Por Christopher Domínguez Michael
Zonaliteratura.com, 30-10-2016
Prólogo a El espíritu de la
ciencia-ficción
Hay quienes, desde hace tiempo, pasaron de la sorpresa al
disgusto al corroborar que del arcón de Roberto Bolaño, como del de Fernando
Pessoa, siguen saliendo inéditos. A mí más bien me entristece que, fatalmente,
esos regalos acabarán por terminarse aunque parezca infinita la capacidad del
escritor de seguir sorprendiéndonos desde ultratumba, como lo hubiera querido
Chateaubriand, un autor que no estaba de moda en la década de los setenta pero
que Bolaño leyó pues, en sus años mexicanos, las Memorias de ultratumba, del vizconde, dormían el sueño de los
justos en las librerías Zaplana y Hamburgo, sin duda frecuentadas por él, ya
que no había, en ese entonces en la Ciudad de México, muchas otras.
Pasó el momento, también, de la incredulidad suspicaz ante
Bolaño. Ya no se oyen las voces estridentes de quienes se sintieron desplazados
por la irrupción de escritor genial en el último minuto (autores de su
generación en ambas orillas del Atlántico) o de los profesores perezosos ante
la evidencia de que el canon tendría que ser modificado por culpa del chileno.
Tampoco cosechan demasiado crédito quienes —pues no sólo en política sino en
literatura abundan las teorías de la conspiración— adjudican la posteridad de
Bolaño a una siniestra operación del mercado editorial. Me he opuesto, pues
está en mis deberes como crítico literario, a los excesos de los editores, a su
necesidad de dar gato por liebre, pero en el caso de Bolaño, aducir su fortuna
al mercadeo es, o no haberlo leído, o ignorar que la novela nació liada al
comercio desde los tiempos de Walter Scott, Balzac o Eugène Sue, o, finalmente,
creer que la literatura en lengua española sigue necesitando del empujón de los
editores para demostrar una grandeza cinco veces centenaria, con sus altibajos
cíclicos, desde Cervantes, o un poco más que centenaria, si pensamos sólo en
Rubén Darío. La historia de la literatura también incluye a quienes la hacen
materialmente posible, a los editores y, de un tiempo para acá, a los agentes
literarios, unos y otros con sus miserias y sus grandezas.
Es materia de la teoría de la percepción averiguar por qué la
lengua inglesa, tan reacia (peor para ella y su público) a traducir, se prendó
de Bolaño, y para ello se han escrito obras seminales como la de Wilfrido H.
Corral, Bolaño traducido: nueva
literatura mundial (2011), y habrán de seguirse publicando muchas otras
como corresponde a la estatura de un clásico. Y por último: hace rato se demostró
la flojera mental de quienes necesitaron, como si fuese necesario, «vender» a
Bolaño como un poeta maldito o como un enganchado a las drogas que,
milagrosamente, dejó no sólo una obra magnífica en vida sino un arcón de
inéditos sólo comparable, insisto, al del poeta portugués Fernando Pessoa. Nada
tengo en contra de los malditos —de hecho, tras este texto me ocuparé, feliz,
de Verlaine y Darío— pero Bolaño resultó ser de otra estirpe, la de los Thomas
Mann, la de quienes —ya lo decía Jules Renard— dan a medir su genio no sólo por
la calidad sino por la cantidad. Sé que la anterior afirmación molestará a
quienes ven en Bolaño sólo la iconoclastia y el postvanguardismo, pero me temo
que se equivocan.
No queda duda de que el gran narrador hispanoamericano del
tránsito entre los siglos XX y XXI fue Bolaño, y la progresiva aparición de sus
inéditos no hace sino confirmarlo. Fatalmente, también, es imposible la lectura
de una novela de juventud como El
espíritu de la ciencia-ficción haciendo abstracción de que se trata de un
clásico moderno. Nadie puede leer a Pessoa o a Bolaño inocentemente. Habremos
de morir quienes fuimos sacudidos por el fenómeno Bolaño para que otras
generaciones lo juzguen más allá del temor y del temblor, rectificando o
corrigiendo nuestra admiración, limando de ella cuanto sea exagerado o
contingente.
El espíritu de la
ciencia-ficción, terminada en Blanes en 1984, es una buena novela
de juventud. Una asumida Bildungsroman,
como lo fue, desde luego, Los detectives
salvajes, de la cual esta obra es un probable antecedente, o más bien, de
ella pueden extraerse numerosos elementos, de alguna manera iniciáticos (por
tratarse de una obra primeriza y porque, como yo lo creo, nuestros primeros
libros son, afortunados o desgraciados, ritos de iniciación), útiles para el
estudio del conjunto de su obra. A diferencia de otras obras póstumas, como El Tercer Reich (2010), una en sí misma,
autónoma dentro del ya bien cartografiado universo de las obsesiones
bolañescas, o Los sinsabores del
verdadero policía (2011), un ejercicio previo a 2666 (2004), este inédito es un libro relativamente solitario, obra
de un narrador aún inseguro del camino a tomar justamente por razones de genio.
Cualquier otro autor —no Bolaño— hubiese hecho publicar El espíritu de la ciencia-ficción y no le hubiera faltado editor,
pero el chileno (y mexicano y catalán) tenía un proyecto enorme, lleno de
dificultades y pruebas, en el cual decidió experimentar, absteniéndose de
publicaciones precoces, acaso convencido secretamente del destino clásico de su
trabajo.
El espíritu de la
ciencia-ficción, desde luego, es un libro muy familiar para el
lector avezado de Bolaño. No voy a contar la trama —pecado de prologuistas y
escritores de solapas que procuro evitar— pero sí a señalar algunos aromas
despedidos por la novela. A Bolaño —no podía ser otra cosa tratándose de un
escritor tan sólidamente profesional— le obsesionaba la condición del escritor,
sus patologías habituales (Cyril
Connolly dixit) y, de manera señalada, su propia naturaleza de escritor en
formación (no necesariamente joven). Por ello, como Borges y Bioy Casares
chismeaban a sus anchas temas a la vez menudos y graves como los concursos
literarios, aun los remotamente provinciales, a Bolaño le llamaban la atención
esas aparentes menudencias, pues creía, con Paul Valéry, en los pesos y medidas
que rigen el boceto de la literatura, su producción (la palabra es horrible
pero no hay otra).
Por ello, los talleres literarios, tan comunes en el México de
los años setenta, o los concursos literarios, que en la España anterior a 2008
se convirtieron en una gigantomaquia, ocupan a Bolaño desde su juventud y son
parte esencial de El espíritu de la
ciencia-ficción, como el autorretrato práctico del artista joven, visto por
esa mezcla de solemnidad ante la Literatura como destino y de sentido del humor
ante sus convenciones tan propia de Bolaño. No falta tampoco la iniciación de
los personajes de Bolaño como reseñistas en suplementos culturales donde se
asoman las personalidades, entonces ya protervas, de escritores del otro
exilio, el español. Todo ello mediante el homenaje seminal —el primero que le
leo en la cronología, al menos la pública, de su obra— a la Ciudad de México,
mi antiguo Distrito Federal, que tuvo en Bolaño, quién lo hubiera pensado, a su
bardo mayor. Lo quiso ser Carlos Fuentes, a la manera de John Dos Passos, en La región más transparente (1958), pero
su vida cosmopolita lo alejó de una ciudad que le disgustaba y a la que (como
Bolaño, a su manera) prefería oír. Compulsivamente en Fuentes, selectivamente
en Bolaño, ambos grabaron el habla de la Ciudad de México de una manera
sorprendente. Y por ello, además, no es extraño que Bolaño y los
infrarrealistas se hayan resguardado bajo el poder poético de Efraín Huerta
(1914-1982), poeta por desgracia poco conocido en la península, cuyas
declaraciones de amor y de odio a la capital mexicana debieron ser, para el
joven escritor y sus amigos rechazados por la diosa Fortuna, las tablas de la
ley.
Siempre será misterioso, para un mexicano, qué vio el joven
Bolaño en la Ciudad de México, tan maldecida por sus habitantes mediante una
suerte de orgullo invertido, y cómo, tal cual se lee en Los detectives salvajes y en 2666,
descubrió —al mismo tiempo que nuestros narradores propiamente norteños— el
norte de México, que hasta los años ochenta carecía de personalidad literaria y
hoy, por las peores razones —las de la violencia narca—, es lo más conocido del país, también por buenas razones:
los libros de Bolaño, y con los suyos los de Jesús Gardea, Daniel Sada, Eduardo
Antonio Parra, Yuri Herrera, Julián Herbert y Carlos Velásquez, entre otros
pocos, son averiguaciones morales y lingüísticas sobre el mal, el desierto, la
frontera.
Aparece en El espíritu de
la ciencia-ficción, por primera vez, Alcira Soust Scaffo, la madre de los
poetas desamparados, que será protagónica en Los detectives salvajes y en Amuleto
(1999), pero en este libro importa más cómo describe Bolaño la lectura grupal
de los textos primerizos entre los talleristas, otro rito de iniciación que
Bolaño ve con un respeto inédito e inverosímil. Con todo, lo esencial en esta
primera novela es otra cosa, decisiva para el proyecto de Bolaño: su noción de
futuro invoca la ciencia-ficción pero no es exactamente esa literatura, en
general anglosajona o francesa, de anticipación científica.
En las cartas que Jan Schrella (alias Roberto Bolaño, p. 206)
escribe, en El espíritu de la
ciencia-ficción, a sus escritores favoritos de ese género o subgénero (la
discusión es ardua), no está una fijación de Bolaño con la juvenilia, es decir, la lectura de iniciación en libros «no del
todo serios» antes de abordar a los antiguos clásicos o a los clásicos
contemporáneos (yo, si el ejemplo sirve, leí primero a Rulfo, Paz y al Boom, y
después, no sin la mirada reprobatoria de mi padre por desviacionismo, a H. P.
Lovecraft, Isaac Asimov o Arthur C. Clarke). Hay que buscar en otro lado. En la
Universidad Desconocida de la cual
Bolaño fue el fundador y único alumno.
La gran aportación de Bolaño a la literatura mundial no fue,
desde luego, cerrar el realismo mágico (cerrado estaba desde tiempo atrás), ni
volver a clásicos latinoamericanos ignorados, peor para ellos, por la academia
anglosajona, como los padres de Borges, un Oliverio Girondo o un Macedonio
Fernández, quienes demostraban que nuestra madurez, ignorada a lo lejos, ya
tenía sus años, sino variar la noción de futuro en la literatura moderna. No
fue el único pero en ello Bolaño fue ejemplar, y la primera prueba la tenemos
aquí, escrita en Blanes, en 1984, el año de Orwell, acaso no casualmente.
La ciencia-ficción no era para Bolaño, como lo sería para un
lector ordinario, una mera premonición de viajes espaciales, planetas
extraterrestres habitados por alienígenas o colosales adelantos tecnológicos,
sino un estado moral, la búsqueda invertida del tiempo perdido, y por ello su
obra es incomprensible sin la lectura de Ursula K. Le Guin o Philip K. Dick,
quienes moralizaron el futuro como una extensión catastrófica del siglo XX.
Aquélla sería una supermodernidad probablemente fascista —en los años ochenta
Bolaño, cosa rara, conocía a los escritores de derecha de la Acción Francesa,
entonces del todo olvidados— y en El
espíritu de la ciencia-ficción reside, es probable, el secreto de 2666. La novela, para Bolaño, no es
cronológica, sino moral, y esa ética sólo puede entenderse, exacta anticipación
suya, mediante una suerte de teoría de los juegos, lo que explica un libro como
El Tercer Reich. Si el detective,
como ya dijeron otros comentaristas antes que yo, es una forma callejera del
intelectual, la práctica de los videojuegos es un rudimento de la historia
universal, una proyección que rompe la linealidad del tiempo. Es El espíritu de la ciencia-ficción.
Además de todo ello, de ser una novela de iniciación literaria,
también lo es de iniciación sexual y amorosa. En pocas ocasiones la literatura
de nuestra lengua había mostrado, como en El
espíritu de la ciencia-ficción, los dolores, las dificultades, las angustias
del joven varón ante lo que Henry Miller llamaba con exactitud «el mundo del
sexo». Ojalá el arcón de Roberto Bolaño nunca se cierre.
Coyoacán, septiembre de
2016