Por Javier Raya
PijamaSurf.com, 14.04.2013
Relevo generacional,
estrategia de marketing y tenacidad literaria, la obra del chileno Roberto
Bolaño
sigue dando de qué hablar
incluso (o sobre todo) a pesar de lo propiamente literario.
No sorprenderá a nadie decir que el medio literario opera a la
manera de un mercado: el mercado no definido solamente con imperativos dudosos
de valor, con prestigios vaporosos o francamente ruines, sino como un sistema
que regula la visibilidad y el acceso a las formas terrestres del prestigio
literario, llámense premios, becas o publicaciones. El mercado olvida o
consagra, pero también olvida y consagra: pasó con don Luis de Góngora, con
Benito Pérez Galdós, con Antonio Machado e incluso con Federico García Lorca. A
pesar de que la leyenda afirme que Victor Hugo lo llamaba "niño
Shakespeare", era muy poco probable que el nombre Arthur Rimbaud fuera
reconocible para nadie en la segunda mitad del siglo XIX.
Pero el mercado también tiene un hueco para la figura del
maldito: más allá del talento literario, una biografía interesante puede crear,
a priori, la sensación en el lector de que sabe de qué va la obra de un
escritor. Tendemos a catalogar, es decir, a definir. No es necesario llegar a
los juicios sintéticos kantianos: el vox populi es un inventario siempre
disponible de referencias preconcebidas de fácil acceso. Por ello, cuando el
público estadunidense supo de un chileno que fue encarcelado en su país a pocos
días del golpe de estado de Pinochet, que viajó por Latinoamérica conjurando
las hondas sombras del Ché Guevara, que instigó un movimiento literario, el
infrarrealismo, con reconocibles reminiscencias Beat y que además de morir en
circunstancias evitables durante su temprana madurez dejó una obra vasta y
digna de leerse y releerse, la seducción era inevitable. Incluso en
Latinoamérica su suerte es varia: amamos odiar a Roberto Bolaño.
Horacio Castellanos Moya escribió recientemente sobre un ensayo
próximo a publicarse que aborda precisamente las razones mercantiles --es
decir, extraliterarias-- del prestigio que Bolaño ha adquirido rápidamente. La
profesora Sarah Pollock de la City University de Nueva York escribió
"Latin America Translated (Again): Roberto Bolaño’s The Savage Detectives
in the United States", a aparecer en el próximo número de la revista
trimestral Comparative Literature donde, sin menospreciar la obra de
Bolaño, aporta una explicación esperable sobre este boom personal, y una lectura no tan esperable sobre las razones del
mercado anglosajón para acoger a uno de los hijos más incómodos de Chile.
"Bolaño", escribe Pollock, "aparece ante el
lector (estadounidense), incluso antes de que uno abra la primera página de la
novela, como una mezcla entre los beats y Arthur Rimbaud, con su vida convertida
ya en materia de leyenda". Castellanos Moya confirma esa impresión al
recordar cómo la editorial New Directions tuvo a bien editar la novela en
inglés con una foto de Bolaño a los 27 años, donde con el cabello revuelto y la
chamarra de cuero recuerda más al Arturo Belano de Los detectives salvajes que al hombre maduro de incipiente calvicie
que efectivamente escribió la novela.
Por otra parte, la literatura latinoamericana en Estados Unidos
se encontraba, a finales de los 90, con un importante vacío en términos de
desplazamientos editoriales. El boom latinoamericano, protagonizado por
Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Julio Cortázar casi medio siglo antes
y que popularizó una visión de la literatura latinoamericana asociada a otra
marca registrada, el realismo mágico, necesitaba un relevo generacional
reconocible que grupos literarios (insistamos, marcas registradas) como McOndo o el Crack no conseguían llenar. Muchos podemos gustar de los cuentos de
Ignacio Padilla y evitar como la plaga todo lo que venga de Jorge Volpi, pero
Castellanos Moya tiene razón cuando afirma que novelas ambientadas en la
Alemania nazi no son lo que el público estadunidense espera leer al abrir un
libro de un escritor latinoamericano (entre paréntesis, hay que notar la ironía
de que parte de 2666 de
Bolaño esté ambientada precisamente en los periplos de Benno von Archimboldi en
la Segunda Guerra Mundial).
Para los editores estadunidenses el asunto era claro: se
precisaba un relevo más o menos reconocible sobre el relato costumbrista al sur
del río Bravo; una variación sobre el tema latinoamericano que conservara el
misticismo y folclor que Ginsberg, Kerouac, Burroughs, e incluso Artaud o
Humboldt antes que ellos, buscaran en México. Bolaño era el candidato
perfecto: Los detectives salvajes permite
acceder a referentes historizables sobre la vida literaria en la Ciudad de
México en la década de los 70, con sus pugnas, sus encontronazos, sus
cabecillas visibles y sus figuras míticas ensombrecidas bajo el relumbrón (caso
Mario Santiago), aderezada con un catálogo de nombres que sirve además como
inventario de literatura abreviada para el neófito. Una novela de época con la
suficiente distancia histórica para hacerla atractiva y con la suficiente
cercanía para sentirse partícipes. La fórmula perfecta.
El road trip que
promete Los detectives
salvajes casa muy bien con las expectativas del mercado estadunidense;
una versión tropical de On the road
de Kerouac. Pero hay un elemento más. Según Pollock, Los detectives... puede leerse también como un "cuento de
advertencia moral", pues "está muy bien ser un rebelde descarado
a los diecisiete años, pero si uno no crece y no se convierte en una persona
adulta, seria y asentada, las consecuencias pueden ser trágicas y patéticas. Es
como si Bolaño...", concluye la profesora, "estuviera confirmando lo
que las normas culturales de Estados Unidos promocionan como la
verdad".
Aunque Bolaño sigue ganando lectores y detractores a causa de
sus innegociables gustos y polémicas declaraciones, habría que rescatar un
argumento de Gabriel Zaid respecto del gusto por el malditismo en artes. Los artistas crean precisamente a causa de la
salud de su creatividad, no de los diversos derroteros de la enfermedad. Van
Gogh es Van Gogh porque pintó esos cuadros tan feos que le gustan a tanta
gente, no porque se hubiera cortado un pedazo de oreja; Burroughs es Burroughs
porque escribió Naked lunch, no por
haberle disparado a su mujer. Podríamos seguir así con Mailer, Genet,
Maiakovski y tantos más. Curioso que Roberto Bolaño, el escritor de disciplina
espartana, el que no bebía alcohol salvo en contadas ocasiones, el buen padre
de familia, el doméstico habitante de un pueblito español de provincias, figure
en los anaqueles del malditismo
literario. Curioso, pero no inesperado.
Cuando la obra es buena (es decir, relevante, vigente a través
de distintas generaciones de lectores, imaginativa, difícil pero transitable,
ligera pero retadora o cualesquiera argumentos que constituyan la calidad
literaria), encuentra a sus lectores. Y un bolaño, después de todo, es una bala
de cañón. Al final todo el asunto de la trascendencia se cifra en eso: en un
lector (hipócrita, decía Baudelaire, de gusto voluble y particular) pase
páginas y páginas sin que el asombro disminuya.