Por Pablo Bujalance
El Día de Córdoba, Málaga. 25.05.2017
Pocos pueden hablar sobre Roberto Bolaño con la autoridad de
Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960), quien, además de compartir amistad con el
autor de Los detectives salvajes, se
ocupó de la edición póstuma de 2666 y
otros títulos como El secreto del mal.
Último eslabón de la mejor estirpe de críticos literarios españoles, alojado
hoy en las páginas de El Cultural de El Mundo con su imprescindible tribuna y
responsable de ediciones de la obra de autores como Nicanor Parra, Juan Benet,
Rafael Sánchez Ferlosio y Franz Kafka, Echevarría clausuró ayer el ciclo de
conferencias “Bolaño Distante”, con una aproximación personal al escritor.
¿Habrá ocasión de leer a
Roberto Bolaño como a un clásico en el futuro, o su obra resistirá bien las
tentaciones marmóreas?
El tiempo nos fosiliza a todos y eso le llegará, sin remedio,
también a Bolaño. Pero si de algo se reía él era de la posteridad. Jugó mucho
con este concepto e incluso se indignaba con quienes se referían a la suya
propia. Bolaño ha demostrado que sabe resistir las modas: murió hace ya catorce
años y la expectación, atención y admiración que despierta su obra actualmente
son tanto o más elevadas. Sí, seguro que algún día será leído como un clásico.
Más aun, seguramente ya empieza a serlo.
¿Podemos hablar ya, en
consecuencia, de sus herederos?
Sí, desde que se publicó Los
detectives salvajes hace veinte años el impacto de la obra de Bolaño es
notable. Hay bastantes autores en los que cabe reconocer no una imitación, sino
la certificación de que Bolaño logró hacer lo que hacen los escritores
importantes: cambiar el paradigma de la escritura. El escritor argentino
Patricio Pron es un buen ejemplo de esto, pero hay muchos más que siguen su
estela de manera poco disimulada.
¿No se ha proyectado una
imagen demasiado doliente del autor, incluso propia de un mártir?
No, al contrario, si algo transmite Bolaño en su escritura es
vitalidad y energía. Es cierto que hay un fondo de tristeza, ya que en el fondo
se trata de una escritura elegíaca, en gran parte respecto a la propia
literatura. Pero su figura no se ajusta a eso que dices. Lo que sí sucede es
que Bolaño encaja bien con la tradición romántica, en muchos sentidos es un
escritor romántico; y casi siempre asociamos los rasgos románticos a lo
doliente, al martirio, pero Bolaño no es nada de esto. Es un buscador de lo
absoluto y un cantor de cierta experiencia literaria que parece que se va
perdiendo, de la que nacen la leyenda y la elegía. Pero para él la escritura
era una ocasión para la alegría, sin duda. Además, escribía siempre conectado
con el mundo. Era un espectador adictivo de series televisivas y de películas
de serie B. Y escribía siempre escuchando música. Su obra transmite el pulso y
la energía de alguien que está conectado con la vida, de alguien para quien
escribir es vivir.
De su admirado Nicanor
Parra afirmó Bolaño: "Escribe como sabiendo que al escribir el punto final
recibirá la descarga eléctrica que acabará con su vida". ¿No le sucedía a
él lo mismo?
Sí, sin duda. Toda la literatura de Bolaño está atravesada por
la muerte. Cuando decidió vivir de la literatura, a comienzos de los años 90,
era un hombre de más de cuarenta años, casado y con un hijo, que había
desempeñado trabajos muy distintos, lo mismo vigilando aparcamientos que
vendiendo bisutería. Y Bolaño, que desde los 15 años había escrito sobre todo
poesía, era consciente de que para poder vivir de su escritura tenía que
dedicarse a la narrativa. Justo entonces le diagnosticaron la enfermedad
hepática de la que terminaría muriendo, así que se encontró bajo una espada de
Damocles que le condenó a una vida seguramente más corta de la que puede
esperar la mayoría. Pues bien, toda la obra de Bolaño está atravesada por esa
competencia con la muerte. Y conforme avanza en su trabajo, esa competencia es
más notoria. Eso se ve de manera clara en 2666,
que tiene mucho de carrera contra la muerte pero embellecida de algún modo,
adscrita a esa vitalidad que nunca perdió.
Ha afirmado usted que
Bolaño, como escritor hispanoamericano, trascendió las fronteras para
convertirse en un escritor continental. ¿Habría sido un escritor nacional más
si hubiese permanecido en Chile o en México?
Probablemente sí. Bolaño se marchó de Chile con 15 años y volvió
durante un tiempo breve a los 18, en coincidencia con el golpe de Pinochet.
Luego se marchó a México, hasta el 78, y posteriormente se trasladó a España.
Bolaño encarna por tanto esa condición tan propia de su generación que es el
exilio, aunque él no era un exiliado político, sino más bien un emigrado. Pero
todo esto se traduce en una lengua que ya no permanece arraigada en su lugar de
origen, sino que se vivifica y se nutre de las distintas modalidades
continentales del castellano. Su literatura, como su lengua, tienen una
cualidad extraterritorial: no es un escritor chileno, ni mexicano, ni español.
Es un escritor hispanomericano, en un sentido muy amplio. Y esta noción del
destino latinoamericano, desligado de un territorio concreto, contribuyó a modificar
la imagen arquetípica que se tenía del escritor latinoamericano en España,
ligado esencialmente a las figuras del Boom.
El recambio de este arquetipo llega con Bolaño: el escritor latinoamericano ya
no es esa figura cosmopolita, influyente, con contactos internacionales, sino
un desarraigado, nómada y solitario. Después de tantos años de resaca del Boom, este otro arquetipo fue muy
bienvenido.
Y contribuyó a recuperar a
Borges como primer referente.
Bueno, desde que Borges se reveló como escritor se mantiene
alzado como un tótem indiscutible. Bolaño es un escritor borgeano, a veces de
manera flagrante, como en La literatura
nazi en América. Pero la aparición de Bolaño fue oportuna porque ya
llevábamos dos promociones de escritores posteriores al Boom que de alguna forma habían querido desentenderse de su
eclosión internacional pero no lo consiguieron. Tuvieron que pasar veinte años
hasta la llegada de Bolaño, que conectó tan bien, por ejemplo, y de manera
sorprendente, con la literatura norteamericana, con la cultura pop y los beats,
y que decididamente ya estaba ofreciendo otra cosa. Es verdad que cuando se lee
a Fogwill o a Villoro uno se pregunta todavía por qué no pasó con ellos. Habría
que atender a muchas claves para poder responder.
¿Se encuentra en Bolaño la
respuesta a la diatriba en torno a la tradición realista española?
La discusión en torno al realismo adolece hoy día de una
imprecisión que la hace inoperante. ¿A qué llamamos realismo? ¿A las novelas de
Aramburu y Almudena Grandes? Son categorías muy rancias de realismo. Lo difícil
es decir qué no es realismo. Llamar realista a Bolaño es equívoco, pero por
otro lado sí que es un escritor realista. Es todo muy complejo.
¿Sirve para algo la
crítica?
Sí, claro que sirve. Otra cosa es que haya quedado desplazada,
espero que coyunturalmente, del lugar que venía ocupando tradicionalmente. Como
género periodístico dedicado a la actualidad, la crítica tiene que refundarse,
tanto en sus retóricas como en los lugares desde los que actúa. Como el propio
periodismo, la crítica atraviesa un periodo de transformación, pero no deja de
ser importante. Bolaño prestaba mucha atención a la crítica y defendió siempre
su valor. De la importancia de la crítica como instancia orientadora y
constructora del canon nadie puede dudar, por mucha manía que se les tenga a
los críticos.