jueves, 30 de mayo de 2013

Roberto ya no vive aquí

por Álvaro Bisama
Revista Qué Pasa. 16.05.2013







La sala es oscura y hay algo que hace pensar que las vitrinas donde se exhiben los cuadernos y libretas de Roberto Bolaño parecen féretros. Hay algo sepulcral acá, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Algo que me hace pensar que la exposición Archivo Bolaño puede ser una peregrinación frustrada a estos manuscritos, que son los rollos del Mar Muerto de la religión en la que se ha convertido el culto al escritor chileno. Es interesante, pero poco profunda. Todo queda en el centro de la ciudad y a escasas cuadras del balcón de un departamento que, me cuentan, es parte de un tour literario que hay por la ciudad. Al parecer, Bolaño vivió en ese balcón pero, me confiesan, no está muy claro cuál es el lugar exacto. 

Lo importante es que el mito está ahí aunque cada vez me parezca más dudoso, más parcial. Pienso en los textos que Bolaño publicó para las revistas de la diáspora (“Literatura chilena en el exilio”, “Araucaria”), en las antologías de poesía chilena que hicieron Sergio Macías (Los poetas chilenos luchan contra el fascismo, que salió en Alemania Oriental, en 1977) y Soledad Bianchi (Entre la lluvia y el arcoíris), en esa lectura de poesía chilena que armaron los infras en 1975 donde hablaban de Millán y otros, en ese número de “Berthe Trépat” (que sí está acá, pero cerrado), que era un dossier completo sobre literatura chilena y que partía con la carta dolorosa de un Enrique Lihn que no dejaba nada en pie. Archivo Bolaño vadea todo aquello. Presenta un cajón inagotable de manuscritos que, quizás, no sirven de mucho. Todas, obras inacabadas, tentativas de genio y destellos precoces; marcas de una literatura que no fue, la ficción de un documento algo estéril. 

De haber vivido, Bolaño hubiera cumplido 60 años este 2013. Su obra, que ha sido leída y releída hasta el hartazgo, es una iluminación y una trampa. Quizás por eso resulta decepcionante la muestra, que quiere inventar otro Bolaño (el de un artista solitario, precoz y genial), pero que no avanza mucho más. Las libretas están cerradas, de cada una de ellas sólo podemos ver un par de páginas y nada de eso explica esa letra suya perfecta y ordenada, que nunca se escapa de las líneas de la hoja, aquella caligrafía que escribe sin romperse nunca. Una letra que está en el reverso exacto de la de su amigo Mario Santiago, que sólo sabía escribir en los bordes de cualquier superficie. A partir de ahí, respecto de Bolaño sólo podemos hacer conjeturas, contemplar los planos de sus ciudades ficticias, los mapas conceptuales de las novelas que nunca veremos.

Es demasiado pobre todo esto, aunque queda la sospecha de que de estos cuadernos saldrán las decenas de libros de Bolaño que leeremos en el futuro. Se extraña la complejidad de las máscaras infinitas del yo del autor, que acá no alcanzan a romperse y sólo cristalizan en este recuerdo parcial, en esta postal de un rostro donde falta el fondo. Por ahora, afuera de la sala, España vive la crisis. Ésta es una ciudad que Bolaño dejó hace mucho tiempo. Mientras que por las ramblas se pasean alemanes borrachos y el Barcelona celebra su triunfo en el campeonato, en la cuasi penumbra del CCCB, los cuadernos nos hablan de un mundo desaparecido, del que sólo podemos contemplar unos pocos fragmentos.