por Jaime Quezada
en Letras. s5, 2013
Cierto alivio esta mañana (y algo de tristeza también)
al despedir a Roberto Bolaño, joven amigo chileno-mexicano, que al fin puede
regresar a México, y gracias a una oportuna y diligente acción de la Embajada
de ese país en Santiago y a los muchos pedidos angustiosos de Victoria Ávalos,
su madre, desde Ciudad de México. Alivio, digo, para tranquilidad de él mismo,
y de la mía. La xenofobia se ha desatado de manera deshumanizadoramente
implacable e inmisericorde en este Chile, asilo ejemplar siempre contra toda
opresión.
Apenas alcanzamos a darnos un apresurado abrazo, en
esta mañana de septiembre-octubre de tantos adioses.
Roberto había llegado a Chile la última semana de
agosto de este 1973 después de un largo viaje en autobús desde Ciudad de México
(donde vive casi de niño), motivado por la experiencia de mi propio viaje en
sentido inverso (Santiago-México) que yo había realizado por América del Sur
arriba en los inicios del año 71, y toda vez que viví varios meses de meses en
su casa (calle Samuel 27, colonia Guadalupe-Tepeyac) gracias a la hospitalidad
de sus padres y a la tolerancia del mismo Roberto.
Allí, en esa casa de esa callecita del Distrito
Federal, lo conocí y lo padecí (o él me padeció a mí), muchacho de 18, 19 años,
neurótico lector con los siete tomos de Proust al cateo de su ojo, intolerable
como el que más, superdotado sin tasa ni medida, necesitado de ternura que va
del querer intenso al odio y viceversa, impaciente de imaginarios sueños,
fumándose la noche entera cigarrillo tras cigarrillo, bebiéndose su mañanero
vaso de leche, escribiendo una obra de teatro para enviar a un concurso cubano
y, en fin, retrato de artista adolescente con Joyce y todo.
Y ahora llegaba sorpresivamente a la casa mía, aquí en
Santiago (calle La Blanca 0559, comuna de La Cisterna), para vivir mi
hospitalidad y tolerancia también, e integrarse al “yo lo vi, yo lo viví” de la
realidad cotidiana del gobierno del presidente Allende, que tanto fervor y
admiración tenía mucho allende las fronteras de Chile y en el mismo gobierno y
pueblo mexicano.
El Golpe Militar chileno, sin embargo, lo
sorprende días posteriores visitando familiares en Los Ángeles y Mulchén, en el
centro-sur del país, en un recuperar acaso su infancia perdida, allí donde
estudió unos cursos primarios y allí donde su padre –León Bolaño-, en la década
del 50, era un lucido y activo boxeador, según cuenta una crónica de revista Estadio
de la época. Y luego Concepción, ciudades aquéllas y ésta donde no pasaría
desapercibido a los severos controles militares en calles, lugares públicos,
terminales de buses y estaciones ferroviarias. El marcado canturreo mexicano de
su hablar y el aspecto desfachatadamente extranjerizante y desafiante de su
vestimenta, le traerían momentos de ingratos pesares.
Luciendo un ancho y provocativo cinturón de cuero, con
dorada hebilla de balas-vainas de fusil, Roberto andaba muy orondo por las
calles de Santiago y de aquellas ciudades del sur. “Lo primero que tienes que
hacer”, le dije, apenas se apareció por Santiago-, “es quitarte ese cinturón”.
Advirtiéndole, además, que el país estaba ya casi entregado al control y
vigilancia militares.
“Me acordé de tu advertencia”, me dice, al regresar de
ese sur-surazo violento y represivo, salvado sólo por fortuitas circunstancias
de un ignorado destino. Y él –Roberto-, que venía a un reencuentro con el Chile
que había dejado muy niño (“En el cielo había una espada azul. Una gran espada
azul sobrevolando los tejados marrones y rojos de Quilpué. Volví en sueños al
país de la infancia”), se encuentra, de la noche a la mañana, con un Chile
bárbaro y maltratante y, a su vez, maltratado.
Al menos pudo compartir, en estos días tan aciagos, un
par de semanas de cierta tranquilidad y de amistad en mi casa, sin dejar de ser
el mismo muchacho intolerable, neurótico lector, impaciente, fumándose la noche
entera, tomándose sus tazones de té con leche, y escribiendo ahora poemas nada
de lineales, sino muy intensamente lihnianos (o a semejanza de Enrique Lihn, a
quien mucho ahora leía).
“Dará que hablar”, le dije –y a manera de
recomendación- al funcionario de la Embajada mexicana que se lo llevó en un
taxi, y muy de mañana, al aeropuerto de Santiago en ruta de regreso al México
de su residencia y de su vivir (o desvivir).