Viento
blanco,
2013
De la intervención
fundamental que realiza la novia de Juan, estando los cuatro varados en medio
de la nada sin saber adónde ir; de lo bien que hace a veces apurar las cosas y
del intercambio de impresiones apuradas, aunque precisas, que orientaría al grupo
en la dirección correcta de la búsqueda.
*
En el décimo mes los patos salvajes se dirigen hacia el sur,
llegando su migración hasta cierto punto; luego regresan.
Sung Chih-Wen
Son las seis treinta de la mañana. El viento
arrecia sobre los tejados, provocando lúgubres chirridos y acomodos. El
desierto, allá al fondo, tiñe sus praderas secas de amarillo y rojo. Los
coyotes aúllan, tal vez solo en mi imaginación, a una luna cada vez más blanca
y transparente. Nos detenemos frente a una señal. Hemos llegado. Hace poco, un
día o dos, nos hemos enterado de que nos persiguen. He apretado la mano de mi
Juan al escucharlo, a él y a sus amigos. Ya
sabía yo que esto pasaría, les he soltado, provocando más que nada un
silencio tenso y enrabiado. Yo no tengo la
culpa, he concluido, pero la mirada de Ulises me ha hecho callar. Le he
pedido a Juan que no les haga caso. Le he dicho al oído que debemos irnos,
separarnos de este par de locos, pero pareciera que no escucha. Organiza juegos
de memoria, de ingenio, de conocimientos básicos de historia. Todos parecen
divertirse, menos yo. Me preocupa lo que pueda suceder. Quisiera estar en casa,
sola, descansando, bebiendo una cerveza en el rancho de mi abuela. Observo a la
pasada mi reflejo en el retrovisor. Estoy fea, demacrada. No me he bañado en
días, o semanas. Huelo mal. Todos huelen mal. Prefiero no acercarme a ellos. Si
no abrimos las ventanas huele a fruta podrida, a comida añeja, a orines
incluso. Y entonces pienso en que tal vez no fue una buena idea salir de la
ciudad. Les pregunto cuáles son los planes. Me miran como si hablara en
aleutiano. Les propongo una salida y les entrego un mapa dibujado por mí misma
hace unas horas. Hay una cruz marcada en el lugar exacto. Ahí debemos ir, les digo. Les recuerdo que yo soy la mujer, que eso
me otorga ciertos privilegios, pero nadie me responde. Arturo, por aburrimiento
o por exceso de maneras, recibe mi papel y lo escudriña. Se sonríe. Al comienzo
no me queda claro si se burla o realmente le interesa. Vuelve a sonreír. Qué te pasa, le digo aguantándome las
ganas de zamarrearlo. Nada, nada, me
responde, y le pasa el papel a Ulises, que de malas ganas lo abre y examina. El
muy puto empieza a sonreír. Me desespero. Miro a Juan como diciéndole: haga algo, pues, usted es el hombre, usted
es mi hombre, pero Juan se queda mirando hacia el desierto, como si en
alguna parte le estuvieran escribiendo la respuesta a la existencia. Vamos, vamos, que alguien diga algo, los
apuro. Me doy cuenta de que mi falda está subida y de que Juan me hace cariños
donde no es debido, no en público al menos. Tomo la mano de Juan, se la pongo
encima de su verga y entonces me contesta la mirada y se sonroja. Pienso en lo
extraño de su reacción, es decir, ya nos conocemos lo bastante. Le pido el mapa
a Ulises quien me pide que me espere. Lo estudia fijamente. Belano le pregunta
que qué pasa. Ulises no responde. Saca un libro desde abajo del asiento, busca
el índice y después la hoja, posa el dedo en el papel, posa otro dedo sobre el
mapa, mira alternativamente uno y otro, y luego de un minuto y medio o dos,
dice: vamos… la hemos encontrado.