Por Álvaro Bisama
La Tercera PM, 10.08.2018
La Tercera PM, 10.08.2018
Ahora que se cumplen veinte años de su publicación, creo que
una de las cosas que más me gusta de un libro como Los detectives salvajes es que nadie lo va a poder filmar jamás. O
sea, van a hacerlo o van a tratar de hacerlo; quizás consigan una película
latinoamericana candidata al Oscar llena de escenas de pobreza material o moral
y diálogos trascendentales sobre la poesía; o una serie de Netflix donde se
asomen algunos buenos momentos, acaso unas actuaciones destacables que nos
conmuevan mientras hacemos una maratón de fin de semana, algún momento
inspirado de algún director; pero aunque eso suceda siempre va ir a la baja
pues lo que va a quedar va a ser el fracaso de la imagen en relación a la
palabra.
Anoto esto porque a Bolaño nunca le interesaron mucho las ciudades
reales. La Santa Teresa de 2666 puede
ser o no Juárez pero lo que nos importa de ella es cómo se expande su mapa en
la imaginación hasta erigirse como un territorio propio; la Roma de Una novelita lumpen es intencionalmente
un decorado roto de Cinecittá; lo mismo puede decirse de Santiago o Concepción
en Nocturno de Chile y Estrella distante, que son lugares que
existen casi como alucinaciones o pesadillas. Pero eso no pasa en Los detectives salvajes, una novela que es,
quizás, un canto de amor a una ciudad de México que se abandonó (Bolaño se fue
a España a fines de los 70) y a la que solo puede volver escribiendo una elegía
por la juventud perdida, los amigos muertos y las calles que no se volverán a
pisar.
Lugar al que se regresa en la medida de que se lo inventa,
aquello excede cualquier clave generacional: Los detectives salvajes es un clásico porque resume esa experiencia
que la ciudad latinoamericana despliega sobre sus ciudadanos, donde el pánico
quizás sea la misma cosa que el asombro. Eso hace que la primera mitad de la
novela (que narra la vida en Ciudad de México del joven García Madero y de sus
amigos Belano y Lima, poetas que se dedican a vender marihuana) posea una
energía irrepetible. Vale la pena leer el libro desde esa clave. La trama de
las voces de la ficción también son los apuntes para el mapa posible de esa
ciudad oscura, que tiene la nitidez de la obsesión pero también la turbiedad de
la memoria pues Bolaño se inventó un pasado para él y los suyos; todos miembros
de la vanguardia del infrarrealismo (llamado “real-visceralismo” en la
ficción); todos escritores a la deviva entre callejones y cafés, buscando la
iluminación mientras vagan por colonias diametralmente opuestas, asediados por
la violencia pero también por los autos fantamas, los poemas jamás escritos y
la sombra de una adultez traumática e inminente.
Con esto, Bolaño salva a Ciudad de México y a los suyos. Los
preserva del olvido y hace que sus lectores sospechen que los personajes
(Belano, Lima, García Madero, las hermanas Font y su padre Quim, Lupe, Requena
y Piel Divina) son apenas máscaras de rostros reales y que leer la novela
es atravesar un laberinto que permitirá encontrarlos. Por supuesto, como dice Lihn,
“nada es lo suficientemente real para un fantasma” y ahí radica la trampa del
libro pues el pasado solo podrá ser recordado a través de la ficción y
cualquier recuerdo de lo real será medido a la luz de lo inventado; serán las
mentiras sobre los real visceralistas las que hagan que los infrarrealistas
sobrevivan para siempre.
Porque en esa ciudad “ululante” (como dice un personaje sobre
el ex D. F. en un momento) todas las voces existen a la vez y Bolaño se
esfuerza en que no sean asimiladas por el vacío y la entropía no las devore.
Escribe quizás la novela para que no se pierdan, escribe para evitar que
el pasado sea puro tiempo muerto, para convertir al arte en una memoria que
vaya más allá de sí mismo, otorgándole a sus fantasmas privados la única consistencia
que le es permitida, que es la de lo falso y lo novelístico, la de la ciudad de
la literatura.