miércoles, 8 de mayo de 2013

Actos de bolañismo

por Karina Sainz Borgo
Revista Quimera, nº 328. 03.2011






Actos de bolañismo, o cómo cargarse una mesa redonda sin que parezca delito
 

Archimboldi está aquí -dijo Pelletier-, y nosotros estamos aquí,
y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él.
Roberto Bolaño. 2666



El teatro está convocado, aunque sin avisos que recuerden su existencia. Todo está solapado, encubierto, y quienes asisten asumen como verdaderas algunas condiciones… Que esto es una mesa redonda literaria. Que quienes participan en ella gozan de alguna licencia intelectual, sentimental o biográfica para hablar sobre Roberto Bolaño -el parricida del boom se ha convertido en un difunto de moda al que, ahora, le crecen por igual los inéditos y los amigos-. Que esto se trata de un acto culto, ajustado a la norma de los ceremoniales y los desenfados previstos en el repertorio de lo políticamente correcto.

En resumen, quienes asisten lo hacen confiados de las convenciones hasta ahora pactadas por el uso y la costumbre. De ahí el éxito anticipado –pero necesariamente finito- de “Los críticos también lloran”. Se trata, como sus organizadores dicen, de un “homenaje”, pero también de una conferencia adulterada, un asalto entre paréntesis, una novela escénica, un objeto portátil, de uso limitado y rápida caducidad debido su carácter efímero (se puede engañar una vez, quizás dos, pero llegar a la decena supondría, quizás, hacer la acción previsible).

Para ser prácticos y convertirlo en sujeto para una oración, “Los críticos también lloran” puede definirse como una puesta en escena dirigida por Marc Caellas e interpretada por cuatro escritores, Leo Felipe Campos (Venezuela), Jordi Carrión (España), Margarita Posada (Colombia) y José Tomás Angola (Venezuela). Hasta ahora, este proyecto -a mitad de camino entre la conferencia, la obra de teatro, el performance y el saboteo con pretensiones intelectuales- se ha representado en Bogotá (Colombia), en la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, en Mérida (Venezuela), así como en Barcelona (Casa de América), Madrid (Casa de América) y Estocolmo. 

En ella, se supone, que los escritores deben sostener un debate acerca de la narrativa de Roberto Bolaño. Basándose en el mecanismo del humanista a tiempo completo y la lógica del bookstar, “Los críticos también lloran” debería jugar la carta de la mesa literaria como bingo cultural. En este formato, cada vez más repetido, el autor sustituye a su propia obra. El escritor pasa por encima de lo escrito. En el caso de Roberto Bolaño la propuesta de una conferencia en esos términos resultaba aún mucho más atractiva. De ahí la convocatoria; un señuelo perfecto.

Pero ni ésa es una mesa redonda ni los escritores se comportarían como tales. Ellos representan, mejor dicho, sustituyen en su papel a los cuatro investigadores protagonistas de “La Parte de los Críticos”, primer tramo de la novela 2666 de Roberto Bolaño. Así, Jean-Claude Pelletier (Leo Felipe Campos), Manuel Espinoza (Jordi Carrión), Liz Norton (Margarita Campos)y Piero Morini (José Tomás Angola), se remiten a contar su propia historia: la de cómo conocieron al escritor Benno Von Archimboldi, cómo coincidieron entre sí en sus investigaciones sobre el autor y los lazos extraliterarios –emocionales, obsesivos, eróticos- que fueron atándoles hasta llegar a la enloquecida búsqueda del escritor en Santa Teresa, eufemismo de Ciudad Juárez, a donde van a parar envueltos en una manta de polvo y locura. 

Y si el público lo que espera es panegírico, otro inédito hallado por Herralde en la gaveta de una cómoda del chileno o la disertación sobre Ulises Lima en clave Nocilla, se topará de bruces con la voz de un hombre que habla sentado desde su silla de ruedas: “La primera vez que Leo Campos leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1990, en París, en donde curaba estudios universitarios de literatura, a la edad de 19 años. El libro en cuestión era D'Arsoval. El joven campos ignoraba entonces...”. En ese momento la mesa redonda es defenestrada y el teatro -o la novela- se abren paso en la sala.
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Aunque el texto de 2666 es el asiento conceptual del proyecto, “Los críticos también lloran” está basada en el libreto de la adaptación que hicieron Alex Rigola y el dramaturgo Pablo Ley para el teatro Lliure de la novela póstuma del chileno, además de un fuerte influjo de las ideas de Mario Bellatín, cuyo garfio duchampiano resplandece cual guiño en toda la puesta en escena.

A diferencia del épico montaje de Rigola, que escenificó las cinco partes de 2666, “Los críticos también lloran” toma de la apuesta de Rigola sólo la selección del texto y se aleja de planteamientos estéticos. Al contrario, se planta en preocupaciones más tácticas que retóricas. Utiliza lo esencial: el texto, el espacio y un tercer e indefinido elemento, el paréntesis donde coinciden el humor y el ensombrecimiento.

“Los críticos también lloran” funciona como una máquina sin telón, un artefacto portátil y mucho más efectivo donde el principal efecto es la apariencia de realidad. Una mesa de conferencia, cuatro micrófonos y cuatro sujetos que no se dedican a dramatizar, sino a narrar una novela. No es la acción, ni el conflicto representado. Lo que prevalece es la situación literaria contada mientras la novela se comunica con la obra o con el simulacro de obra.

A diferencia de cualquier adaptación, casi siempre sacrílega, esta representación se vale del texto para llevar lo escrito al mundo de la apariencia, sin artificios. Una vez en el asiento, puesta en marcha la “mesa redonda”, quienes han leído la novela, inmediatamente entrarán en ella y a través de ella. Quienes no, serán llevados de la mano. Sin distracciones. Sin información simultánea, ni escenografía, ni vestuario, ni caracterización. Sólo texto y voz. Sólo eso. Los cuatro escritores, envueltos en la situación de una conferencia, narran. Y son interrumpidos en sus –a veces- indirectos diálogos por personajes –que a manera de voces sueltas en un coro- aparecen desde el público –la señora Bubis, el pintor Edwin Johns, Amalfitano- como recursos más narrativos que teatrales para romper con la monotonía. En este sentido, actúan más como mecanismos audiovisuales que escénicos. Lo que parece una conferencia se vuelve una escena, y lo que debía ser una escena deja de ser acción en sí misma, para ser una situación. Lo teatral se subordina ante la oralidad de la escritura. Y aunque pudiese pensarse que la propuesta es democrática, no lo es. Nuevamente, aparenta una experiencia democrática, porque lo teatral ha sido convocado pero sin avisos que recuerden su existencia. La imprecisión del escenario no excluye sus dominios.

Por muy paródica o engañosa que resulte para quienes esperaban de ella un coloquio como tal, la mesa redonda no deja de ser un evento distante que juega la carta del peta zetas. Algo parece estallar, sin hacerlo realmente. Es cierto que Edwin Johns responde, escondiendo su mano manca, desde el fondo de la sala que de pronto se vuelve manicomio. Y es cierto, también, que la señora Bubis bebe un vodka en medio de un salón sembrado en la tercera fila del auditorio. Sin embargo, el lugar de la acción sigue siendo fijo, permanece en el texto.

La historia se separa del resto del espacio, se mantiene muy bien definida por la noción de marco que aleja a la estampa de quien la mira, reafirmando su condición de objeto de representación. La noción de límite –marco, pedestal- refuerza la puesta en escena, el gesto de quienes han cambiado de lugar esas páginas -las de 2666- y las han colocado en clave de performance en el lugar institucional del pretencioso –y defenestrado- escritor conferenciante.

Ese sencillo –y necio gesto de atorrancia o ingenio- refuerza la intención de “Los críticos también lloran”. Un autor como Roberto Bolaño, irónico por naturaleza, tiene la suficiente fuerza como para, a través de su texto, ocupar un espacio institucionalmente ritual, parodiarlo y lograr así, el doble efecto, es decir, que el humor se active y que el texto, en su sentido original, adquiera un peso aún mayor, debido a la concentración de pocos elementos bien ordenados. De ahí que la realidad sea esencial y suficiente, que no sea necesario nada más excepto la propia parodia de la mesa redonda, que genera, a la vez, un engaño y un nuevo sentido, un significado adicional mordaz, opaco, melancólico y furioso.


Paréntesis para el humor y ensombrecimiento

Cuando el periodista Demian Orosz le preguntó a Roberto Bolaño qué significaba para él su país de nacimiento, el reportero argentino utilizó exactamente estas palabras: “¿Qué representa Chile para usted? Parece que su país fuera un lugar que sólo le interesa visitar en su escritura, y eso más que nada para señalar zonas oscuras, esa porción de infierno que persiste allí”. El delgadísimo autor de Los detectives salvajes, siempre mordaz cuando de Chile o de Isabel Allende se trataba, comenzó al trote complaciente del reportero para luego dar un par de coces hilarantes:

“Bueno, la porción de infierno chilena es mi infancia y mi adolescencia. Y luego el Golpe de Estado. Pero me gusta la comida chilena. No sé si tú la has probado: es una comida bastante buena. Las empanadas, el pastel de choclo, las humitas, la cazuela chilena, los mariscos, que tal vez son los mejores que he comido jamás, esa salsa que allí llaman pebre y que es muy sencilla pero también muy eficaz, el charquicán, que es un plato que viene de antes de la Guerra de Independencia y que dicen que era el plato preferido de Manuel Rodríguez...”.

El humor –y la ironía- en Bolaño es un ingrediente tan esencial en su literatura como la melancolía, la rabia triste o la poesía como “vida peligrosa”. Y es justamente en “La parte de los críticos”, armador de “Los críticos también lloran”, uno de los textos donde el mecanismo irónico se desliza de manera más natural de un personaje y de una situación a otra.

"La parte de los críticos es una burla elegante, mediante una narración sin pausa, de la rutina comercial y académica de la República Mundial de las Letras, de sus ritos y coloquios, de sus extenuantes traslados aéreos, del mercado editorial y de quienes viven para alimentarlo o derruirlo”, escribió Christopher Domínguez Michael en el ejemplar de Letras Libres de abril de 2005 al referirse , justamente, al elemento cítrico con el que Bolaño conduce al cuarteto de críticos “entreverados erótica y profesionalmente ” a un estado tal de exceso que termina por llevarlos hasta Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez, el lugar que Bolaño coloca como punto ciego del universo.

Es ésa, justamente, una de las pocas ocasiones de la representación en las que el lector convertido en espectador, no el que lee 2666 sino el que presencia “Los críticos también lloran”, siente un salto. La puesta en escena viene de relatarnos la alternancia de alcobas en Madrid, Londres y París, un juego de voces que opone la vitalidad, la locura y la pulsión de lo erótico a la resignación, la que invade primero a Morini y luego a los otros tres profesores, aplastados por el peso la búsqueda infructuosa de Archimboldi en Santa Teresa. Es allí donde al humor le sobreviene el ensombrecimiento, el bolañismo desesperado que se resiste a toda apariencia que no sea su propia naturaleza escrita.

Justo en ese salto, “Los críticos también lloran” clava las espuelas en el costado del texto. Quizás porque comience a arrojar luz sobre muchos aspectos que quizás Bolaño prefirió ensombrecer y demorar, como la propia Santa Teresa y su realidad aplastante, un lugar cuya textura llega a parecerse, incluso, a esa geografía que Bolaño llamó “el territorio del riesgo”: “Para mí la literatura traspasa el espacio de la página llena de letras y frases y se instala en el territorio del riesgo, yo diría del riesgo permanente. La literatura se instala en el territorio de las colisiones y los desastres, en aquello que Pascal llamaba, si mal no recuerdo, el paréntesis, que es la existencia de cada individuo, rodeado de nada antes del principio y después del final”.

Las posibilidades de ese paréntesis son el producto resultante del martillazo que, en nombre del teatro o la provocación, Marc Caellas ha dado a la rígida tabla de la mesa redonda literaria. Una vez finalizada la puesta en escena, cuando Pelletier y Espinoza reparan en su extravío y en el del propio Archimboldi, el final se precipita. La sala entera enmudece. Aplaude después, aunque todavía parece muda sin saber si preguntar o no algo. Quedan en el aire tantas permutaciones como astillas o individuos. ¿Parodiar, provocar? No. Son los actos de bolañismo, abriéndose paso.