Por Jorge Morales
Maremoto (Maristain). 03.06.2021
En ese tiempo vivía en Barcelona, sin papeles. Había entrado como turista en mayo de 2001 y tenía un pasaje de vuelta para Chile fechado en julio de ese mismo año. Pero no quise regresar. Ya me las arreglaría, pensé. Lo único seguro es que necesitaba uno, dos o como mucho, tres años, para aclararme en la vida y encontrar mi camino. Y ese camino pasaba por la Poesía. Solo en la Poesía podría encontrar el bálsamo capaz de curar todos mis males. Mal de amor. Mal de vida. Nostalgia. Melancolía.
La llamada de la Poesía era como un aullido salvaje que retumbaba en medio de la noche y yo quería ir en su búsqueda. Vivir a la intemperie. Saciar una sed de aventuras capaces de justificar no solo la juventud sino la vida entera. La consagración a un ideal que requería arder en la misma llama en la que se consumían los sueños. Leer, leer vorazmente, aferrándose a las palabras como el náufrago al tablón. Leer con método y con disciplina. Este mes leeré a los franceses. Este invierno lo pasaré en compañía de los románticos ingleses. Me dormiré soñando con John Keats y su urna griega, con las manos frías y pálidas de Mary Shelley. Leer a los clásicos y a los autores mal llamados menores, que son, como me enseñaría Enric Sòria años después, “la alegría misma de cualquier tradición literaria que se precie”.
Ahora es cuando. Y mientras tanto, los cuadernos se llenan de apuntes. Miles de versos hierven en el corazón. Pero la mano no sabe aún escribir. Las palabras se empujan una tras otra. Nos reunimos todos los miércoles en el Muy Buenas y allá nos escuchamos, recitamos, compartimos hallazgos y canciones. Y crecemos.
Un día di por acabado un conjunto de versos. Un amigo canario me hizo fotocopias y bajo el título de En los bordes, fue mi primer libro de poemas. Albert Compte escribió un generoso prólogo y mis amigos me felicitaron. Pero sentía la necesidad de comentar mis poemas con alguien que no fuera un amigo mío cercano. No conocía ningún editor y creo que fue el rapsoda Esteban de Aguilera quien me animó a llevarle un ejemplar al nuevo agregado cultural del Consulado Chileno en Barcelona, el actor Julio Jung, a quien todos admiramos.
Y le hice caso. Me presenté una mañana en el consulado y la secretaria recibió mis folios y apuntó mis datos. Semanas después, un domingo, cerca de las once de la noche, sonó el teléfono en el piso del Carmel donde vivíamos con Ricardo Santander, quien tomó el aparato. Yo estaba durmiendo. Mi fiel amigo me fue a despertar: “Jordi, Jordi, me dijo. Es Julio Jung que quiere hablar contigo”. Salté de la cama y al otro lado de la línea, la voz metálica, gruesa e inconfundible del gran actor chileno, me pedía disculpas por llamar en un horario tan poco habitual. Pero es que acababa de leer mis poemas y no se había resistido al impulso de llamar. Le gustaron mis versos y me convocaba para el día siguiente al mediodía en el consulado chileno.
De la emoción que sentí no pude dormir y casi llegué tarde a la cita, pues me dormí cuando ya era de día. Conversamos de todo con Julio Jung. Se interesó por mi situación en Barcelona, me hizo preguntas. Le expliqué que en Chile había trabajado como profesor de Historia y me dio una cátedra sobre su visión fatalista de la historia nacional y que lo único que se salvaba, era la cultura, que había florecido a pesar de tener todo siempre en contra. Ahorraré, por pudor, las palabras elogiosas que dedicó a mis versos. También se lamentó ante mí de no poseer contactos ni amistades en el mundo editorial. Sin embargo, afirmó que estábamos de suerte. ¿Y sabes por qué?, me preguntó.
Yo no sabía por qué estábamos de suerte, aunque para mí el solo hecho de estar con él hablando de mis poemas, era una buena suerte. Julio Jung me dijo que a una escasa hora y media en tren desde aquí, vive el más grande escritor chileno después de Neruda y que ese tan grande escritor sin lugar a dudas se interesaría por mí y que él sí que me podría ayudar. Tú ya sabes a quien me refiero, ¿no? me preguntó Julio Jung. ¿A Roberto Bolaño? Le contesté con un hilo de voz. Efectivamente, me confirmó. Y agregó, muy seguro de sí mismo: Yo te voy a presentar a Roberto Bolaño. Y él sí que te podrá ayudar. Pero ayudarte no solo a publicar tu libro de poemas, sino a mucho más. Imagínate todo lo que Roberto Bolaño podría llegar a enseñarte a ti. Yo sé que él es un hombre muy ocupado -continuó- que rehúye los cenáculos literarios y que es muy, muy exigente y crítico. Pero no he visto a nadie más apasionado por la literatura y más generoso con los jóvenes que él, aseguró don Julio.
Yo estaba temblando por dentro. Lo recuerdo vivamente. Cuando salí del consulado, llamé a mis amigos y les conté que Julio Jung me iba a presentar a Roberto Bolaño. ¿Cuándo? No lo sabía. Pero apenas se pudiera, me inventé. Esa fue una hermosa ilusión que supimos celebrar. Mientras, me dediqué a seguir puliendo mis versos. Cada vez iba transformando más los poemas de En los bordes, fui descartando poemas enteros y el libro fue mutando hasta convertirse, años después, en La casa de las arañas. Volví a leer Los detectives salvajes, los cuentos de Llamadas telefónicas y esperaba pacientemente que llegara el día de conocer a Bolaño.
Seguimos en contacto con Julio Jung. Le conté que estaba haciendo unos recitales poéticos los miércoles por la noche, en un bar de barrio cerca del Palau de la Música catalana, en una estrecha callejuela antigua, llamado Verdaguer i Callís. No le conté a don Julio que tenía un buen acuerdo con María, la ama del local, que me pagaba un dinerillo por cada recital. La idea era que hubiera algún público con una mínima capacidad de consumo, pero mis amigos eran chilenos que alargaban la única o dos únicas cervezas que se podían permitir, así que el tema iba tirando por la pequeña fracción de la clientela habitual del bar que se sumaba a los recitales. Recuerdo con especial cariño a un hombre llamado Alejandro, cuyo apellido he olvidado. Rondaba la sesentena y vibraba con los poemas. Era un gran lector, me habló de Antonio Tabucchi, de Claudio Magris, de Gil de Biedma y de Vázquez Montalbán. Militaba en ICV, partido de izquierda eco-socialista.
Julio Jung se ofreció a venir y participó en unos tres o cuatro recitales. Fue impresionante. La primera vez, la gente no sabía quién era, pero el carisma que irradiaba hizo que, desde que entró en el local, todas las miradas se pusieran sobre él. Se acercó a María, se presentó como representante diplomático de Chile y como tal, le agradeció efusivamente por “cuidar a mis muchachos”. Acto seguido, le tomó la mano y se la besó de manera tan elegante y cortés, como si todos los focos de Hollywood hubieran estado iluminando la escena. María se emocionó y se puso roja como un tomate. Estaba tan contenta. Todos aplaudimos, espontáneamente. Pasamos al salón trasero, preparado para el recital con una tarima, micrófono y dos altoparlantes. Julio Jung preguntó por la carta, seleccionó las tapas que consideró mejores y pidió doble ración de todas ellas. Cuando fue servido, invitó a todos a servirse. No faltó el sinvergüenza que sugirió, por suerte, en voz baja, que don Julio invitara también una ronda de cervezas para todos. Pero eso hubiera sido demasiado jolgorio.
Lo mejor fue escucharlo recitar. No necesitó micrófono. Su voz de actor fogueado en mil y un combates, era suficiente. Ofreció de memoria un repertorio amplio de poesía chilena, con textos de Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral y Pablo de Rokha. De repente, unos versos me parecieron familiares. Él mismo lo anunció, seleccionó unos poemas míos y los memorizó y los recitó. Las dudas que aún albergaba sobre mis propios versos, se disiparon tras escucharlos declamados por la poderosa voz de Julio Jung. ¡Qué honor que me hizo! Y esa no fue la única colaboración que tuvimos con el mejor agregado cultural que hayamos tenido nunca en Barcelona. También nos ayudó en la organización del acto de homenaje por los 40 años del golpe de estado de Chile, que centramos en la figura de Víctor Jara.
Pero volviendo a nuestro tema, esa amistad con Julio Jung, esos recitales poéticos, se desarrollaron a la espera de poder un día encontrarnos los tres con Roberto Bolaño. Seguía todas las novedades de este gran autor, los lanzamientos de nuevos libros, las noticias y artículos en la prensa, hasta que una mañana, de manera totalmente abrupta, un Álvaro Ramírez demacrado e histérico, irrumpió en mi casa blandiendo un ejemplar del diario El País y preguntándome si me había enterado. ¿Enterarme de qué? De la muerte de Roberto Bolaño, con solo 50 años, producto de una larga enfermedad.
No tenía idea. No lo podía creer. Fue como un mazazo en la cabeza. Se me puso todo negro. A la hora después, estábamos ebrios, llorando, lamentándonos de la mala suerte que nos persigue. Por un grande que nace entre nosotros, la puta muerte cabrona e injusta se lo lleva antes de tiempo. Vimos en la tele imágenes del velorio. No quisimos ir. Por no molestar. La tristeza revive al escribir estas líneas, tantos años después. Inevitable no pensar en cuantos libros tenía aún por escribir este genio de la literatura.
A la semana siguiente me llamó Julio Jung. Estaba conmovido. Yo también. Esto es una tragedia, Jorge. Me dijo Julio Jung. Así es. Y yo me quedé con ese dolor, con la ilusión de haber conocido a Roberto Bolaño.