por Sergio González Rodríguez
Revista Pez Banana. 20.08.2014
Los métodos del detective salvaje
que Roberto Bolaño encarnó, pueden escrutarse en los episodios que en adelante
se describen en sus dos fases:
Primera
fase
Por sugerencia de nuestros amigos
Juan Villoro y Jorge Herralde, quienes sabían que yo estaba escribiendo un
libro sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, tema que comencé a
indagar desde 1996, Roberto Bolaño entró en contacto conmigo por correo
electrónico, hacia 1999 o el año 2000, no recuerdo bien, y comenzamos un
intercambio de mensajes sobre dicho tema: me explicó que él quería abordar éste
en una novela que preparaba. Me reveló que ya había leído mis libros, en
particular El Centauro en el paisaje (1992),
y sabía que yo había tocado el bajo eléctrico en un grupo de rock (Enigma).
Durante un par de años, Roberto y yo
intercambiamos mensajes intermitentes donde él revelaba un conocimiento
agudo y una curiosidad creciente sobre las circunstancias de aquellos
crímenes. Nuestro diálogo careció de la fluidez deseada: sus mensajes no me
llegaban, como él se quejaba después; a veces recibía los míos en un código
indescifrable o como texto ilegible: era obvia la interceptación que desde
entonces he tenido en mis comunicaciones electrónicas y postales.
Villoro me ha contado que Bolaño se
exasperaba por esto, pero insistía en enviarme sus mensajes, que contenían
preguntas, consultas y opiniones sobre las víctimas, la actuación de la policía
o los posibles agresores de mujeres. En una ocasión me pidió, por ejemplo, que
le describiera el tipo de armas, vehículos, conducta y aspecto específicos de
los asesinos. Debí acudir a los documentos policiales y ministeriales que
guardaba en mi archivo para poder responder preguntas tan precisas. Me dio la
impresión de que Roberto quería construir su programa novelístico con los dos
pies y la cabeza entera dentro en los hechos.
Otra vez fue más detallista: quería
que le transcribiera un informe forense que consignara las heridas infligidas
en alguna víctima. Parecía satisfecho de contar con tal jerga criminalística en
sus manos. También me pedía mi opinión en alguno otro mensaje acerca de un
diagnóstico legal que circulaba en Internet sobre los asesinatos de mujeres en
aquella frontera.
Quería afinar su criterio sobre los
crímenes, y tendía a creer que la presencia de un criminólogo de prestigio como
Robert K. Ressler, quien fundó la oficina de Ciencias de la Conducta del FBI y
acuñó los términos de “asesinos en serie” y “asesinatos en serie”, serviría
para resolver los casos de una vez por todas. En esos años, estaba aún fresca
la memoria de la película de Jonathan Demme titulada “El silencio de los
inocentes” (1993), en la que una detective sagaz (personificada por Jodie
Foster), quien tiene un maestro que dirige sus pasos (en la cinta el trasunto
de la figura de Ressler), aprehende a un asesino en serie muy depredador con
ayuda de otro, esteta y de mente brillante (actuado por Anthony Hopkins).
Bolaño se mostró un tanto
desconcertado cuando le conté que la presencia de Ressler en Ciudad Juárez se
había visto mediatizada por la corrupción de las autoridades de Chihuahua,
quienes no han deseado nunca abrir una pesquisa en serio sobre aquellos
asesinatos de mujeres. Y si bien Bolaño sostenía la idea de un asesino en serie
(que parece extender a 2666),
reconoció que la hipótesis de Ressler podía ser cierta: la existencia no de un
asesino, sino de varios que, en plan de juerga y con distintos grupos de
respaldo, incluso policías, realizaban el secuestro, violación, tortura y
asesinato sexual de las víctimas. Lo demás, era tarea del fenómeno de copycat o asesinos imitadores.
Puede ser que Roberto tuviera ya
resuelto su plan narrativo en favor de un asesino, quizás itinerante y
encarnación del mal primigenio expresado en connivencia con una ecología
perversa en la frontera, que incluía el declive de las instituciones y al poder
económico y político.
Hasta aquí, el detective salvaje
llamado Roberto Bolaño recuperaba la tradición indagatoria de un Sherlock
Holmes (mente alerta, observación, desarrollo imaginativo, aptitud deductiva,
agudeza conjetural, etcétera). Más adelante, al conocer en persona a Bolaño,
pude entrever más de su dispositivo creador.
Segunda
fase
En 2002, al saber que yo acudiría a
España a presentar mi libro Huesos
en el desierto, Roberto Bolaño me invitó a visitarlo en Blanes, localidad
cercana a Barcelona donde residía. Durante una tarde-noche disfruté de
hospitalidad en su casa, y me hizo conocer dos puntos: a) estaba por terminar
su novela 2666 que, afirmó,
“trataba de muchas cosas”, entre ellas, una parte con los asesinatos de mujeres
en Ciudad Juárez, y b) había decidido incluirme en esas páginas: “estás en mi
libro como personaje con tu nombre: eres el periodista que investiga los
crímenes”. Mi asombro le encantó: “quise imitar a Javier Marías que en su
novela Negra Espalda del tiempo, de
1997, te incluyó con tu nombre en la investigación de la muerte de Wilfred
Ewart en la Ciudad de México”. Reía y encendió otro cigarrillo: el humo rodeaba
su júbilo contagioso.
Con el paso del tiempo, he
comprendido que más que una anécdota, un juego literario o un giro de intertextualidad,
Bolaño construía una pieza de su prodigiosa máquina de escritura bajo un plan
expansivo, que a la postre le ha sobrevivido y le sobrevivirá (e incluye,
también, este texto y muchos otros). El detective salvaje que fue Roberto
Bolaño investigaba, procuraba la justicia y la ampliaba al ámbito de la
imaginación a través de dispositivos de arte conceptual, a los que adscribo los
libros y manuscritos que dejó inéditos y las consecuencias que han rodeado su
publicación y lectura.
Con Huesos en el desierto, Roberto Bolaño pudo reinventar un
palimpsesto temático-narrativo y lo convirtió en su magistral novela 2666. Así, su máquina de escritura
persiste en desafiar el transcurso del tiempo.