Las 583 páginas de la coedición que Monte Ávila Editores y el Celarg han hecho de la novela de Roberto Bolaño, ganadora del Premio Internacional Rómulo Gallegos, pueden intimidar a cualquier lector. Asunto grave es abrirlo y comenzar, especialmente si las expectativas no son muchas. Sin embargo, tenía un pálpito y no me sentí defraudada. La novela me atrapó desde el comienzo y pasadas unas 80 páginas me encontré dilatando el ritmo de la lectura para disfrutarla más. Era la señal de que me gustaba y, tal vez, demasiado.
Probablemente en mi gusto influye el hecho de que transcurre entre andanzas de poetas o de quienes pretenden llamarse así, pero mi juicio acerca de la calidad de la novela se sustenta en su estructura múltiple, en la construcción de los personajes, en el manejo del lenguaje y en la significación que posee. No es una novela que se agota en su propia historia sino que la trasciende pues de alguna manera narra la saga personal de todos aquellos que transitamos este final de siglo.
La obra está dividida en tres partes, que en realidad son dos, pues una de ellas se abre para contener a la otra: la ya típica estructura de las cajas chinas pero con variación. Además, las deudas con la tradición y la modernidad no sólo son tributadas en el texto sino también en la complejidad estructural. Las distintas historias y personajes que se entrecruzan o se desencuentran constituyen las piezas de un collage, los fragmentos de un todo inatrapable.
Estética de la imprecisión
Todo el tejido narrativo crea una atmósfera de vaguedad, de falta de certeza. El itinerario de la historia está marcado por voces, tiempos y espacios bien determinados que, no obstante y paradójicamente, construyen una estética de la imprecisión. Los personajes de Ulises Lima y Arturo Belano se dibujan y se desdibujan en otras voces, la historia está abierta y el lector no puede saberlo todo ni lo sabrá. El deseo insatisfecho, el otro inalcanzable, la quimera de conocer. Bolaño plasma así la incertidumbre que define esta época, la certeza de la no existencia de una verdad ni de un absoluto, la sospecha o la certidumbre de tomar por cierto lo falso y viceversa. Allí está la voz de Guillem Piña para confirmarlo dentro de la trama: “Pero todo eso ahora no existe: es más una certeza verbal que vital. Lo cierto es que un día todo se acabó y me quedé solo con mi Picabia falsificado como único mapa, como único asidero legítimo”.
En este contexto de oscurecida condición, el lector no debe perder la pista de las fechas ya que se encontrará con la simultaneidad entre los episodios de Amadeo Salvatierra y Los desiertos de Sonora, sobre todo porque no se sabe quiénes son los interlocutores de Salvatierra, pero se sospechan o se dan por sobreentendidos por los indicios narrativos. El registro íntimo del diario o la confesión es la estrategia que propicia el despliegue de voces, miradas e incompletitudes.
En la primera y la tercera parte, la visión la ofrece la voz de Juan García Madero; la segunda, es perspectivista (punto de vista múltiple), y no deja de traer resonancias de esa gran novela de la modernidad que es Manhattan Transfer, de John Dos Pasos. Siempre se conocerá la historia por los testigos, protagonistas también y que sólo pueden dar su visión. El lector transita con ellos y así puede saber más que cada uno de los narradores testigos, pero siempre desde la carencia y la duda. La escritura va despertando un deseo que va más allá de alcanzar el desenlace y se inscribe en el otro inalcanzable. El saber del lector se va conformando desde la suma de los fragmentos y, apenas, se concreta al final y de forma penumbrosa.
Los personajes secundarios, si optamos por una denominación tradicional, construyen con su mirada a los principales: a Arturo Belano (apellido muy similar a Bolaño, además de ser chileno el personaje, lo que sugiere un posible sesgo autobiográfico) y a Ulises Lima, enigmático y oscuro personaje. No se tendrá la certeza de que ciertamente sean así como nos lo cuentan, siempre estaremos aproximándonos a la sombra de cada uno de ellos, a su impresión. Entonces, el lector es obligado a convertirse también en “detective” que no puede responder qué hay detrás de la ventana desdibujada.
Y, si pensamos en la lectura como cópula, vendría bien lo que dice en uno de los capítulos Luis Sebastián Rosado: “Después hicimos el amor pero fue como hacerlo con alguien que está y no está, alguien que se está yendo muy despacio y cuyos gestos de despedida somos incapaces de descifrar”.
Esta imprecisión de los personajes que están allí en el texto junto a la visión múltiple de los múltiples personajes lleva a pensar que en el fondo no hay protagonistas y que es una manera de elaborar narrativamente un concepto y tema caro a la posmodernidad: la disolución del sujeto.
Una épica degradada
La segunda parte de Los detectives salvajes expondrá más claramente sus conexiones con la épica. Así se comprenderá mejor el pasado, lo que cuenta García Madero. O, ¿es este el presente? La historia también hace dudar del tiempo lineal, aunque el dato temporal es clave en la novela. ¿Cuál es la historia principal? ¿La del 75 y 76 o las de los años que siguen? No hay respuesta porque lo que se ofrece es la perplejidad ante la compleja existencia de lo humano.
Ulises Lima remite a un degradado Odiseo, sin acciones heroicas salvo la defensa de una prostituta como un hecho circunstancial, sin Penélope que lo espere, tras un amor imposible que lo lleva a Israel (tierra prometida que se equipara a la fantasía del amor logrado). Y, finalmente, su Itaca será la ciudad de México, y sus viajes serán el olvido y los recorridos por Parque Hundido. Norman Boizman en el capítulo 10 nos dirá sobre él que “intentaba evitar la cercanía de su dolor, de su obstinación de mula, de su profunda estupidez”.
Ulises Lima es un antihéroe al igual que Arturo Belano. Este último, exiliado sin regreso, persigue a la muerte. Es ella su Itaca. Por esta razón, uno regresa, el otro no: cumplen, de alguna manera, la ruta de los arquetipos con los cuales se pueden asociar (Odiseo y el rey Arturo —de la muerte de Arturo no se tiene certeza). Las pruebas enfrentadas no han traído la victoria sino el escepticismo y el desengaño existencial, el cansancio, el tedio. La relación con la obra de Homero se reafirma por la estructura episódica del libro: cada capítulo o sección posee independencia propia a la vez que va trazando una historia única, y en la segunda parte (tal como en La Ilíada) cada personaje que habla se convierte en héroe de su propio instante.
Por supuesto, esta épica que narra Bolaño es desde la perspectiva del mundo degradado y la carnavalización (Bajtín). Hay que recorrer todas las páginas para vislumbrar (y aquí es clave el capítulo 23 de la segunda parte) que Los detectives salvajes cuentan la épica y la saga de una generación, la nacida en lo años 50, la de los actuales cuarentones, fracasados e impotentes. No es gratuito que la impotencia sea una de las circunstancias que marcan a algunos personajes y es obvio que no es sólo una referencia física y sexual, sino un símbolo de imposibilidad existencial. Los héroes se pierden en el olvido, desdibujados. Su permanencia está en su ausencia.
Trascendencia
Los detectives salvajes de Roberto Bolaño (Caracas: Monte Avila Editores/Celarg, 1999) es una novela que dentro del contexto de la literatura latinoamericana funciona como vínculo entre pasado y presente. Estética y temáticamente tiende un puente entre modernidad y posmodernidad, entre lo real maravilloso —que transita muy levemente en sus páginas al igual que cierto aire rulfeano— y la narrativa del posboom. No rompe sino que vincula. Es una continuidad cuyo hilo —tal como lo señala Carlos Noguera en la contraportada— se remonta a las grandes novelas de aventura y —agrego— también al realismo estilo Hemingway.
Los detectives salvajes es un buen ejemplo de cómo estructuras de la llamada subliteratura (novela policial y diario) son el pretexto para que acaezca una buena historia que trasciende más allá de sus propios límites y evoca la presencia de una vida que se escapa y a la vez ahoga.
La novela está tejida como una red, como una especie de trampa. ¿Detectives? ¿Por qué? Cesárea es un motivo baladí, la resolución dada al personaje lo demuestra, y es la búsqueda, la pasión por algo incontrolable lo que se destaca. ¿Salvajes? Quizás por lo jóvenes o por latinoamericanos —of course, es una ironía— o por novatos.
La especificidad del mundo literario podría alejar al lector medio, pero no es así, pues la historia trasciende el mismo hecho. La incertidumbre como propuesta estética y que desdibuja a los personajes que nos interesa alcanzar (Lima, Belano, García Madero) en la carrera que la misma lectura traza, se manifiesta también en el tratamiento dado al mundo literario: hay una oscilación (se le desacraliza y se le sacraliza a la vez) donde constantemente se denuncia la falsedad del medio y la escritura como pose, hecho que debe ser muy poco simpático para algunos como también debe causar escozor leer esa divertida clasificación de la literatura y la poesía desde la homosexualidad. Y, para darle más sentido de veracidad, el libro está atravesado por seres reales ficcionalizados (Paz, Monsiváis, Volkow y otros).
Hay en el libro de Bolaño una idea simple y obvia, aunque narrativamente oculta e incidental: de que a medida que envejecemos y si abandonamos la poesía, nos olvidamos a nosotros mismos: ahí está la voz de Amadeo Salvatierra diciendo: “yo también, llegado el momento, dejé de escribir y de leer poesía. A partir de entonces mi vida discurrió por los cauces más grises que uno pueda imaginarse”.
Finalmente, la respuesta sustancial acerca de por qué atrapa esta novela parece ser suspenso, suspenso: como misterio, como hilo de Ariadna, como un estado interior que propicia desde la incertidumbre. Suspenso, uno construido de la nada que arropa a seres marginales y marginados: devorados por los acontecimientos, silenciados por ellos, sin percatarse, exponiendo el sin sentido de sus vidas y la de todos.
Los detectives salvajes recupera el sentido de la saga y construye un grand récit a partir de la insignificancia de una generación cuyo rumbo está determinado por la impotencia frente a un mundo donde el sinsentido es más evidente y el poder de lo material, determinante. La belleza de Ulises y Arturo está en sus desdibujadas presencias que apuesta al imposible, apuesta que engancha, anuda y seduce hasta la última página.