Radar, Página 12. 04.12.2011
Sólo estoy seguro de una cosa con respecto a la poesía
de Nicanor Parra en este nuevo siglo: pervivirá. Esto, por supuesto, significa
muy poco y Parra es el primero en saberlo. No obstante, pervivirá, junto con la
poesía de Borges, de Vallejo, de Cernuda y algunos otros. Pero esto, es
necesario decirlo, no importa demasiado.
La apuesta de Parra, la sonda que proyecta Parra hacia
el futuro, es demasiado compleja para ser tratada aquí. También es demasiado
oscura. Posee la oscuridad del movimiento. El actor que habla o que gesticula,
sin embargo, es perfectamente visible. Sus atributos, sus ropajes, los símbolos
que lo acompañan como tumores son corrientes: es el poeta que duerme sentado en
una silla, el galán que se pierde en un cementerio, el conferenciante que se
mesa los cabellos hasta arrancárselos, el valiente que se atreve a orinar de
rodillas, el eremita que ve pasar los años, el estadístico atribulado. No
estaría de más que para leer a Parra uno contestara la pregunta que se hace y
nos hace Wittgenstein: “¿Esta mano es una mano o no es una mano?”. (La pregunta
debe uno hacérsela mirando su propia mano).
Me pregunto quién escribirá ese libro que Parra tenía
pensado y que nunca escribió: una historia de la Segunda Guerra Mundial contada
o cantada batalla tras batalla, campo de concentración tras campo de
concentración, exhaustivamente, un poema que de alguna forma se convertía en el
reverso instantáneo del “Canto general” de Neruda y del que Parra sólo conserva
un texto, el “Manifiesto”, en donde expone su ideario poético, un ideario que
el mismo Parra ha ignorado cuantas veces ha creído necesario, entre otras cosas
porque para eso, precisamente, están los idearios: para dar una vaga idea del
territorio inexplorado en el que se internan, y no muy a menudo, los escritores
verdaderos, pero que a la hora de los riesgos y peligros concretos sirve de muy
poco.
El que sea valiente que siga a Parra. Sólo los jóvenes
son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros. Pero
Parra no escribe una poesía juvenil. Parra no escribe sobre la pureza. Sobre el
dolor y la soledad sí que escribe; sobre los desafíos inútiles y necesarios;
sobre las palabras condenadas a disgregarse así como también la tribu está
condenada a disgregarse. Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser
electrocutado. El poeta mexicano Mario Santiago, hasta donde sé, fue el único
que hizo una lectura lúcida de su obra. Los demás sólo hemos visto un meteorito
oscuro. Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida.
Hay momentos en la travesía de un poeta en la que a
éste no le queda más remedio que improvisar. Aunque el poeta sea capaz de
recitar de memoria a Gonzalo de Berceo o conozca como nadie los heptasílabos y
endecasílabos de Garcilaso, hay momentos en que lo único que puede hacer es
arrojarse al abismo o enfrentarse desnudo ante un clan de chilenos
aparentemente educados. Por supuesto, hay que saber atenerse a las
consecuencias. Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida.
Un apunte político: Parra ha conseguido sobrevivir. No
es gran cosa, pero algo es. No han podido con él ni la izquierda chilena de
convicciones profundamente derechistas ni la derecha chilena neonazi y ahora
desmemoriada. No han podido con él la izquierda latinoamericana neostalinista
ni la derecha latinoamericana ahora globalizada y hasta hace poco cómplice
silenciosa de la represión y el genocidio. No han podido con él ni los
mediocres profesores latinoamericanos que pululan por los campus de las
universidades norteamericanas ni los zombis que pasean por la aldea de
Santiago. Ni siquiera los seguidores de Parra han podido con Parra. Es más, yo
diría, llevado seguramente por el entusiasmo, que no sólo Parra, sino también
sus hermanos, con Violeta a la cabeza, y sus rabelesianos padres, han llevado a
la práctica una de las máximas ambiciones de la poesía de todos los tiempos:
joderle la paciencia al público.
Versos tomados al azar. Es un error creer que las
estrellas puedan servir para curar el cáncer, dijo Parra. Tiene más razón que
un santo. A propósito de escopeta, les recuerdo que el alma es inmortal, dijo
Parra. Tiene más razón que un santo. Y así podríamos seguir hasta que no
quedara nadie. Les recuerdo, de todas maneras, que Parra también es escultor. O
artista visual. Estas puntualizaciones son perfectamente inútiles. Parra
también es crítico literario. Una vez resumió en tres versos toda la historia
de la literatura chilena. Son éstos: “Los cuatro grandes poetas de Chile/ Son
tres/ Alonso de Ercilla y Rubén Darío”.
La poesía de las primeras décadas del siglo XXI será
una poesía híbrida, como ya lo está siendo la narrativa. Posiblemente nos
encaminamos, con una lentitud espantosa, hacia nuevos temblores formales. En
ese futuro incierto nuestros hijos contemplarán el encuentro sobre una mesa de
operaciones del poeta que duerme en una silla con el pájaro negro del desierto,
aquel que se alimenta de los parásitos de los camellos. En cierta ocasión, en
los últimos años de su vida, Breton habló de la necesidad de que el surrealismo
pasara a la clandestinidad, se sumergiera en las cloacas de las ciudades y de
las bibliotecas. Luego no volvió a tocar nunca más el tema. No importa quién lo
dijo: La hora de sentar cabeza no llegará jamás.
El
“antipoeta” chileno Nicanor Parra fue anunciado como ganador del Premio
Cervantes la semana pasada. Este texto de Bolaño fue prólogo del catálogo de la
exposición de Parra en Madrid en 2001 y fue recopilado en el libro Entre
paréntesis (Anagrama, 2004).