Por Alejandro Zambra
Las Últimas Noticias, 17.11.2004Recuperado de http://www.letras.mysite.com/rb1711041.htm
Meses antes de morir, Roberto Bolaño definió 2666 -el libro a cuya escritura estaba
abocado día y noche- como su obra más ambiciosa, lo que, proviniendo de un
narrador por definición ambicioso, que por lo demás ya se había apuntado con
una decena de libros magistrales, provocó una mueca de ligera incredulidad
hasta en sus más incondicionales seguidores. La publicación de 2666 era, entonces, esperada no solo con
curiosidad, sino también con franca impaciencia, tanto por los lectores, digamos,
químicamente puros, como por esa verdadera horda de fiscalizadores de la
crítica literaria chilena que últimamente se ha venido constituyendo.
Pues bien: 2666 ya
está aquí, recién editada por Anagrama. Después de leer sus 1.129 vertiginosas
páginas, es evidente que para describirla de manera adecuada se requerirían
otras mil u otras cinco mil páginas, porque se trata de una novela
inconmensurable, una novela que desafía cualquier idea previa sobre sus
dimensiones y su importancia para la literatura hispanoamericana e incluso
mundial. Pero ya que estamos en esto -y bien avisados de que todo intento de
condensar lo que hay en 2666 está
destinado al fracaso- convengamos que es este un libro de destinos, algo así
como un gigantesco obituario donde figuran todos los nombres.
Detalles microscópicos
Con o sin sus papeles en regla, explícita o imaginariamente,
los centenares de personajes de esta novela se dirigen al infierno, un infierno
que aquí cobra la forma de Santa Teresa -la Comala
o el Spoon River de Bolaño-, una ciudad mexicana en la frontera con Estados
Unidos donde casi no hay cesantía pero abundan, en cambio, los cadáveres:
cadáveres de mujeres jóvenes, violadas por los dos conductos -aunque un experto
llega a asegurar que es posible violar a una mujer hasta por siete conductos- y
luego abandonadas en el basurero "El Chile" o en alguno de los
numerosos rincones baldíos de la ciudad.
Es verdaderamente impresionante la capacidad de Bolaño para
sostener el relato, para acumular detalles microscópicos cuya enumeración, sin
embargo, nunca detiene el trepidante progreso de la narración. Las cinco partes
o las cinco novelas de que consta 2666
son, en rigor, obras simultáneas, piezas movidas con voluntariosa maestría por
un narrador omnisciente, orgullosamente omnisciente. Así, "La parte de los
críticos" es el relato de las aventuras -es decir de los deseos, las
frustraciones, los sueños y, sobre todo, de las pesadillas- de un grupo de
críticos europeos que viajan a Santa Teresa animados por la posible presencia
de Benno von Archimboldi, un esquivo escritor prusiano cuya obra llevan décadas
estudiando con incontenible admiración. "La parte de Amalfitano", en
tanto, es el magistral registro de la descomposición psíquica de Óscar
Amalfitano, un profesor chileno cuya mujer lo abandonó en España y que ahora
vive con la hija de ambos en la ciudad de los crímenes, arrinconado por oscuras
bromas geométricas y hasta por un fantasma que le asegura que "no hay
amor, no hay épica, no hay poesía lírica que no sea un gorgoteo o un gorjeo de
egoístas, trino de tramposos, borbollón de traidores, burbujeo de arribistas,
gorgorito de maricones".
En "La parte de Fate", la tercera del conjunto, un
periodista negro neoyorquino se ve involuntaria y fatalmente impelido a
transitar por los ambientes de la mafia y del hampa de Santa Teresa, mientras
que "La parte de los crímenes" es la maratónica y aterradora
narración de más de cien salvajes asesinatos, con abundancia de pormenores
forenses que confirman la insólita pericia de Bolaño para conciliar el horror
con la más corrosiva de las carcajadas. "La parte de Archimboldi",
finalmente, es la historia que los críticos de la primera novela hubieran
querido leer, es decir, la biografía de Benno von Archimboldi.
Heridas de guerra
Archimboldi es un novelista respetado y admirado que ha escrito
su obra guiado por la convicción de que "toda la poesía, en cualquiera de
sus múltiples disciplinas", cabe o puede caber en una novela. Del mismo
modo, la historia de su vida es una melancólica y sangrienta versión de la
historia del siglo veinte europeo. Aunque la ilusión de las cuatro paredes lo
resguarda de la desesperación, Archimboldi nunca deja de ser un ex soldado que
repasa sus heridas de guerra, el hijo de un cojo y de una tuerta que recuerda
culposamente a Boris Abramovich Ansky (un escritor que, en la trinchera
enemiga, no tuvo la suerte que sí tuvo Archimboldi: sobrevivir) y que viaja a
México (el país de los aztecas, que según Ingeborg Bauer, su mórbida esposa,
son gentes muy extrañas), no para reunir materiales para una próxima novela
transcontinental, sino más bien para conocer a su sobrino, que es el principal
sospechoso de los asesinatos de Santa Teresa.
Como dice uno de los enésimos personajes secundarios de esta
novela: "todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón,
esforzada infantería". Roberto Bolaño ha escrito una obra maestra, una
novela absoluta, un libro total, que hurga en los límites mismos de la
literatura y demuestra que escribir es una incalculable y definitiva forma de
acción.
Un cementerio olvidado
En más de una entrevista, Roberto Bolaño dijo que el título 2666 ameritaba una extenuante
explicación, una explicación probablemente tan larga, que a fin de cuentas
nunca se animó a dar. Por lo pronto, parece que el título alude a una fecha, o
a un centro desde luego imposible de localizar, o a una esencia o a un hoyo,
que para el caso vienen a ser lo mismo. En la nota editorial que cierra el
volumen, Ignacio Echevarría observa que en otra novela de Bolaño, Amuleto, se menciona “un cementerio de
2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato”. En la misma
nota, Echeverría se refiere también al supuesto carácter inacabado de 2666: se supone que Bolaño no alcanzó a
terminarla, pero es prácticamente imposible discernir con mediana seguridad qué
aspectos de la novela quedaron a medio acabar. Hay, naturalmente, algunas
historias que hubiera sido posible continuar (los asesinatos relatados, sin ir
más lejos, son ciento y tantos, pero podrían ser doscientos o cuatrocientos),
pero la verdad es que, según la lógica interna del relato, no tendrían por qué
finalizar.
Echevarría advierte con justicia que si Los detectives salvajes hubiera sido publicada de forma póstuma
también podría haber sido leída como una novela inacabada.