El País. 14.07.2013
En Blanes, no se sabe qué día y qué mes de 2002, Roberto Bolaño termina de escribir el prólogo a una novelita que se titula Amberes y que había escrito unos años antes, cuando vivía en Barcelona, urdiendo, entre otros menesteres, un plan delictivo con un argentino y estando convencido de que no pasaría de los treinta y cinco años de vida. El asunto policial quedó rápidamente descartado pero no esa curiosa sensación de inmediata finitud.
Vuelvo a leer Amberes y pienso que hay entre sus páginas mucho de la vida precaria del Bolaño de entonces y, sobre todo, mucho de las líneas maestras de toda su literatura. Invito a lector a volver sobre estas páginas. De la misma manera que hay que regresar siempre a sus dos grandes novelas “chilenas”: Estrella distante y Nocturno de Chile. Releo capítulos de su novela póstuma, 2666 y no puedo dejar de conectarla con el prólogo de Amberes. Nos dice ahí, el escritor chileno: “El desprecio que sentía por la así llamada literatura oficial era enorme, aunque sólo un poco más grande que el que sentía por la literatura marginal. Pero creía en la literatura”. Estas palabras dan indicios concluyentes sobre uno de los grandes misterios que envuelven su narrativa. ¿Por qué después de leer a Bolaño, uno siempre tiene la sensación de haber leído a un gran clásico contemporáneo? Una literatura voraz, tentacular, terriblemente de nuestro presente y majestuosamente de siempre. ¿Desde dónde escribe el autor de Los detectives salvajes?
Su observatorio hay que buscarlo en ese espacio que se extiende entre la literatura oficial y la marginal. El lugar inclasificable. El territorio de la pura euforia de narrar e inventar y de la absoluta conciencia de ser contemporáneo del horror y de esa hilarante parodia de existencia en la que estamos instalados.