Por Claudia Kerik
Revista La Zorra Vuelve al Gallinero (5), septiembre del 2018
Cuando conocí a Mario Santiago en el Taller
de Poesía de la Casa del Lago en el año de 1975, él ya se presentaba bajo el
nombre de su personaje-poeta, aquél con el que daría inicio su leyenda [1].
Creo que desde el comienzo ya tenía una percepción de sí mismo como miembro de una
troupe de “actores de actos infinitos”, como pieza clave de un movimiento que
iba más allá de su persona y que lo hacía posar conmovido “frente a 1 fotógrafo invisible”. Había una voluntad en él, no sólo
de escribir poesía y trascender con ella, sino de proyectarse como integrante
de una comunidad disímil de artistas que habrían conseguido finalmente triunfar
justamente desde su posición al margen de la cultura oficial. Insertarse en esa
cofradía convocada por él mismo le aseguró (desde “el vamos”) el derecho a
pronunciarse como un poeta cuya voz vendría acompañada por otras, o garantizada
por aquellos que sí lograron obtener un lugar en la historia, pese a ser
ignorados en vida o haber demorado en ser reconocidos. Pienso, por ejemplo, en
Alfred Jarry, pero también en una peculiar mezcla de ese enfant terrible francés con algo de Cantinflas y un poco de Allen
Ginsberg, para crear un coctel con el que servirse un trago de poesía exclusiva
gracias a esa hábil combinación de sus componentes: el descaro del primero (convertido
en el grosero Père Ubu), la licencia
(heredada de nuestro célebre peladito)
para crear un mundo autónomo haciendo un uso desviado de la gramática, y el eco
trascendente de la voz del poeta beat
que se proponía darle un mensaje a su generación. Todo esto enmarcado bajo el
signo dramático de la vida de Van Gogh (o de la de Artaud, “carnal de su alma”), cuya obra rechazada o comprendida de manera insuficiente y
a destiempo, además de conmovernos, nos señala.
Esa convicción de sí mismo como mito, fruto
de su identificación e inserción voluntaria en una lista de ilustres “rebeldes
con causa”, también fue el lado oscuro de su figura. Le permitió exigir de los
demás hacer una lectura obligada de su poesía, con la seguridad de que su voz –parte
integrante de un coro de voces que merecía respeto absoluto– debía ser atendida
con no menos seriedad que la de sus congéneres. Había en él algo impositivo y
autocomplaciente, que ahora puedo comprender como resultado de esa visión de sí
mismo. Para los que lo escuchamos entonces, parecía un exceso de autoconfianza
el que dejara nuestros cassetes de la
contestadora telefónica saturados con sus poemas recitados. ¿Cómo estaba tan
seguro de que era importante oírlo? ¿Sabía ya quién podía llegar a ser? [2] Nadie
tuvo dudas sobre sus alcances cuando leyó “Consejos de un discípulo de Marx a
un fanático de Heidegger” en una de las sesiones semanales del Taller de poesía,
y más tarde en un acto público. Mario Santiago ya era dueño de una voz cuando
todos a su alrededor (al menos los del grupo Infra) aún la estaban buscando –algunos jamás la encontrarían. Pese
a ello, su demanda de atención, que en adelante crecería quizás hasta
convertirse en amargura [3], era abrumadora por parecer injustificada.
Pienso que el lado iluminador de su trabajo
como poeta aún no ha terminado de manifestarse. Un mérito de su poesía (del que
no estoy segura que se haya percatado) consistió en aquello que lo diferenciaba
de quienes admiraba. Ejemplo de ello fue su capacidad para representar una
cierta dimensión (más que nunca vigente) de la rudeza de la vida urbana que no había
conseguido expresarse aún en la poesía mexicana pese a los frutos de Efraín
Huerta, los pasos previos de Salvador Novo y Renato Leduc, o las maniobras
creativas de los Estridentistas. Mario Santiago tomó muy en serio su papel de flâneur del D.F., y de su experiencia
real destiló una parte importante de sus visiones como poeta. Logró legitimar una
zona de observación propia [4] y ofrecer, desde ahí, su colección de
impresiones. Algunos poetas mexicanos han tratado de hablar de una experiencia
paralela haciendo eco del habla popular, e intentado, de esa manera, acercarse al
punto de vista de los que están del otro lado de la calle. Ellos fueron, en
parte, el modelo precursor de Papasquiaro. Tomó sin dudarlo la lección ofrecida
por Efraín Huerta (que Alejandro Aura transmitía con el ejemplo de su propia
obra, en el Taller), pero se distinguió de sus modelos al no intentar parecer (a
toda costa) que era uno-como-todos, sino en serlo quizás más espontáneamente. Hay
algo en su mezcla abigarrada de vulgaridad y alta cultura underground que resulta genuino y vuelve menos artificiales los
escenarios por los que transita y a los que les presta su voz. De hecho, no
parece que tome la voz de los demás para hacerles un lugar en sus poemas, sino
que los deja hablar desde su poesía, puesto que son él o parte de él. Su punto
de vista no es turístico, no es el de aquél que hace un retrato de los bajos
fondos de la capital desde su posición privilegiada como observador, más bien es
el de uno que reside “en las
alcantarillas sin fondo de los barrios” y cuenta lo que allí ocurre con la
responsabilidad que le confiere el saberse poeta, y ser, por eso mismo, aquél
al que le toca hablar para dar a conocer esa realidad [5]. No fue un poeta
lumpen sino un «lumpen poeta». Y sin embargo, la clasificación le queda chica,
pues quiso identificarse haciendo manifiesta su incomodidad con una poesía
concebida como una “Oración-herejía” que nos ha escupido en la cara, y porque
el mundo que desde allí se proyecta, desde la oscuridad de esa “noche antiBuñuel / antiDalí”, puede ser también el mundo en un sentido más amplio, uno
en el que tendrá cabida una “explosión de
destellos” no obstante su constatación de estar situado en “el pantano de la normalidad”.
Aún resta hacer un balance de su trabajo recogiendo
las experiencias de primera mano que obtuvo y que quiso compartir desde ese
lugar al que accedió –y que la noción de lo «marginal» no alcanza a cubrir–, corriendo
riesgos tales que mantienen (en cierto modo) inaccesible, todavía hoy, su
mensaje. Y resta, también, hacer el reconocimiento de su fe en la poesía como
un valor en sí [6], compartido por toda una generación (de escritores y lectores)
que –como bien ha señalado John Coetzee– en la década de los sesenta y los
setenta “se tomaba a la poesía como la guía más fiable que existía para la vida”.
En la era de los mensajes virtuales en que escribo esta nota, en que un tweet puede mover al mundo, el recuerdo
de los versos que guiaron a mi generación me sigue conmoviendo, e invita, de
paso, a hacer una reflexión sobre la ausencia del arte como protagonista de
nuestras vidas.
Notas
[1] Pasó de ser José
Alfredo Zendejas para convertirse, por obra de él mismo, en la figura del poeta
Mario Santiago, rubricada en adelante como Mario Santiago Papasquiaro.
[2] Garabatear libros (que
no le pertenecían o que no eran suyos) de sus autores célebres, fue otra forma
de garantizarse un lugar en un Olimpo imaginario. En adelante, sería imposible
transitar por las páginas de aquél ejemplar sin leer primero las asociaciones
libres de MSP. Cambiaba de este modo, y con toda intención, el orden de la
lectura, dándole prioridad a su reescritura sobre el decir de los otros.
[3] Me pregunto si, de
haber sobrevivido ambos y haberse reencontrado, hubiera tolerado el triunfo de
su amigo Roberto Bolaño. Pues el merecido éxito de Bolaño no parece haber sido
el de un autor que habiendo sido marginal dejó de serlo, sino el de uno que
nunca debió estar fuera de la cancha, y que, si lo estuvo, sólo fue por razones
de tiempo. En cambio, Mario Santiago hizo con su obra una defensa de su
identidad como autor marginal que no tenía manera de cancelar sin negarse a sí
mismo.
[4] En la que se advierte
un aprendizaje obtenido de la lectura de Rodolfo Hinostroza y de Max Rojas,
entre otros.
[5] Una realidad que en su
momento nadie pudo entender (¿acaso hoy sí?). Como ha precisado Bolaño, en lo
que parece un cuadro estremecedor de poetas como Mario Santiago: “salidos del
gran orfanato del metro del DF (…) una generación salida directamente de la
herida abierta de Tlatelolco, como hormigas o como cigarras o como pus, pero
que no había estado en Tlatelolco ni en las luchas del 68 (…) sus voces que no
oíamos decían: no somos de ésta parte del DF, venimos del metro, de los
subterráneos del DF, de la red de alcantarillas, vivimos en lo más oscuro y en
lo más sucio, allí donde el más bragado de los jóvenes poetas no podía hacer
otra cosa que vomitar”.
[6] Aunque por sí sola, la
fe en el valor de la poesía no haya convertido a Mario Santiago Papasquiaro en
un mejor poeta, le dio el impulso necesario para hacerse oír y llevar a los
otros la voz de su tiempo. Su mensaje fue atendido por Roberto Bolaño quien
supo reconocer al poeta (que él mismo no podía todavía ser) para hacerle
justicia en su novela Los detectives
salvajes, nunca como una concesión, sino como un merecido ajuste de
cuentas. ¿Quién de nosotros se había atrevido en ese mismo instante a hablar en
voz alta y correr el riesgo de ser un poeta, como él? La poesía desafiaba
nuestras vidas. Ser poeta no era solamente una cuestión de palabras.