Babelia, El País. 31.01.1998
Los libros que más recuerdo son los que robé en México D.F., entre los 16 y los 19 años, y los que compré en Chile cuando tenía 20, en los primeros meses del golpe de Estado. En México había una librería extraordinaria. Se llamaba Librería de Cristal y estaba en la Alameda. Sus paredes, incluso el techo, eran de vidrio. Vidrio y vigas de hierro. Examinada desde fuera, parecía imposible poder robar un libro allí. Sin embargo, la tentación de hacer la prueba pudo más que la prudencia y al cabo de un tiempo lo intenté. El primer libro que cayó en mis manos fue un pequeño tomo de Pierre Louys, con hojas delgadas como papel de Biblia, no sé ahora si Afrodita o Las canciones de Bilitis. Sé que tenía 16 años y que Louys se convirtió en mi maestro durante algún tiempo. Después robé libros de Max Beerbohm (El hipócrita feliz), de Champfleury, de Samuel Pepys, de los hermanos Goncourt, de Alphonse Daudet, de los mexicanos Rulfo y Arreola, que entonces estaban, a su manera, activos, y que por tanto era factible que hasta yo me los pudiera encontrar una mañana cualquiera en la abigarrada avenida del Niño Perdido, una avenida que los mapas que hoy tengo del D.F. me escamotean, como si Niño Perdido sólo hubiera existido en mi imaginación o como si la calle, con sus tiendas subterráneas y con espectáculos se hubiera, efectivamente, perdido tal como me perdí yo a los 16 años. De esas brumas, de esos asaltos sigilosos, recuerdo muchos libros de poesía. Libros de Amado Nervo, de Alfonso Reyes, de Renato Leduc, de Gilberto Owen, de Huerta y de Tablada, y de poetas norteamericanos, como El General William Booth entra en el paraíso, del gran Vachel Lindsay. Pero fue una novela la que me sacó y me volvió a meter en el infierno. Esta novela es La caída, de Camus, y todo lo que concierne a ella lo recuerdo como atrapado en una luz espectral, luz de atardecer inmóvil, aunque ya la leí, la devoré, iluminado por aquellas mañanas privilegiadas del D.F., que son o que eran de una luminosidad roja y verde cercada por ruidos, en un banco de la Alameda, sin dinero y con todo el día, es decir, con toda la vida, a mi disposición. Después de Camus todo cambió. Recuerdo el ejemplar. Era un libro de letras muy grandes, como un primer abecedario, de pocas páginas, de tapas duras, con un dibujo horrendo en la portada, un libro difícil de sustraer y que ni supe si ocultar bajo la axila o en la espalda, pues no se amoldaba a mi marciana de estudiante cimarrero, y que al final saqué a vista y paciencia de todos los empleados de la Librería de Cristal, que es una de las mejores formas de robar y que había aprendido en un cuento de Edgar Allan Poe. A partir de entonces, de aquella sustracción y de aquella lectura, pasé de ser un lector prudente a ser un lector voraz, y de ladrón de libros me convertí en atracador de libros. Quería leerlo todo, que, en mi simpleza, equivalía a querer o a intentar descubrir el mecanismo hecho de azar que había llevado al personaje de Camus a aceptar su atroz destino. Contra todas las predicciones, mi carrera de atracador de libros fue larga y provechosa, pero un día me atraparon. Por suerte no fue en la Librería de Cristal, sino en La Librería del Sótano, que está o estaba enfrente de la Alameda, en la avenida de Juárez, y que como su nombre indica era un sótano de proporciones considerables en donde se amontonaban relucientes las últimas novedades llegadas de Buenos Aires o Barcelona. Mi detención fue ignominiosa. Parecía como si los samuráis de la librería hubieran puesto precio a mi cabeza. Amenazaron con expulsarme del país, con propinarme una madriza en el sótano de La librería del Sótano, lo que a mi me sonó como si aquellos neofilósofos hablaran entre ellos de la destrucción de la destrucción, y al final, tras la larga deliberación, me dejaron en libertad no sin antes apropiarse de todos los libros que yo llevaba, entre los que estaba La Caída, ninguno de los cuales había robado allí. Poco después me marché a Chile. Si en México hubiera podido encontrar a Rulfo y Arreola, en Chile me pudo pasar lo mismo con Parra y Lihn, pero creo que al único que vi fue a Rodrigo Lira caminando aprisa una noche que olía a gases lacrimógenos. Después vino el golpe y tras éste me dediqué a recorrer las librerías de Santiago como una forma barata de conjurar el aburrimiento y la locura. A diferencia de las librerías mexicanas, las de Santiago carecían de empleados y eran atendidas por una persona, casi siempre el dueño. Allí compré la Obra gruesa y los Artefactos de Nicanor Parra, y los libros de Enrique Lihn y Jorge Teillier que no tardaría en perder y cuya lectura resultaría crucial; aunque crucial no es la palabra: esos libros me ayudaron a respirar. Pero respirar tampoco es la palabra. De mis visitas a esas librerías recuerdo sobre todo los ojos de los libreros, ojos que a veces parecían los de un ahorcado y a veces estaban velados por una tela como de legañas y que ahora sé que era otra cosa. No recuerdo, además, haber visto nunca librerías más solitarias. Allí no robé ningún libro. Eran baratos y los compraba. En la última que visité, un librero, un hombre de unos cuarenta años, alto y flaco, me dijo de sopetón mientras revisaba una hilera de viejas novelas francesas si me parecía justo que un autor recomendara sus propias obras a un condenado a muerte. El tipo estaba de pie en un rincón, llevaba sólo una camisa blanca arremangada hasta los codos y tenía una nuez prominente que le temblaba al hablar. Le contesté que no me parecía justo. ¿De qué condenados a muerte estamos hablando?, dije. El librero me miró y nos dijo que él sabía, fehacientemente, de más de un novelista capaz de recomendar sus propios libros a un condenado a muerte. Después dijo que hablábamos de lectores desesperados. Soy el menos indicado para decirlo, dijo, pero si no lo digo yo no lo dirá nadie. ¿Qué libro le regalaría usted a un condenado a muerte?, me preguntó. No sé, dije. Yo tampoco lo sé, dijo el librero, y me parece terrible. ¿Qué libros leen los desesperados? ¿Qué libros les gustan? ¿Cómo se imagina usted la sala de lecturas de un condenado a muerte?, dijo. Y después: es como la Antártida. No como el Polo Norte, sino como la Antártida. Pensé en el final de Arturo Gordon Pym, pero preferí no decir nada. A ver, dijo el librero, ¿quién es el valiente capaz de poner sobre el regazo de un condenado a muerte esta novela? Levantó un libro que había gozado de cierta fama y luego lo arrojó sobre una espuerta. Le pagué y me fui. Al darle la espalda, el librero no sé si rio o se puso a llorar. Cuando gané la calle lo oí decir: ¿Quién es el gallito capaz de semejante hazaña? Y luego dijo algo más, pero no entendí sus palabras.