crea, dentro de su régimen de encierro y vigilancia, cuerpos
dóciles y explotables según una producción subjetiva propia de la sociedad
disciplinaria (Salzinger). Pero cuando la disciplina deja de regir dentro de
los límites de la fábrica, de la cárcel, de la escuela o del hospital y se
propaga por todo el tejido de lo vivo; cuando los límites entre lo económico,
lo social, lo político y lo cultural tienden a disolverse; cuando la producción
se extiende a la reproducción de lo social y todo individuo es productivo
simplemente por vivir en una sociedad productiva; cuando la política queda en
manos de administradores y tecnócratas; la vida entera, saturada por nuevos
mecanismos de poder, se vuelve campo de control y manipulación de intensidades
virtuales y potencias difusas: la vida entonces tiene miedo, un miedo
permanente, de baja intensidad, deslocalizado, que inviste los cuerpos y se
apodera de nosotros hasta absorbernos y fundirnos con él.
Plegando al cuerpo sensible de la lengua las mismas
intensidades sociales que recorren como fieras sueltas el campo de lo vivo,
como si dijéramos, los temblores y latidos acelerados de la vida, novelas como 2666 o Boca de lobo son una exploración en clave afectiva -esto es,
en clave de inminencia del sentido- de ese nudo en el estómago permanente que
es el vínculo entre miedo, subjetividad y capital. El desamparo de un par de
mujeres frente al secuestro de las hijas adolescentes de una compañera de
trabajo, por ejemplo, no deja de ser en América Latina “una sensación familiar,
algo que si uno lo pensaba bien experimentaba todos los días, pero sin
angustia, sin la sombra de la muerte sobrevolando el barrio como una bandada de
zopilotes y espesándolo todo, trastocando la rutina de todo, poniendo todas las
cosas al revés”. El hecho de que la violencia que se encarniza con el cuerpo de
las jóvenes trabajadoras de Santa Teresa sea mostrado como algo bien concreto,
no disuelve la cualidad afectiva del acontecimiento, su realidad virtual, una
cualidad sentida flotando como una atmósfera de amenaza sobre la vida cotidiana
que la novela se abstiene de actualizar. La certeza de que en México, por la
falta de interés, la falibilidad, la desidia, la lentitud o las deficiencias de
la policía y del poder judicial, “nunca nada se cerraba del todo” guía un
relato policial trunco que deja los asesinatos sin resolver, en el campo de la
indeterminación y la impunidad. Como las muertas de Santa Teresa no pertenecen
a la sociedad (en el sentido de que no pueden ser integradas en una estructura
significativa), su inscripción en el lenguaje es problemática. Incluso si de
vez en cuando la policía identifica a alguno de los asesinos, el aire espectral
y pesadillesco de los crímenes no se desvanece. Si la literatura no se afirma
en la imposibilidad de relatar los hechos, si no cultiva la carga de
alucinación y de exceso que conlleva lo imposible, la literatura corre el
riesgo de volverse fácilmente recuperable para la opinión y el consenso, un
riesgo que la literatura de Bolaño no siempre ha sido capaz de evitar.
En más de una ocasión y sin mediaciones, las ficciones
de Bolaño vuelven visible la complicidad entre la ideología estética y la
violencia estatal. La poesía en el Chile autoritario de Estrella distante o la crítica
literaria en Nocturno de Chile,
comparten con el terror estatal el mismo espacio. En el México de 2666, la sensación de desamparo frente a
un peligro invisible cayendo como una sombra sobre un territorio abandonado por
el Estado, diseña un medio de inseguridad donde “ser periodista cultural es lo
mismo que ser periodista de policiales". Que es lo mismo que ser
periodista de economía: el asesino o los asesinos de mujeres, vagamente
conectado con la figura fantasma de un novelista alemán cuyas huellas se
pierden en México, tiene la movilidad, la flexibilidad y la inmaterialidad de
la economía post-fordista. Como el capital, está en todas partes, deslocalizado
y ramificado en el tejido material de la vida.
Todo lo que alguna vez fue vivido como alienación,
malestar, extrañamiento o crisis de la experiencia, confinado en los márgenes
del sistema de producción, parece volverse ahora fuente de valor y de cálculo,
objeto de captura y acumulación afectiva. El trabajo ya no protege: en Santa
Teresa, en México, en la América Latina de los años de la globalización, ningún
empleo es del todo seguro: todos estamos expuestos al desempleo, todos estamos
por quedarnos sin trabajo, a punto de ser declarados redundantes. La
experiencia de radical alienación en un mundo cambiante, el poder de adaptación
a la movilidad continua y de reinventarse a uno mismo, el carácter contingente
y aleatorio de cualquier juego de reglas y valores, el oportunismo, el hábito
resignado de no desarrollar hábitos, el desarraigo de identidades fragmentadas
en permanente deslizamiento hacia la ilegalidad, el sentimiento de
vulnerabilidad e inseguridad personal, la falta de certezas, son ahora valiosas
fuerzas productivas, “mercancías” en esos mercados de trabajo escalofriantes
mal llamado globales, tanto como razón de ser de formas afectivas del poder
(Virno). Así, si las cosas se llamaran efectivamente por su miedo, a la hora de
medicalizar un malestar irreductible
habría que hablar antes que nada de ginefobia, ergofobia y tropofobia, que son
el miedo a las mujeres, al trabajo y a cambiar de lugar. Se trata de un
triángulo por el que se escurre de forma incesante una vida precarizada,
superflua, privada de certezas, objeto de cálculos y apropiación por la acción
deshumanizante de un capital que ha puesto el terror y la inestabilidad en el
centro del proceso productivo.