Por José Luis Amores
Revista de Letras, 05.11.2010
Revista de Letras, 05.11.2010
Nunca
llegué a trabajar en Blanes porque me quitaron el proyecto nada más
conseguirlo. Sí fui muchas veces antes de eso, siempre con frío, durante el
invierno de finales de 2000 y comienzos de 2001. Tras estampar la firma en
aquel contrato, mi sucesor me enseñó dónde iba a estar la oficina, al lado del
cementerio. Porque era costoso ir hasta allá desde acá, separaron Cataluña de
mis obligaciones y derechos, y con ello la posibilidad de encontrarme un día
a Roberto Bolaño por la calle, o en un café, o en la librería que
frecuentaba y que nunca conocí.
Me
acuerdo ahora de él, después de algunos meses de terminar la lectura de su
última novela póstuma, por haber visto un programa, en diferido, sobre su vida
y obra. Lo emitieron el pasado domingo por la [señal] 2 de TVE. No lo vi porque
estaba en el hospital, visitando a un amigo que acababa de salir de la UCI,
pero con ganas de jaleo. Le presté Algo
supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace,
ejemplar superviviente de horas de lectura propia y ajena. Creo que le destrocé
su disfrute, aunque también puede que se lo estimulara al máximo, pues le fui
explicando el fondo de cada uno de los textos que se recogen en el libro,
dejándole poco margen para el descubrimiento. Mi amigo, lo celebro, está vivo,
y los dos escritores mencionados ambos muertos cuando aún tenían mucho que
enseñar a quienes merendábamos con sus libros en la mano. Nos queda la
relectura, que seguramente no es poco.
Un
día después lo vi en la web de TVE, cuando no había nadie más en casa. Lo
primero que llama la atención es la facilidad con que otros escritores, Vargas
Llosa, Juan Villoro, reducen la literatura de Bolaño a un puñado de lugares
comunes. Adjetivos como novedosa, difícil, borgiano, mito,
expresiones como seguridad en sí mismo,
matar a los padres, se dicen con
alegría y sonoridad. Resulta paradójico, sin embargo, que los aciertos
definitorios provengan más de un Villoro que de un Vargas Llosa. En el segundo
hay un deje de condescendencia, mientras que al otro se le nota la seguridad de
quien conoció bien los motivos y herramientas del sujeto objeto de su charla.
Ya sabíamos de la pobreza de Bolaño, pero a nuestros estómagos subvencionados
les impresiona constatarla por medio de testimonios de gentes del pueblo; la
lectura de alguna carta de agradecimiento a A. G. Porta por unos comestibles,
unos sobres, papel de carta, un paquete de tabaco; fotografías que dan cuenta
de su estado económico. No tuvo nada de aquello para lo que comúnmente se
utiliza el verbo tener. Escribía
constantemente, y también leía mucho. No podía imaginarse un año sin leer nada.
Tenía muchos libros, leídos y no leídos, de estos últimos se contentaba con
tenerlos cerca y hojearlos de vez en cuando. Seguramente conocía el caso de
Anthony Burgess, quien creyéndose cerca de la muerte escribía a toda velocidad
para así dejar un legado a su mujer del que pudiera vivir cuando él ya no
estuviera. Bolaño remedó el gesto, escribió y plagió un falso final de vida
para conjurar la suerte. Pero no tuvo la misma que el escritor británico. Murió
de cáncer en 2003.
Soy
fan veterano de la literatura de Bolaño, lo que equivale a decir que uno es fan
de la figura del escritor, pues cuánto de sus propios hechos hay en sus novelas
y relatos. Me acuerdo de sus narraciones porque su forma de contarlas es
memorable. Me acuerdo de que sus personajes se abrían al acto de llorar con
causa pero sin caer en el ridículo ni en la ñoñería. Recuerdo la rutina diaria
que describía como propia del escritor en Los
detectives salvajes: coger, leer, comer, escribir, dormir, todo ello con
los horarios convenientemente alterados. Me acuerdo de cuánto le gustaba
escribir la palabra mierda: tormenta de mierda (Nocturno de Chile), torre de mierda (2666), la literatura es una mierda (…). Recuerdo un relato suyo en
el que llamaba desde una cabina (Llamadas
telefónicas), echando monedas de duro, puede que a una novia andaluza,
puede que al escritor Enrique Vila-Matas, puede que a los dos en momentos
diferentes. Y a una mujer que hablaba a un hombre al que iba a matar (Putas asesinas), del viento que le daba
en la cara yendo en una motocicleta. Mezclo sus escritos: los libros de
Turgueniev que dijo haber perdido y que quería recuperar (Entre paréntesis), sus recomendaciones canónicas para aprender a
escribir relatos (Cuando ellas duermen,
de Javier Marías, y Suicidios
ejemplares, de Vila-Matas), su asombro al descubrir a Rodrigo Rey Rosa, su
inquebrantable amistad, puesta por escrito en múltiples ocasiones, con Rodrigo
Fresán y con Ignacio Echevarría, la presentación a concurso de Monsieur Pain también con el
título La senda de los elefantes,
sus historias de boxeadores, de exclavadistas, de la casa en la que vivió en el
D.F., conversaciones de reencuentro en una plaza a las tres de la mañana,
relatos basados en la enumeración de fotografías, un frotarse las manos por la
publicación de una novela de Javier Tomeo, pirámides construidas con hidropedales,
citas de poemas de Nicanor Parra, de Gabriela Mistral, de Mallarmé, de Rimbaud,
de Baudelaire, poemas dibujados en cielos límpidos con el humo de una avioneta,
un camping de la Costa Brava, un bar de Barcelona a cuyo camarero le sonríe la
suerte, el paseo marítimo de Blanes recorrido por toxicómanos amigos suyos.
Soy
admirador de su manera de escribir, exenta de complicaciones retóricas pero
preñada de significados. Irónica, en bastantes ocasiones humorística, altamente
adictiva, compulsiva y veloz, genial. No entiendo a los entendidos en
literatura o muy leídos que no son capaces de reconocer su valía siquiera en
estos detalles estéticos tan simples, o será que esa apariencia de sencillez
les niega el impulso de ahondar en sus otros significados. Peor comprendo que
se iniciaran campañas para desprestigiar su obra. Me resultan inaceptables ese
tipo de odios, todos los odios. Veo mucha envidia, una de las caras visibles de
la propia mediocridad. Presiento futuros olvidos, decepciones inminentes. Pero
el criterio justo es de largo alcance, no se basa en sumatorios de glorias
efímeras y palmadas en la espalda. Los falsos aduladores cambiarán el objeto de
su idolatría, y no vendrán otros nuevos a rellenar su ausencia. Solo el
verdadero arte garantiza algo parecido a la inmortalidad. Todo lo demás son
estupideces.
Bolaño forever.