sábado, 18 de abril de 2009

El vacío donde no cabe la náusea

por Nora Catelli
El País, España. 14.04.2007








Nació en Chile en 1953, vivió desde los quince años en México; en 1973, volvió por una decisiva temporada a su país natal; regresó a México, desde donde se trasladó a España en 1977; murió en Barcelona en 2003. Empezó a publicar a mediados de la década de 1970. Se le deben poemarios e importantes volúmenes de cuentos, además de nouvelles y novelas, desde la interesantísima y singular La literatura nazi en América a Los detectives salvajes o la misma 2666. Algún día habrá que estudiar con detenimiento por qué Bolaño empezó cerca de Marcel Schwob o de Alfonso Reyes (cuyos Retratos reales e imaginarios admiraba) y cuándo se desplazó hacia una monumentalidad -de índole joyceana- que muchas veces recuerda a Leopoldo Marechal; sobre todo, al del viaje de los poetas porteños de vanguardia en busca del Neocriollo en Adán Buensayres (1948).

Estar atento a la vida de los otros y observar cómo viven son rasgos de narrador clásico, que debe mantener activa una primigenia curiosidad infantil, para después desplegarla de muchas maneras. La manera de Bolaño es su necesario tributo a la época: para fabricar la obra debe sostenerse en la observación de su propia vida. Una vida de artista. Y Bolaño era, en este aspecto, un neorromántico: nada existe más lleno de sentido que la vida de un artista, la única capaz de contener la vida de los otros. De hecho, construyó con minuciosidad uno de los relatos más reconocibles de la sociedad literaria: el escritor primero desdeñado y después celebrado.

En su obra torrencial y a la vez controladísima no falta ninguno de los ingredientes: inicios esforzados, rechazos editoriales, premios de provincia, alguna batalla por el canon latinoamericano y una guerra decisiva por el canon chileno, hoy disputado entre figuras como el mismo Bolaño, Pedro Lemebel o Diamela Eltit, más difíciles de desautorizar que Isabel Allende. Lo que Bolaño hizo con todo ello fue una contundente ficción de la epopeya del artista, y, sobre todo, la del Poeta; no por casualidad los chilenos usan esa mayúscula para aludir a Neruda. Bolaño logró utilizar la comunidad de los poetas para convertirlos -y convertirse- en personaje de novela: el intento más explícito es Los detectives salvajes, que se pone en marcha porque unos poetas buscan a otros poetas. Y lo hace en un castellano tan flexible que permite olvidar las frecuentes repeticiones en el dibujo de una situación y en su deslizamiento hacia otra idéntica. También 2666 participa de este esquema, cuya desmesura proviene precisamente de su ausencia de culminación.

Utilizó, como mecanismo básico, una técnica bien aceitada, de desdoblamientos, lo cual le permite ofrecer espejos en clara sucesión cronólogica, en los que "Bolaño" o personajes similares proponen ante el lector un itinerario vital como medio de seducción literaria. En ocasiones esos procedimientos se cruzan con otros menos autorreferenciales, que hacen patente la voluntad visible por lograr una objetividad triunfante. Ésta es la segunda vertiente de la que participan los relatos de El secreto del mal, algunos ya publicados, muchos inconclusos, y dos, al menos, concluidos: el excelente -y muy cortazariano- 'Laberinto' y, probablemente, 'Músculos'. La diferencia entre inconclusos y concluidos no es banal, porque los finales de Bolaño son suspensiones muy sutiles del mecanismo de la narración. Son finales interrogativos, preguntas por esa próxima máscara que en la escena vertiginosa del encuentro diferido con el doble se convertirá en próximo texto. Lo que sucede con los libros póstumos es que probablemente el movimiento de lectura deba invertirse. En este sentido, como movimiento de retrospección, los cuentos de El secreto del mal revelan la ambición del proyecto y la ansiedad por la posteridad que Bolaño escenificó y escribió con toda desnudez: "El instante prístino que es el pasaporte de R. B. en octubre de 1981, que lo acredita como chileno con permiso de residir en España, sin trabajar, durante otros tres meses. ¡El vacío donde ni siquiera cabe la náusea!".