Bogotaucrónica.blogspot.com, 15.07.2018
Y él entonces
reordenaba las piezas de su narración y me hablaba de aquellas sombras, sus
escuderos ocasionales, los fantasmas que ornaban su inmensa libertad, su
inmenso desespero. (Bolaño, Los
detectives salvajes)
Una vez que se ha leído a Bolaño no hay vuelta atrás: la poesía
no se expresa en metáforas cerradas ni en elusivas prosas anecdóticas o
memorialistas.
Hace veinte años se publicó Los
detectives salvajes, una de las novelas más revolucionarias de las últimas
décadas: una novela-río de tres partes que desarmaría en buena medida el coro
de las lamentaciones sobre la aparente muerte de la literatura latinoamericana
tras el supuesto ocaso del boom.
Roberto Bolaño era poco conocido hasta ese momento para la mayoría de lectores.
Tenía 45 años, una enfermedad crónica en curso, poemas en agendas descosidas,
cuentos como búfalos en concursos provinciales en España, miles de noches de
poesía y vagabundaje a cuestas y numerosos intentos de novelas más o menos
dilatadas. Había perdido un país (Chile, desde 1973), como él mismo lo dijo en
uno de sus recurrentes autorretratos, pero había ganado un sueño: la escritura
como máxima resistencia posible. Era una Estrella
distante. Ignoraba que le quedaban apenas cinco años de vida, de intensa
actividad, de febril escritura de una novela-total, novela-alga, 2666, que quedaría inacabada, mas no
incompleta. Hace veinte años el mundo parecía en una tensa calma, antes del
“terrorismo global” y de las nuevas tempestades. Bolaño desconocía que le
aguardaba póstumamente el honor de ser el paradigma de una nueva literatura
sustentada en la ruptura de los géneros y en la apuesta por un nuevo tipo de
lector, más libre y más errante. Lejos estaba quizá de imaginar que mucho le
copiarían y le imitarían a través de retorcidas historias de
falsos-bajos-mundos vistos de manera esnobista.
Los detectives salvajes ganó el
premio Herralde en 1998 y el Rómulo Gallegos en 1999 y catapultó a Bolaño como
escritor de culto y como faro lúcido para las nuevas generaciones de
lectores-nómadas del nuevo siglo, emigrantes del espíritu sedientos de
anti-poesía, de leer entre líneas devociones y sinsabores de poetas callejeros
que miran la luna sin pretender hacer lunarios sentimentales. Más que una
novela de iniciación o de testimonio de una generación utopista y vencida, más
que una novela-mundo o recopilación de vidas mínimas expuestas a la intemperie,
se podría decir que Los detectives
salvajes es un largo poema visceral que desanda el tiempo a través de la
dilatación del espacio en la segunda parte de la historia. Podría ser también
una larga pesadilla soñada por Mario Santiago, el poeta mexicano, gran amigo de
Bolaño, el Ulises Lima de la novela, salvaje poeta del nomadismo radical.
Santiago-Bolaño/Lima-Belano nos enseñan la ruta de una poesía que ya no es de
confesionario: o es de ataúd o es de campo nudista. Esa es la cuestión.
el poeta es el
microbio / es el virus que habla / desde esa vejiga-tercer ojo
Qué sinfonía
la del agua quemada en los urinarios
escritura-taladro
/ cine de nervios crispados / ¿cuál es mi próxima parada? / ¿1 ataúd? ¿1 campo
nudista? (Mario
Santiago, “La escalera está caliente”)
Releer Los detectives
salvajes hoy nos produce la misma pulsión mesmérica de entonces, el mismo
goce unido al temblor, la misma devoción unida al desparpajo de la digresión en
miles de micro-historias laberínticas que solo pueden confluir en un Amuleto: en dos poetas, en Auxilio
Lacouture y Cesárea Tinajero, inolvidables anti-musas de otros poetas anónimos.
Hablamos de una novela que nos despierta una radiante fascinación por la
poesía, de Rimbaud a Nicanor Parra. A través de Bolaño es posible llegar a las
autopistas abiertas hacia la poesía: al contacto íntimo con las carreteras
desiertas al amanecer, con los burdeles de luces amarillentas, con los faroles
de cafés abandonados, con las buhardillas de lectores miopes, con las faldas a
cuadros de comadronas iniciadoras, con los hombres duros que no saben bailar,
con los impalas voladores, con los crucigramas de Perec, con las conversaciones
eternas tomando mezcal Los suicidas, con los amores des-contrariados, fogosos,
atrevidos, prohibidos, con el trance de los cines y las películas de serie B,
con los talleres y revistas de poesía efímeros, con los viajes onanistas
alrededor del cuarto, con lo sueños, vigilias y pesadillas intermitentes de
América Latina...
Y a veces
sueño que Mario llega / con su moto negra en medio de la pesadilla / y partimos
rumbo al norte, / rumbo a los pueblos fantasmas donde moran / las lagartijas y
las mosca. (Roberto Bolaño, “El burro”)
*
El autor es profesor de literatura comparada en la maestría de literatura del
Instituto Caro y Cuervo. Hizo su tesis de doctorado sobre Bolaño en la
Universidad París 8. Puede conseguirse el libro en librerías y bibliotecas. Se
titula: “Ficción e historia en Roberto Bolaño”, Instituto Caro y Cuervo, 2018