El espectador, Colombia. 21.12.2016
¿Es
Bolaño tan grande como lo certifican las editoriales? ¿Por qué se sigue
hablando del autor de Los detectives
salvajes como un escritor de imprescindible lectura?
No sé los demás, pero la primera vez que leí a Bolaño sentí que
era uno de esos autores que iba a inscribir, de entrada, entre los de cabecera.
Los detectives salvajes es, sin duda,
una novela ideal. Ideal, digo, para quienes transitamos por desiertos
culturales; ser testigo de las aventuras de los poetas del real visceralismo
era como ser parte de una realidad de la cual me hubiera gustado ser parte.
Además de la poesía, estaban las hermanitas Font, ¿y a quién no le gustaría un affair con María y/o Angélica? La
novela, por supuesto, es mucho más que eso. Es el viaje cruel y descarnado de
un grupo de soñadores que caminan por el mundo creyendo que sobrepasarán los
límites de la poesía, y a la vez es el fracaso de una generación iconoclasta,
que termina padeciendo el poder del canon.
Algunos críticos la han querido equiparar con Rayuela y Paradiso. A mí me parece que por su crudeza es más cercana a las
condiciones de los personajes de La
ciudad y los perros. Y sin embargo es un libro auténtico, de ahí la
potencia de su valor, pues su argumento es genuino y su estructura arriesgada,
aunque en mi opinión a esa polifonía expuesta en la segunda parte le sobran al
menos 100 páginas. Como en su otra gran obra, 2666, su urdimbre es liviana, sus personajes planos y sus acciones
algo insulsas, casi superfluas.
De toda esa caterva de elogios, si usted lo quiere comprobar
lea Palabra de América (todos
montados en el bus Bolaño), el más descabellado ha sido Ignacio Echevarría,
quien sin asomo de hipérbole sentenció que Los
detectives salvajes es la novela “que Borges hubiera aceptado escribir”. De
antemano, es poco cortés que dicha aseveración derive de un crítico. Y es que
si hubo algo en lo que se esmeraba Borges era en la prolijidad del lenguaje,
cualidad, dicho sea de paso, de la cual adoleció Bolaño y para eso baste con
leer detenidamente sus libros, o esa crítica tan bien lograda que escribió
Pablo Montoya en Literariedad.
Pero, vale, la pulcritud en las palabras no es un imperativo en
la narrativa. Novelistas y cuentistas, grandes, con modesta prosa, es lo que
sobran: Carver, Vargas Llosa, Franzen, Houellebecq, si de hacer una lista
arbitraria se tratara. El quid es que Los
detectives es una obra importante en las letras latinoamericanas, pero no
es la gran obra, y la verdad es que no se acerca a ninguna de ellas. Los
defensores acérrimos del chileno dirán que 2666
lo es, pero no. Tampoco. Bolaño, para resumirlo, es un escritor de
divertimento, no de culto.
Es más: me atrevo a decir que en su grandeza hay más de marketing
editorial que de prolijidad estética. Pues su obra está llena de altibajos. No
hay que hacer una cartografía amplia, pero entre su legado dejó libros
interesantes, como Estrella distante,
y otros para el olvido, como Una novelita
lumpen, y narrativa arriesgada (y borgiana, sí), como Palabra de América, y otra inane, como Amberes. Y lo mismo podría decirse de su narrativa breve. Unos
domesticables, otros indigestibles.
Es irónico, pero sus amigos han hecho todo lo que él hubiera
repudiado, pues como lo dije en otro artículo, Bolaño fue irreverente, “atacaba
los consagrados, diría Villoro, y los defendía si tú los atacabas”. Lo que
ocurre es que a veces uno soslaya (por la idea romántica que se tiene en torno
a la cultura) que el capitalismo editorial es igual o más rampante que el otro
capitalismo. Y entonces el marketing crea la necesidad y nosotros los lectores
saciamos nuestra gula en las librerías. Y los magazines culturales no pueden
resistirse a la tentación: ¡todos están hablando de ese autor!, y al menos
deben tener una entrevista. Y hasta los críticos caen en la trampa y resuelven
montarse al bus del éxito, pues es más difícil llevar la contraria.
Pero (lo diré en tautología): la buena literatura es la buena
literatura. Y eso está por encima de todo. El mercado puede engolosinar a los
lectores imberbes con sus nuevas estrellas, los abstrusos versos de Elvira
Sastre, ejemplo de ello. (No es de mi incumbencia decirlo, pero es conocido lo
letal que puede llegar a ser el azúcar).
Estuve hace poco en México, viendo en las vitrinas de las
librerías las nuevas ediciones de Roberto con Alfaguara. La verdad, fue grato
verlas, resultó un tanto voyerista, era ver en otro empaque eso que fue tan
placentero. (Para ser sinceros, luego me espantó el precio).
Con todo, no he querido decir que Bolaño sea un mal escritor.
Por el contrario, está entre mis preferidos. Lo que es lamentable son las
reyertas extraliterarias que se han hecho con él y esa explotación de los que
viven del muerto (pero un nivel mucho más avanzado que el de Romero y Ospina,
claro).
Ya lo registraron en otro espacio cultural, Echevarría y la
viuda Carolina López han desencadenado un escándalo sobre los derechos del
autor de Llamadas telefónicas. Estoy
seguro de que un miembro del realismo visceral hubiera defenestrado esta
situación.