miércoles, 3 de octubre de 2007

Chilenos perdidos en Bolaño

por Roberto Brodsky
El Mercurio, 20 de julio, 2003














Para suerte nuestra, es decir de todos nosotros los lectores, Roberto Bolaño no es un escritor chileno, o al menos no del todo. Esto podría parecer un guiño o un contrasentido, pero no lo es. De hecho, me consta que en el pueblo costero de Blanes, donde reside junto a Carolina y Lautaro, nadie habla del escritor chileno cuando uno pregunta por él: "Ah, el escritor, mire: vayase por aquí y después por allá", te dicen con la sencilla certeza de no tener que apellidar la profesión de Bolaño. Tampoco lo es si se toma en cuenta que, en Chile, no se le considera propiamente un autor nacional, sino español o mexicano o una mezcla de ambos con un tinte chileno disuelto con los años que ha pasado fuera. Sin embargo, todo lo que en mi país lleva a considerar a Bolaño como a un autor no del todo chileno, es lo que afortunadamente lo convierte en un escritor a secas, capaz de entrar como Pedro por su casa a través de los terrores, humores y patetismos atávicos que acompañan y afirman esa condición casi ontológica del chileno dentro y fuera de su país, suspendiéndola y expulsándola en seguida hacia el mundo, donde vaga y se multiplica bajo la forma de héroes taciturnos, algo ladinos y, por qué no decirlo, como si esa condición camuflara el cuchillo bajo el abrigo. Se trata de rasgos no privativos de una determinada nacionalidad, pero sí más reconocibles por un chileno que por un no chileno, y se podría decir, desde una perspectiva geopolítica, que sólo un doble espía con el oficio de Bolaño es capaz de detectar y deslizar al chileno oculto que hay en todo latinoamericano con la exactitud y el desconsuelo con que él lo hace en sus narraciones. En Estrella distante esto es patente porque la historia trata justamente de los poetas chilenos y de los criminales chilenos, unidos ambos en la figura de Carlos Wieder, un vanguardista delirante de la aviación, la poesía y la sangre.

En Los detectives salvajes, en cambio, la pertenencia es siempre oblicua y distante, es un mal recuerdo o un imperativo moral que se mantiene en secreto para no quedar preso en él y desarrollar a cambio una escritura multiforme y a la vez matemática, coloquial al modo parriano de incrustar el habla para sacar el poema, y donde el humor a mi modo de ver es el doble fondo de cada uno de sus párrafos, un humor filudo y lleno de peligros por donde Bolaño navega como por un territorio asolado por la historia, el tiempo, la locura y la literatura, todas palabras primero mágicas y luego trágicas, y que en sus libros comienzan como comedia y terminan en película de terror, marcha triunfal o ejercicio criptográfico, como lo advierten algunos de sus personajes.

"Escritor chileno"

Pero estábamos hablando de las partidas de nacimiento y de cómo éstas se traspasan a las páginas de un escritor. El tema es incómodo no porque esté reñido con las cláusulas del arte (entre paréntesis, Joyce dejó muy en claro que la nacionalidad de un escritor interesa sólo como un elemento de comicidad para el héroe); el tema está allí, decía, porque Arturo Belano, el alter ego de Bolaño en algunos de sus cuentos, y sobre todo en Los detectives salvajes y también en su novela, Amuleto, siempre nos está recordando su origen sureño, y eso a los chilenos nos importa muchísimo.

Él lo sabe y por eso nos lo repite cada vez. ¿Qué busca Bolaño al recordarnos la condición de chileno de Belano, por boca del narrador? No lo sé con exactitud, pero sí sé lo que consigue con ello. Y esto es, ni más ni menos, transformarse en una piedra en el zapato, como un viento de tormenta o el recuerdo de un viento de tormenta sacudiendo el traje de la literatura chilena de los últimos veinticinco años. Y digo traje, porque ir bien vestido ha sido nuestro esfuerzo y nuestra preocupación por excelencia en cuanto a actitud pública se refiere. Debiéramos caminar desnudos, o al menos descalzos, después de todo lo sucedido, pero dos décadas de aislamiento y autarquía han terminado por poner de moda el corte de talle estrecho entre los escritores y poetas de mi aldea.

Al respecto, ustedes ya saben el cuento de Chile: primero fue el sueño, luego la pesadilla, y enseguida el sueño nuevamente con flash backs y racontos de pesadilla. Nuestras razones y motivaciones como país y como literatura han sido, desde hace muchísimo tiempo, estrictamente humanitarias, pendulando sea a favor o en contra del humanitarismo, sobreviviendo y evitando el bulto entre la mala y la buena conciencia a la que nos obliga la historia.

Todo lo anterior no puede sino dejarme instalado ante una encrucijada, porque yo mismo vengo como un escritor chileno a dialogar con ustedes y con Bolaño. Al mismo tiempo, me resulta casi imposible pensarme a mí mismo como escritor chileno y prefiero utilizar mi doble militancia de periodista, porque: ¿cómo expresarlo? A mi modo de ver, y se me disculpará la digresión, el término compuesto "escritor chileno" aparece como una flagrante contradicción en sí misma; es decir, en Chile, por los motivos que fuere, o bien se es escritor o bien se es chileno. Cuando van yuxtapuestos, en verdad son como dos personajes obligados a soportarse en un mismo habitáculo de complot, y en donde tarde o temprano uno de los dos terminará liquidando al otro.

Es raro, pero el sustantivo "chileno", al transformarse en adjetivo, en vez de dar vida, mata. Es mi problema, dirán ustedes. Bueno, sí; es mi problema. Pero no creo exagerar si digo que, también esta vez, se trata de un estigma extensible a todos nuestros países, a todas nuestras literaturas, a todos nuestros escritores y poetas, pero más particularmente quizás a los nacidos en la década de los cincuenta. Bolaño nos lo dice a través de Felipe Müller, otro de sus personajes de Los detectives salvajes, cuando en el capítulo 23 —que recomiendo releer íntegro una vez al trimestre, por lo menos— cuenta una historia que a su vez le ha narrado Arturo Belano en un aeropuerto, y que discurre por la tragedia de dos jóvenes y promisorios escritores latinoamericanos —uno peruano y el otro cubano, aunque Müller no está del todo seguro de las nacionalidades—, pero a quienes un buen día se les revela una epifanía común a los nacidos en la década de los cincuenta: la epifanía de la trinidad formada por la juventud, la pasión y la muerte.

"Sólo unos pocos amigos se dieron cuenta —dice el narrador—. Después, ineludiblemente, se encaminaron hacia la hecatombe o el abismo". El peruano derivó del sueño poético-revolucionario hacia la incomprensión absoluta de sus pares, mientras el cubano bajaba del futuro hacia la enfermedad y el suicidio. "Tú y yo somos chilenos, y no tenemos culpa de nada", dice Felipe Müller que le dijo a Belano esa vez en el aeropuerto. Éste no le respondió, quién sabe por qué motivos. Luego, ellos se despidieron.

Al leer la escena, no pude dejar de pensar que, como Müller, yo también soy chileno; como Müller yo también nací en la década de los cincuenta y, lo mismo que Müller respecto de Belano, yo también soy algunos años menor que Bolaño. Los dos somos chilenos y no tenemos culpa de nada. Me asaltan dudas respecto de la segunda afirmación, pero igual allí están el peruano y el cubano, promisorios escritores de nuestra generación, sumergidos en el water de la historia.

La explicación sobre un alter ego chileno de Roberto Bolaño, llamado Belano, permite abrir una entrada todavía más vasta hacia Los detectives salvajes: aquella donde la vida y la literatura son una misma disciplina comparada en la obra de Bolaño.

Búsqueda de Cesárea

De acuerdo con esto, el chileno que escribe es también un mexicano que escribe, un venezolano que escribe, un boliviano que escribe. No es un español ni un catalán. Es decir, no se trata de un problema de contenido, sino de continente. El latinoamericano que escribe es el poeta Juan García Madero, perdido en su propio país como cualquier poeta y practicante de la palabra en ese vasto, enorme y desconocido territorio que es nuestra mancha.

García Madero, ya está dicho, tiene 17 años y es huérfano como todos lo fuimos a esa edad. Es el momento en que la poesía moderna nace al mundo con las Iluminaciones de Rimbaud, momento en que arranca también la narración de Los detectives salvajes. García Madero quiere cambiar la poesía, es decir, cambiar el mundo, y está dispuesto a dejarlo todo —que no es mucho— por un azaroso aprendizaje junto a la pandilla de los realvisceralistas que lideran Ulises Lima y Arturo Belano. Lo que atrae a García Madero es la iluminación de la propia existencia como un poema o una bofetada lanzada a la cara del mundo, ya que desde las primeras páginas se trata de ir al encuentro de una palabra, de un nombre: Cesárea Tinajero. A partir de entonces, todos somos el joven poeta García Madero, porque más allá de lo que creamos o pensemos, sabemos que Lima y Belano están en lo cierto, equivocadamente ciertos habría que agregar, y que no hay otra manera de estar en sus suelas, como si la búsqueda de Cesárea comprimiera la posibilidad del sentido.

Casi inmediatamente después Brígida, la prostituta del bar Encrucijada Veracruzana, recoge la mano de García Madero y lee su destino, que es el destino de la novela y de las versiones que de ella se darán en la segunda parte, titulada propiamente "Los detectives salvajes". Dice Brígida, llevando burlona o significativamente los dedos de García Madero a la hendidura donde nacen sus tetas: "Llegarás adonde te propongas. Aunque aquí veo que te extraviarás varias veces, por culpa tuya, porque no sabes lo que quieres. Necesitas una piel que esté contigo en las buenas y en las malas. ¿Me equivoco?".

No, por supuesto que no se equivoca. A mí ninguna mujer me habló de esa forma a los 17 años, y menos con la mano puesta en la corriente de la conciencia, pero si lo hubiera hecho imagino que mi destino habría sido distinto al que me tocó y al que le toca a García Madero, es decir, ponerse en ruta: abandona todo, cambiar la vida y sacar la poesía de entre la espada y la pared, donde envejece como una estatua que vive de sus murciélagos y sacerdotes, es decir, sacarla de entre México y Chile, de entre Octavio Paz y Pablo Neruda, de entre el arco y la lira. Por eso es tan importante encontrar a Cesárea Tinajero: dar con su paradero es volver al mito del joven visionario que cambió los versos por el tráfico de diamantes, para así reinventar a Rimbaud y ser fiel al único trabajo serio y a tiempo completo que se le exige a los poetas de este siglo.

Juventud, pasión y muerte

Es el primer momento de Los detectives salvajes, para mí el más importante de toda la novela, porque hace que lo causal se vuelva casual, y viceversa. A partir de allí, la búsqueda tomará unos cuantos meses, pero le viaje de Ulises Lima y Belano durará veinte años, hasta 1996. No hay cronología ni continuidad estricta en éste, el segundo momento de la novela, porque la pasión es dispersión y opera como una bandada de versiones posibles, sobreimprimiendo capas de memoria, puentes ciegos, escaleras y miradores concebidos unos sobre otros de acuerdo con un plan estético y moral donde cada casillero remite a un nuevo movimiento que, a su vez, agrega una nueva perspectiva al conjunto. Parece una versión literaria de "La sagrada familia" de Gaudí, el camino de la santidad sin templo para Lima y Belano, y el resultado es que uno nunca terminará de recorrerlo. Este procedimiento de construcción se radicalizará posteriormente en el monólogo de Auxilio Lacouture, la heroína de Amuleto, uruguaya esta vez y quien remonta en una especie de delirio paroxístico sus días de encierro en un cuarto piso de la Facultad de Filosofía, mientras el ejército allana la universidad. Se trata de un acontecimiento que, en la voz de la narradora y en su memoria, está sucediendo permanentemente, es decir, es un hecho que constituye su sentido de la realidad desde entonces y para siempre, lo mismo que el viaje de Belano y Lima en Los detectives salvajes.

Pasada la singladura, palabra muy bolañesca, el lector no hallará delante suyo otro horizonte que el segmento final del diario de García Madero, es decir, el pasado. En este sentido, la estructura de construcción que da Bolaño a Los detectives salvajes no podía ser más sabia e implacable, porque obedece y se pone al servicio de la epifanía que derrotara a nuestro poeta peruano y a nuestro narrador cubano. Juventud, pasión y muerte forman la trinidad de la literatura latinoamericana, y si en el principio hubo un joven poeta que anotaba cuanto veía y sentía, al final su diario será un espacio desolado y lúgubre, recuento de una búsqueda que se torna en persecución y, finalmente, en interrogante criptografía. Es el tercer momento de la novela y, al igual que en Estrella distante, el crimen y la poesía se descubren como términos equivalentes para Bolaño. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás de la ventana?, pregunta García Madero, y dan ganas de ponerse a inventar respuestas: los desiertos de Sonora, el absurdo, la utopía de la palabra original, o Sión, de acuerdo con el poema que dejara tras de sí Cesárea Tinajero. Pero no, detrás de la ventana no hay nada, no hay misterio, Amadeo. Detrás de la ventana está el viaje que conduce a ninguna parte, ese ancho y cambiante territorio donde Belano será cuidador de un camping un día y al siguiente Lima se masturbará en el desamparo de Tel Aviv, y ambos estarán para siempre al centro de la epifanía y serán la pasión de nuestro poeta peruano y de nuestro narrador cubano, a imagen y semejanza de aquella mancha, nuestra lengua y nuestra vida manchada por el adjetivo que mata.

Detrás de la ventana de García Madero lo que hay, a fin de cuentas, es un vastísimo territorio llamado Bolaño, donde un mexicano y un chileno se pierden de nuestra vista, aunque nosotros no tengamos la culpa de nada. Para recordármelo a mí mismo, y volver a creer, yo he elegido marcar unos o dos puntos donde poder sentarme a conversar como un viajero más en un mapa, sin obligaciones, intereses ni falsos favores, dejando venir las derrotas y recibiendo agradecido las pírricas victorias que a veces nos ofrece la literatura. Hay muchos otros puntos donde anclar. Yo los invito a que cada uno encuentre el suyo armado de la misma soledad y lucidez con que Bolaño ha creado su territorio como un amuleto para que nos proteja durante el viaje.