La movida literaria, Colombia. 2008
Muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura… que no es otra cosa que saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso.
Roberto Bolaño
Roberto Bolaño
Roberto Bolaño fue, sin lugar a dudas, el más importante de los asistentes al Hay Festival de Cartagena 2007. Se paseó por las calles, solo, como sólo a él le gustaba; no firmó autógrafos, no se los pidieron; no se desprendió de su gabardina ni siquiera cuando se sentó en la Plaza de Santo Domingo a descansar un poco y beber su té y no la cerveza que una linda cartagenera le ofreció. Roberto Bolaño estuvo en Cartagena pese a que muy pocos percibieron su presencia. El viernes en la noche, mientras todos bebían, bailaban y recordaban el concierto de Bob Geldolf, lo pude ver recostado en la terraza del baluarte de San Ignacio y creo que pensaba en Alexandra, Lautaro, Mario Santiago y Salvador Allende; sin embargo, su mirada, la misma capaz de derribar paredes, parecía como si quisiese fijarse en otros tiempos para ayudar a esa ciudad amurallada a contener las brutales embestidas de las olas o un posible nuevo ataque del Barón de Pointis.
Bolaño pudo, por fin, cumplir la cita que nos incumplió en la Feria del Libro de Bogotá (2003), mientras andaba preocupado por cambiar de hígado: “Si logro cambiar de hígado, seguro voy”. El 2003 fue un año en que lo esperábamos ansiosos mientras él, aunque afectado por esa sombra de la muerte que se erguía a sus espaldas, se entregaba fervoroso a la búsqueda de la perfección en cada una de las páginas de 2666.
Quizá una de las charlas más emotivas, no por eso la más concurrida, fue la que tuvo lugar en el Salón Rey del claustro de Santo Domingo el Viernes 26: “Roberto Bolaño y la nueva generación de escritores latinoamericanos”. La charla estuvo moderada por Jorge Volpi y Santiago Gamboa; aunque más que moderación lo que hubo fue un dejarse ir de la memoria hacia anécdotas vividas en los últimos años de su vida, hacia el tiempo contenido en esos pocos años que la vida le regaló para comprobar su éxito, testificar su paso a la inmortalidad, organizar cuidadosamente su legado; los años de la certidumbre, de la constatación de su genialidad. De esta charla supimos aspectos desconocidos para muchos de su personalidad arrogante, de su postura meditada y espontáneamente polémica, su carácter trasgresor, su calidez, sus reminiscencias de muchos años de exclusión que lo llevaban deliberadamente a no “dejar a nadie con cabeza” en la literatura o cancelar un compromiso minutos antes de subirse en el avión.
La charla sobre Roberto Bolaño fue quizá la que de mejor manera abordó el tema que le ocupaba; desprovista de moderaciones artificiosas y preguntas estúpidas a los invitados –él no las hubiera soportado-, alejada de “farandulilla” literaria y con espacio para que el público en realidad opinara o debatiera sin la presión de ese murmullo fastidioso que brotaba, en otras charlas, implorando darle a una opinión forma de pregunta, de pregunta concreta. Fue una conversación deliciosa; una suerte de diálogo matizado de mucha intimidad, como charla de amigos en un café de Barcelona o la sala de un apartamento en Cartagena con mirada al mar. Había lectores acuciosos de su obra; pero, también, público desprevenido que se acercaba para saber algo más sobre el fenómeno que se producía en la literatura tras su muerte prematura.
Difícil sacar conclusiones sobre el tema, complicado saber qué tan grande es la grieta, qué tan consistentes son las brechas, abiertas por su obra, “por las que habrán de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio” (Enrique Vila-Matas sobre Los Detectives Salvajes. Contraportada del libro). De igual manera, resulta casi imposible saber cuántos Roberto Bolaño o John kennedy Toole esconde la literatura, cuántas obras de similar estatura aún están en las más anónimas de las gavetas. A Roberto Bolaño le bastaron sólo siete años para pasar del anonimato a ser uno de los más grandes narradores de la época. En alguna ocasión él, un poco agobiado, escribió en su diario: "Estoy seguro de que moriré inédito". Pero William Ospina decía, en el Hay Festival 2006, que la literatura nunca se priva de las grandes obras; sin embargo, Bolaño sostenía que la verdadera obra maestra, por definición, debería mantenerse en la más absoluta clandestinidad. Se me ocurre que Bolaño, pese a haber disfrutado a su manera de la fama y el reconocimiento, en cierta forma extrañaba esos días en que caminaba solitario sin el foco de luz en su cabeza, cuando podía en un evento mimetizarse fácilmente entre el público a rezongar. No sé qué tanto pudo él anhelar lo que experimentó en los últimos cinco años de su vida; quizá lo que lo desesperanzaba era la posibilidad de que con su cuerpo también se enterrara su obra.
Algo de la presencia de Bolaño gravitó en Cartagena, en el Salón Rey; no obstante, decidió salir, alejarse y caminar, sin contenerse, porque Roberto Bolaño aún es ese chico irreverente que con su movimiento infrarrealista salía del Café La Habana de la calle Bucarelli para sabotear a los poetas mexicanos y aterrorizarlos, gritándoles desde la misma marginalidad que ahora lo amarra a la inmortalidad.
Bolaño pudo, por fin, cumplir la cita que nos incumplió en la Feria del Libro de Bogotá (2003), mientras andaba preocupado por cambiar de hígado: “Si logro cambiar de hígado, seguro voy”. El 2003 fue un año en que lo esperábamos ansiosos mientras él, aunque afectado por esa sombra de la muerte que se erguía a sus espaldas, se entregaba fervoroso a la búsqueda de la perfección en cada una de las páginas de 2666.
Quizá una de las charlas más emotivas, no por eso la más concurrida, fue la que tuvo lugar en el Salón Rey del claustro de Santo Domingo el Viernes 26: “Roberto Bolaño y la nueva generación de escritores latinoamericanos”. La charla estuvo moderada por Jorge Volpi y Santiago Gamboa; aunque más que moderación lo que hubo fue un dejarse ir de la memoria hacia anécdotas vividas en los últimos años de su vida, hacia el tiempo contenido en esos pocos años que la vida le regaló para comprobar su éxito, testificar su paso a la inmortalidad, organizar cuidadosamente su legado; los años de la certidumbre, de la constatación de su genialidad. De esta charla supimos aspectos desconocidos para muchos de su personalidad arrogante, de su postura meditada y espontáneamente polémica, su carácter trasgresor, su calidez, sus reminiscencias de muchos años de exclusión que lo llevaban deliberadamente a no “dejar a nadie con cabeza” en la literatura o cancelar un compromiso minutos antes de subirse en el avión.
La charla sobre Roberto Bolaño fue quizá la que de mejor manera abordó el tema que le ocupaba; desprovista de moderaciones artificiosas y preguntas estúpidas a los invitados –él no las hubiera soportado-, alejada de “farandulilla” literaria y con espacio para que el público en realidad opinara o debatiera sin la presión de ese murmullo fastidioso que brotaba, en otras charlas, implorando darle a una opinión forma de pregunta, de pregunta concreta. Fue una conversación deliciosa; una suerte de diálogo matizado de mucha intimidad, como charla de amigos en un café de Barcelona o la sala de un apartamento en Cartagena con mirada al mar. Había lectores acuciosos de su obra; pero, también, público desprevenido que se acercaba para saber algo más sobre el fenómeno que se producía en la literatura tras su muerte prematura.
Difícil sacar conclusiones sobre el tema, complicado saber qué tan grande es la grieta, qué tan consistentes son las brechas, abiertas por su obra, “por las que habrán de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio” (Enrique Vila-Matas sobre Los Detectives Salvajes. Contraportada del libro). De igual manera, resulta casi imposible saber cuántos Roberto Bolaño o John kennedy Toole esconde la literatura, cuántas obras de similar estatura aún están en las más anónimas de las gavetas. A Roberto Bolaño le bastaron sólo siete años para pasar del anonimato a ser uno de los más grandes narradores de la época. En alguna ocasión él, un poco agobiado, escribió en su diario: "Estoy seguro de que moriré inédito". Pero William Ospina decía, en el Hay Festival 2006, que la literatura nunca se priva de las grandes obras; sin embargo, Bolaño sostenía que la verdadera obra maestra, por definición, debería mantenerse en la más absoluta clandestinidad. Se me ocurre que Bolaño, pese a haber disfrutado a su manera de la fama y el reconocimiento, en cierta forma extrañaba esos días en que caminaba solitario sin el foco de luz en su cabeza, cuando podía en un evento mimetizarse fácilmente entre el público a rezongar. No sé qué tanto pudo él anhelar lo que experimentó en los últimos cinco años de su vida; quizá lo que lo desesperanzaba era la posibilidad de que con su cuerpo también se enterrara su obra.
Algo de la presencia de Bolaño gravitó en Cartagena, en el Salón Rey; no obstante, decidió salir, alejarse y caminar, sin contenerse, porque Roberto Bolaño aún es ese chico irreverente que con su movimiento infrarrealista salía del Café La Habana de la calle Bucarelli para sabotear a los poetas mexicanos y aterrorizarlos, gritándoles desde la misma marginalidad que ahora lo amarra a la inmortalidad.