viernes, 11 de enero de 2008

Cesárea Tinajero, según Felipe Müller

Barcelona, España



















Angélica me habló de ella alguna vez, pero no entendí mucho. Era una mujer anciana, según recuerdo, que en su juventud escribió unos libros que pasaron al olvido. Con el tiempo, unos amigos publicaron sus poemas en una revista de baja circulación. Angélica me dijo que tampoco había sido el rescate que la señora merecía, más que nada porque sus amigos no tenían ni el dinero ni los contactos necesarios para que su obra quedara registrada en la forma que se habría deseado.

En una ocasión Angélica me dijo que se sentía igual a ella, a Cesárea, sobre todo cuando se sentaba sobre mi verga marcada a las cuchillas, y su cabellera negra se movía tan despacio como la brisa del atardecer. Entonces susurraba: acá estamos, wey, ya entramos en la octava dimensión. Yo le respondía con la mirada perdida entre sus tetas, sin saber qué decir. La tomaba de las caderas y la atraía rítmicamente durante un buen rato, para no desconcentrarme.

Un día me mostró un cuaderno. Dijo que Lupe lo había encontrado en la casa de Cesárea, allá en el norte, y que lo había guardado, más que nada, porque había encontrado bonitos los dibujos. El cuaderno estaba lleno de manchones, de palabras sueltas, de fechas y de todo tipo de indicaciones sin ningún sentido; poemas no se veían por ninguna parte, tal vez alguien los había arrancado. El cuaderno era bastante feo, y tonto. Cuando se lo dije respondió indignada: Ah, cabrón, tú no entiendes nada, tú no sabes lo que es el arte de verdad.

Y más que eso no recuerdo. Me parece haberle oído que se había pegado un tiro al enterarse de una enfermedad mortal, pero no podría asegurarlo. La noche en que me lo dijo estaba muy borracho y ya habíamos follado cuatro veces.