Letras Libres, 05.2011
No he querido leer pero he leído en alguna parte que no
hay nada salvaje en Los detectives
salvajes. Que esta novela representa el epitafio de las vanguardias
latinoamericanas. Que el fracaso del realvisceralismo al interior de la obra
simboliza el fracaso de todas las prácticas radicales. Que los destinos
cruzados de Arturo Belano y Ulises Lima son, de hecho, ejemplares. Que el
primero consigue desintoxicarse de las vanguardias y por eso, ya vuelto Roberto
Bolaño, escribe algunas novelas extraordinarias. Que el segundo se ata a la
ilusión vanguardista y por eso, ya vuelto Mario Santiago Papasquiaro, no
escribe otra cosa que versos olvidables. Que esa escena en que Ulises Lima y
Octavio Paz se encuentran en el Parque Hundido lo dice, al final, todo: las
hostilidades han terminado, es hora de rendirse ante los maestros.
Bueno, es necesario responder que nada es así de
sencillo. Que Los detectives salvajes
es a la vez un elogio y una parodia de las vanguardias latinoamericanas. Que
esta o aquella pandilla de radicales puede fracasar y desaparecer pero que la
pulsión vanguardista no muere con ellos, así como desaparecen los autores
clasicistas pero no los hábitos clásicos. Que si la obra de Bolaño sobresale no
es porque se haya desprendido de todo aliento vanguardista sino justamente
porque discute con las vanguardias y está en tensión con ellas. Que esa escena
en el Parque Hundido es, sí, memorable pero tal vez por otras razones: quizá
porque Paz envidia en Ulises Lima al joven radical que él también fue.
Hay que empezar por aceptar que la narrativa de Bolaño
no es formalmente vanguardista –no continúa los hábitos de las vanguardias
históricas ni echa mano de los recursos más comunes de las posvanguardias. Hay
que aceptar, también, que Bolaño escribe el grueso de su obra muchos años
después de su experiencia con los infrarrealistas –mientras anda entre ellos,
apenas si escribe, dedicado como está a caminar la ciudad de México, leer
poesía, irrumpir en actos literarios. Hay que aceptar, además, que en sus
mejores obras no hay, en rigor, vanguardia. Hay algo distinto: trozos, retazos
de vanguardias. Seguro no en sus ensayos, a menudo complacientes e
improvisados. Quizá tampoco en sus cuentos ni en sus poemas, lejos de las
acrobacias formales de sus maestros. Pero sí, definitivamente, en sus novelas.
Basta escarbar un poco en La literatura
nazi en América, en Estrella distante,
en Los detectives salvajes, en Amuleto, en Nocturno de Chile o en 2666
para notar que debajo de sus formas –nunca decimonónicas– borbotean los
principios capitales de las vanguardias: el desprecio por la creación burguesa,
el elogio de la acción, la voluntad de traspasar las tapas del libro y
participar en la vida. O quizá solo haya que aceptar que Bolaño no marcha en la
punta y que está, como decía estar Roland Barthes, en la retaguardia de la
vanguardia –que tampoco es poca cosa.
Lo que no se puede aceptar, no a estas alturas, es esa
idea de que la narrativa de Bolaño no es radical porque es, justamente,
narrativa. Ocurre que buena parte de la escritura de Bolaño trata sobre poesía
y poetas y, sin embargo, viene empaquetada en la forma de cuentos y novelas,
aparte muy poco líricas. El asunto puede parecer grave porque no hay nada que
las vanguardias históricas hayan detestado más que la narrativa y, peor, la
novela. Puede parecer inconsistente, además, que esas novelas, habitadas por
jóvenes extremos, no sean, formalmente, las más extremas de la narrativa
hispanoamericana reciente. Se ha hablado incluso de traición, como si Bolaño,
al trasladarlos a la imaginación novelística, domesticara a esos poetas
radicales. No lo hace: los prende, porque también las novelas pueden provocar
incendios.
No es este, la narrativa, un problema grave. No es
siquiera un problema: hace mucho que la narrativa dejó de ser eso que los
vanguardistas de principios del siglo xx desdeñaban y es ahora, en las mejores
plumas, una escritura tan lúcida y brutal como cualquiera. Aquella frase de
Heidegger –“La narrativa es enemiga de la inteligencia”– sigue siendo válida
para buena parte de la narrativa, pero no para aquella que ha sacrificado sus
hábitos con tal de significar. En otras palabras: el que Bolaño emplee la
novela para celebrar la poesía no es problema de Bolaño; representa un problema
solo para aquellos que mantienen una concepción demasiado blanda de la novela.
Bolaño tenía las suficientes lecturas –de hecho, una suma colosal de lecturas–
como para no cometer la facilidad de privilegiar, al final del día, los poemas
sobre los relatos. ¿Poesía y narrativa? Incluso esos términos suenan algo
torpes ante la escritura de Bolaño. Que no se olvide que sus poemas narraban.
Que no se deje pasar esa frase dispuesta cerca del final de 2666: “Toda la poesía, en cualquiera de
sus múltiples disciplinas, estaba contenida, o podía estar contenida, en una
novela”.
¿Cómo entender, entonces, esa gastada rutina de ciertos
críticos literarios que, ante un novelista mayor, se atreven a decir que este
es tan bueno, pero tan bueno, que es, ante todo, un poeta? ¿Cómo justificar que
sometan a Bolaño a esa maña? Señores, al revés: Bolaño es, sobre todo y
felizmente, un narrador. No es solo que su obra poética sea menor y que a veces
parezca el laboratorio de sus novelas. No es siquiera que la narrativa le haya
permitido lo que la poesía le negó: exponer a la vez la grandeza y miseria de
la existencia. Es que pocos escritores han confiado tanto, con tanto ardor, en
la narrativa. ¿Qué mejor prueba de ello que esa magna obra que es 2666? Cerca del final de su vida, cuando
la cirrosis se agrava, Bolaño decide emprender un último, desesperado proyecto:
¡no un poema sino una novela! Y no cualquier novela: una novela total,
vastísima, lejana lo mismo del minimalismo de sus obras más breves que de los
fragmentos y puzzles de Los detectives
salvajes. Una novela que, en cada una de sus cinco partes, desliza un
homenaje a diversas tradiciones novelísticas del siglo xx. Una novela que, al
revés de Los detectives salvajes, ya
no viaja al campo de los poetas para hallar, entre la masa de versificadores
académicos, una escritura radical. Ahora el héroe está allí, en la narrativa
misma. Ahora se llama Benno von Archimboldi y, aunque escribe novelas, es tan
puro como Cesárea Tinajero. Ahora es, como Bolaño, un narrador: simplemente un
narrador.
Después de Los
detectives salvajes la pregunta ya no es: ¿puede escribirse una buena
novela sobre la poesía? La pregunta es: ¿por qué Bolaño prefiere escribir
novelas y no poemas? Mucho me temo que la respuesta no agradará a los poetas:
Bolaño escribe novelas, y no poemas, porque hoy ya no puede escribirse poesía.
Esa es la conclusión que se desprende de su obra narrativa: la poesía es ya
imposible, sobrevivimos en un mundo pospoético. Véase a los personajes de Los detectives salvajes: aseguran ser
poetas pero no escriben a lo largo de las más de seiscientas páginas del libro
un solo poema.