Por Patricio Pron
Revista Dossier Nº 25
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Voy a comenzar con la siguiente afirmación, que quizás
debiésemos discutir posteriormente: un escritor es principalmente un lector, si
acaso uno que se caracteriza por constituirse en la pieza central de un
mecanismo en el marco del cual la lectura (a menudo percibida erróneamente por
algunos como una actividad pasiva) estimularía la escritura, y esta, a su vez
(y no en menor medida) incitaría a la lectura. Vayamos más allá, por fin, de
las historias que cuentan los escritores sobre sí mismos. Incluso los más
vitalistas (aquellos que, obligados prescriptivamente a escoger entre la
literatura y la vida, hubiesen escogido la vida, como si la literatura fuese un
paréntesis en ella y no lo que es para muchos de nosotros: lo más valioso, lo
más interesante de la vida) han sido magníficos lectores, y uno podría trazar
una historia alternativa de la literatura que narrase lo que esos autores, que
supuestamente no leyeron, leyeron efectivamente: una historia de cómo Charles
Bukowski leyó (y muy bien) la tradición libertaria norteamericana y en
particular a John Fante y a Henry Miller, así como a los beats, y cómo estos
últimos leyeron deliberada y muy acertadamente la poesía modernista, así como a
autores como Ernest Hemingway, y cómo éste leyó a Conrad Aiken y a John
Steinbeck y a John Dos Passos mientras presumía de estar ocupado cazando
elefantes, emborrachándose o perdiendo el tiempo de cualquier otra manera.
Que todos los creadores son, en primer lugar, ávidos conocedores de la
tradición en la que se inscriben se pone de manifiesto también en otras
disciplinas, y aquí parece pertinente recordar lo que Bono (el insufrible y muy
filantrópico Bono) dijo acerca del arte de escribir canciones y de Bob Dylan:
«El mejor compositor es el que tiene la discoteca más grande, y nadie tiene una
discoteca más grande que la de Bob». (Bob Dylan le devolvió la cortesía en una
ocasión, por cierto. Bono le había dicho: «Bob, tus canciones vivirán por
siempre», y Dylan le respondió: «Las tuyas también, Bono, pero ¿quién va a
poder cantarlas?»).
Al igual que los compositores estudian las creaciones musicales
de otros para producir sus propias canciones (donde la apropiación es
denominada habitualmente cover, y su
forma preferente de estudio es la reescritura) los escritores leen o leemos para
saber qué es lo que se ha hecho previamente y cuál es el margen de acción del
que disponemos, puesto que toda obra previa señala un camino que no puede ser
recorrido ya, abre al tiempo que clausura una vía. Alguna vez (yo era muy
joven, y esto sucedía en el barrio pobre de la ciudad pobre del país pobre en
el que yo me esforzaba por ser un escritor, a los catorce o quince años de
edad) tuve una idea que me pareció magnífica: escribiría acerca de una persona
que un día, al despertar de un sueño intranquilo, se veía convertida en un
horrible insecto; pero ese camino había sido recorrido ya, y Franz Kafka lo
había clausurado al escribir Die
Verwandlung, llamada bella (y caprichosamente) por Jorge Luis Borges La metamorfosis en su traducción; cuando
alguien (alguien mayor, posiblemente) me dijo que esa historia ya había sido
escrita, comprendí por primera vez que el desconocimiento de la tradición
literaria podía convertir a un escritor en alguien ridículamente superfluo, en
alguien dispuesto a reparar algo que, aunque no lo sepa, ya funciona
perfectamente sin su concurso (por entonces no había leído «Pierre Menard,
autor de El Quijote», lo que, en el fondo, fue una suerte para los lectores y
para mí).
De acuerdo con los cálculos del sociólogo Malcolm Gladwell, la
creación artística requiere (además de una disponibilidad total siempre
subestimada por todos, excepto por las viudas de los escritores, que conocen
bien de ella y tienden a ser, de forma general, o unas santas o unas
perdidas) un mínimo de diez mil horas de práctica. No sé de qué forma llega
Gladwell a esta cifra, que (dicho esto para quienes no sean particularmente
buenos en matemáticas, como yo) representa unos cuatrocientos dieciséis días de
dedicación exclusiva, unos catorce meses: algo más de un año en el que el
(sufrido) aspirante a escritor no se alimentase ni hiciese aguas (mayores o
menores, poco importa) ni viese teleseries (algo que parece que todos los
escritores hacen ahora) ni llamase a su novia o novio o a sus padres para
contarles que se está volviendo loco; un año, en fin, en que el escritor no se
levantase de su silla ni siquiera para cambiarse la ropa interior y darse una
ducha, prácticas estas que nunca deberían subestimarse en la vida de un
escritor, en particular si este quiere tener algo de vida pública y uno o dos
amigos.
La cifra mencionada por Gladwell puede parecer caprichosa y
quizás lo sea: los escritores, de hecho, nunca sacamos cuentas, ya que hacerlo
podría provocarnos una depresión brutal (en especial si comparásemos el tiempo
que hemos invertido en convertirnos en escritores y la compensación económica
obtenida por ello, siempre escasa y a menudo inexistente). A pesar de ello, es
posible que la cifra real sea más alta. Pongamos por ejemplo mi caso, que es el
que mejor conozco: suelo trabajar (al menos) unas cinco horas diarias, todos
los días, y hago esto desde el año 1990, lo que supone que he dedicado unas
veinticinco mil quinientas horas a la literatura, sin tener la certeza de si me
he acercado siquiera un poco al punto en que se domina una disciplina artística
como la escritura (posiblemente no). No tiene importancia, excepto para mí y
mis (supongo) sufridos lectores; lo que importa es que buena parte de esas
veinticinco mil quinientas horas ha estado dedicada a la lectura, a la
ampliación de una biblioteca puramente mental (la física ha estado sometida a
las impertinencias de las mudanzas de país y a la falta de espacio en las casas
donde he vivido) que me ha puesto en la situación incómoda pero muy habitual de
buscar en el pasado las líneas directrices de mi trabajo futuro y, en líneas
generales, del futuro de la literatura.
2
En ese sentido, y siempre siguiendo el hilo de una
argumentación que tal vez sea discutible, parecería haber dos tipos de
escritores: los que hacen explícitas sus lecturas y los que las ocultan;
en un mundo hipotético (un mundo hegeliano o fichteano, poco importa), las
categorías puras de ambos tipos estarían encarnadas en el ya mencionado Jorge
Luis Borges (aunque, como sabemos, muchas de sus lecturas eran falsas o solo
guardaban una relación paródica con lecturas reales) y en Charles Bukowski,
quien (según la figura del autor que escogió para sí y que cultivó) se habría
pasado toda la vida bebiendo y peleando en callejones en lugar de leer. Roberto
Bolaño (por fin) habría sido un lector borgeano: su obra literaria tiene, y el
propio Bolaño habló de esto en más de una ocasión, una «sombra literaria»
que ratificaría, por cierto, la teoría de Ricardo Piglia según la cual el
cuento tendría dos temas, uno explícito y otro implícito u oculto. En Bolaño,
el texto oculto sería la referencia literaria, la lectura que habría inspirado
la escritura del cuento o de la novela. Claro que esta idea admite
matizaciones: en primer lugar, que no siempre esa obra literaria es explícita;
en segundo lugar, que a menudo la referencia es deliberadamente errónea y está
destinada a ocultar el verdadero origen de una obra concreta, cuyo
descubrimiento por parte del lector contribuiría al placer que este extrae del
texto literario.
Una lectura de la obra de Bolaño, incluso la más superficial,
permite imaginar una biblioteca por lo menos considerable como clave de acceso
a la obra literaria del autor de Los
detectives salvajes. Lo más cerca que estaremos nunca de determinar su
tamaño y su contenido es la colección de ensayos Entre paréntesis, editada por Ignacio Echevarría. Consideremos de
esta colección a los autores que Bolaño menciona cuatro o más veces; su
enumeración supone la conformación de una lista, a decir lo menos, heterogénea,
compuesta por César Aira, Isabel Allende, Roberto Arlt, Arquíloco, Charles
Baudelaire, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Carmen Boullosa, Max Brod,
Roberto Brodsky, Charles Bukowski, William Burroughs, Camilo José Cela, Javier
Cercas, Miguel de Cervantes, Julio Cortázar, Rubén Darío, Philip K. Dick,
Charles Dickens, José Donoso, Diamela Eltit, Alonso de Ercilla y Zúñiga,
Macedonio Fernández, Jesús Ferrero, Rodrigo Fresán, Carlos Fuentes, Gabriel
García Márquez, Antoni García Porta, Pere Gimferrer, Witold Gombrowicz, Vicente
Huidobro, Franz Kafka, Osvaldo Lamborghini, Pedro Lemebel, Georg Christoph Lichtenberg,
Enrique Lihn, Rodrigo Lira, Javier Marías, Juan Marsé, Herman Melville, Lina
Meruane, Gabriela Mistral, Ana María Navales, Pablo Neruda, Silvina Ocampo,
Nicanor Parra, Carlos Pezoa Véliz, Sergio Pitol, Edgar Allan Poe, Rodrigo Rey
Rosa, Alfonso Reyes, Manuel Rojas, Pablo de Rokha, Juan Rulfo, Ernesto Sábato,
Mario Santiago, Stendhal, Jorge Teiller, Mark Twain, Mario Vargas Llosa, Enrique
Vila-Matas, Juan Villoro, Walt Whitman y Juan Rodolfo Wilcock.
Sobre esta lista hay que hacer dos observaciones: la primera es
que solo comprende las manifestaciones públicas del autor realizadas entre 1998
y 2003; es decir, en su período de mayor visibilidad pública y cuando él
participó explícita y deliberadamente en las luchas literarias de su época (en
ese sentido, el acceso tardío de Bolaño a la existencia social como escritor
nos ha impedido, al menos de momento, conocer qué lecturas lo formaron mediante
testimonios contemporáneos de ese período de formación, más allá de los
manifiestos infrarrealistas y algunas piezas de circunstancias). La segunda
observación a la lista mencionada es que esta tenía una doble función, propia
de las listas de influencias y de lecturas que hacemos todos los escritores:
por una parte, crear un campo de lectura para la obra propia, que allí se
vincularía y obtendría su legitimación de otras obras que le servirían de
inspiración y espejo; por otra, ocultar en lo posible las influencias más
específicas y más cercanas al autor, ya que estas desvirtuarían la novedad de
la obra propia, a la que deben apuntalar.
Existe una tercera razón para desconfiar de esta lista: el
universo literario de Bolaño es opaco, refractario a la interpretación fácil y
a la cuantificación. En ese sentido, el lector de Bolaño debe asumir la actitud
de sus propios personajes, que a menudo desconfían de lo que ven y de lo que se
les dice que han visto o hecho; de asumir esa actitud (y este es el juego que
propongo aquí), deberíamos desconfiar de esta lista por varias razones: está
muy acotada temporalmente, presta demasiada atención a la política de la
literatura, en la que Bolaño participó activamente, y está incompleta, ya que
(para dar mejor cuenta de las lecturas de su autor) debería incluir la
referencia a aquellos escritores a los que Bolaño alude en su obra de ficción o
en entrevistas, o a aquellos que solo menciona tres veces en Entre paréntesis y que posiblemente
ejercieron una mayor influencia sobre él que algunos de los mencionados
antes o le resultaron más afines: Martin Amis, Reinaldo Arenas, Claudio
Bertoni, José Bianco, Giraut de Bornehl, Jaime Gil de Biedma, Ernest Hemingway,
Eduardo Mallea, Bruno Montané, Augusto Monterroso, Manuel Mujica Láinez, Amado
Nervo, Alan Pauls, Octavio Paz, Jules Renard, Arthur Rimbaud, Jaufre Rudel,
Marcel Schwob, Jonathan Swift, Juan José Tablada y César Vallejo.
Aun así, la lista está incompleta y permanecerá incompleta
hasta el oscuro día de justicia en que se produzca la resurrección de la carne
y los muertos cuenten su historia (o no). A pesar de ello, creo que tiene
cierta utilidad para dar cuenta de una de las características más salientes de
la obra de Bolaño y una de las principales dificultades para que esta sea
aprehendida por la crítica. La dificultad a la que me refiero aquí no está
vinculada tanto con la naturaleza específica de la obra de Bolaño sino más bien
con el modo en que esta pone de manifiesto (si acaso de forma paroxística) el
desencuentro que se produce en los estudios literarios entre unos escritores
que leen por dentro y por fuera de su tradición y unos estudios literarios que,
como un resabio de la concepción romántica que identificaba a la lengua con el
territorio y a ambos con una literatura «nacional», se limitan a una
lengua y a un país.
Apropiada, prescriptivamente, la obra de Bolaño es estudiada
principalmente por filólogos del español y, de forma específica, por estudiosos
de la literatura chilena; sin embargo, su propio mapa de lecturas trascendió
claramente el marco nacional e incluso el lingüístico. Si proyectamos las
lecturas de Bolaño en un mapa (en un mapa, pienso, como los de los juegos de
estrategia a los que el autor era tan afecto), veremos que existen pocas zonas
del mapa literario de la tradición occidental que Bolaño no haya conquistado;
si distribuimos a los autores de las listas antes mencionadas por nacionalidad
(excluyendo a los contemporáneos, cuya inclusión en los artículos de Bolaño a
menudo persiguió un interés estratégico antes que el de reconocer una deuda
literaria), veremos que la lista se compone de doce argentinos, doce chilenos,
ocho estadounidenses, siete mexicanos, seis latinoamericanos de procedencias
distintas a las ya mencionadas, cinco franceses, cuatro españoles, tres
británicos, tres germanoparlantes y cuatro de otras nacionalidades y lenguas.
La obra de Bolaño plantea, en ese sentido, dos preguntas
habituales para la crítica. En primer lugar, cómo salir airoso del desafío de
analizar la obra de un autor que ha leído mucho más que uno y al que le gustaba
jugar a las escondidas. En segundo lugar, cómo justificar el currículo
universitario y la distribución nacional de las filologías en un momento en el
que los desplazamientos físicos de los escritores ratifican un hecho ya
conocido: que estos nunca han limitado sus intereses a ámbitos nacionales ni a
tradiciones.
3
En su ensayo «El escritor argentino y la tradición», Jorge Luis
Borges (el ubicuo Borges, con el que me temo que hemos tropezado ya muchas veces
a lo largo de esta tarde, como si los ciegos fuésemos nosotros y no él) afirmó:
«la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del
país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y
arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países».
Nuestra tradición, siguió, «es toda la cultura occidental. […] los argentinos,
los sudamericanos en general, […] podemos manejar todos los temas europeos,
manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya
tiene, consecuencias afortunadas».
La suya fue una defensa de la libertad de expresión de los
escritores argentinos ante las restricciones que pretendía imponerles el
nacionalismo local de tipo gauchesco, hispanófilo o metafísico; con variantes,
la pretensión de que un escritor tiene que «reflejar» su país sigue presente no
solo en Argentina, y regresa periódicamente en la historia literaria: no solo
es una realidad en Europa, donde los lectores prefieren leer escritores que «reflejen
la realidad latinoamericana», como si hubiese una sola y la literatura fuese
una especie de documental de aerolínea (me permito aquí un inciso personal para
recordar la siguiente anécdota, real: a poco de llegar a España después de ocho
años en Alemania, donde yo había dejado de ser un escritor público, un agente
literario argentino de gran importancia en el negocio me despidió afirmando que
«ningún editor español tendría interés nunca en un escritor argentino que
escribe sobre Alemania»; saludos a aquel agente, dondequiera que esté en este
momento).
La demanda de que un escritor «refleje» su país de origen en
sus libros también existe en el interior de ese país, al menos en Argentina,
donde se espera que los personajes de una novela utilicen la lengua local
aunque sean escandinavos, chilenos o habitantes de Marte; de lo contrario, el
autor ya no es «argentino», ya no es «nuestro», entendiendo como «nuestro» al
escritor que habla de ladrilleros, habitantes de la periferia de la ciudad de
Buenos Aires y a aquel que se limita a la imitación pueril, como si el escritor
no crease siempre una lengua privada en el interior de la lengua nacional.
Quizás lo mismo suceda en Chile, donde (por otra parte, y al parecer) la
literatura nacional posiblemente expulse a los escritores que, como Marcelo
Mellado, no parecen dispuestos a cantar las alabanzas del régimen neoliberal
del que disfruta el mínimo porcentaje de chilenos que puede pagarse una
educación privada, unos libros demasiado caros, unos viajes al extranjero
prohibitivos para casi cualquiera.
La existencia de esta demanda de que el escritor se limite a
ser escritor «de su país» (chileno, por el caso, o argentino) es tanto más
paradójica cuanto que asistimos a un período de notable movilidad, con
escritores desplazándose de forma permanente y radicándose donde lo deseen,
absorbiendo las prácticas literarias locales y transmitiendo las propias; como
saben bien, a Bolaño (quien alguna vez afirmó que se sentía «muy chileno,
muy español y muy mexicano») le gustaba recordar que los chilenos lo
consideraban mexicano, los mexicanos, chileno y los españoles latinoamericano.
En esa confusión (que la visión consuetudinaria de la literatura y los lectores
ingenuos consideran desventajosa) se encuentra una de las mayores potencias de
la obra de Bolaño, que, como hemos visto, no puede comprenderse sin las
referencias a la poesía chilena, sin la narrativa argentina, sin los
estadounidenses o sin el campo cultural español, específicamente barcelonés.
Bolaño propone, en ese sentido, un desafío tácito a cualquier
crítico, en particular si ese crítico lee «desde» la tradición nacional o desde
el ámbito de su filología debido a lo que Ignacio Echevarría llamó, en un
ensayo de su libro Desvíos, el
carácter «extraterritorial» de su obra. Que no muchos críticos están a la
altura de ese desafío tal vez explique por qué tantas referencias secretas o
privadas de Bolaño han pasado desapercibidas hasta el momento, como el
letrismo de Isidore Isou y Maurice Lemaître que pudo haber inspirado el interés
de Bolaño por la poesía visual de Los
detectives salvajes y a los que Bolaño menciona solo una vez en Entre paréntesis; la poesía y la
novelística beat que pienso que no solo aparece en los paralelos que pueden
establecerse entre Los detectives salvajes
y En la carretera de Jack Kerouac
sino también en su poesía y en el estilo fluido, digresivo, energético y, a
ratos, tendiente al éxtasis y a la epifanía de su narrativa (Kerouac no aparece
mencionado ni una sola vez en Entre
paréntesis, y Allen Ginsberg solo una vez y de pasada); e incluso la
referencia a los novelistas alemanes del siglo XX, que nadie a excepción de
Bolaño y dos o tres lectores más parece haber leído. Aquí, una anécdota
personal más (y prometo que será la última): cuando lo conocí, en Alemania en
el año 2000, Bolaño nos preguntó a Burkhard Pohl y a mí qué nos parecía el
nombre Benno para un escritor alemán ficticio; le dijimos que nos parecía poco
probable; a continuación quiso saber qué pensábamos del apellido «von
Archimboldi»; le respondimos que era ridículo. Bolaño, por supuesto, no nos
hizo caso (lo que, naturalmente, no afecta en absoluto la enorme calidad y
radicalidad de 2666), pero en alguna
otra ocasión me habló de cuánto admiraba a Heimito von Doderer, el escritor
austríaco aficionado al sadomasoquismo en el que parece inspirada (ahora sí) la
figura de Benno von Archimboldi; von Doderer escribió la que posiblemente sea
una de las novelas más notables del siglo XX, Los demonios, su ambición, su complejidad, su sentido del humor
escurridizo, su presentación del mal y del pecado como asuntos sociales antes
que privados la emparenta con 2666 de
formas que aún se están por estudiar, pero que, en cualquier caso, requieren
por parte del estudioso una serie de saberes que la especialización en relación
a la tradición nacional inhibe por completo. ¿Cuántos ensayos se han escrito
acerca de la importancia que en la obra de Bolaño juegan escritores como Jorge
Luis Borges o Pablo de Rokha? La referencia es transparente y puede ser detectada
con facilidad por cualquier experto en literatura latinoamericana. ¿Cuántas
veces, en cambio, se hace mención al hecho de que el título de la novela
póstuma Los sinsabores del verdadero
policía guarda una relación enigmática con el del segundo capítulo del
libro de Honoré de Balzac Un asunto
tenebroso, que se titula «Los sinsabores de la policía»? Que me
conste, solo una vez, a cargo del joven especialista en Bolaño, Rubén Arias.
¿Cuántas veces se ha estudiado la posible influencia de von Doderer en su obra
(o, por el caso, Günter Grass, con sus frisos sociales fragmentarios,
paródicos)? Nunca, que me conste.
Un problema similar afecta a la extensa tradición de autores de
«vidas ejemplares» de personajes reales e imaginarios que parecen haber
ejercido una influencia notable en Bolaño, que el autor (y regreso aquí a lo
dicho antes) parece haber ocultado deliberadamente. La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine (siglo XIII), las Vidas imaginarias de Marcel Schwob
(1896) y su genealogía posterior (compuesta por los Retratos reales e imaginarios de Alfonso Reyes de 1920, los «doce
poetas que pudieron existir» del cancionero apócrifo de Antonio Machado de
1926, las Seis falsas novelas de
Ramón Gómez de la Serna de 1927, la Historia
universal de la infamia de Jorge Luis Borges de 1935, La sinagoga de los iconoclastas de Juan Rodolfo Wilcock de 1972, Vacío perfecto y Magnitud imaginaria de Stanisław Lem de 1971 y 1973
respectivamente, Señores y sirvientes
y Rimbaud el hijo de Pierre Michon de
1990 y 1991 y la propia La literatura
nazi en América de Bolaño de 1996, a los que hay que sumar los libros
posteriores Los escritores inútiles
de Ermanno Cavazzoni, Cuentos rusos
de Francesc Serés, Vides improbables
de Ferran Sáez Mateu), todas estas obras conforman una serie para cuyo estudio
se requiere un conocimiento amplio de varias tradiciones literarias, no todas
las cuales son necesariamente accesibles para quien se interesa en la
literatura hispanohablante o latinoamericana.
A diferencia de buena parte de sus contemporáneos (lectores y
escritores, aunque ambos son lo mismo, como ya he dicho), Bolaño no dio la
espalda a Borges y se benefició de la libertad formal y temática que Borges nos
otorgó, como un dios magnánimo, a todos los escritores latinoamericanos. Esa
libertad de leer y escribir lo que queramos es uno de nuestros patrimonios más
valiosos y debe ser defendido, aunque supongo que la literatura no necesita
realmente que nadie la defienda, excepto mediante su ejercicio. Al hacerlo (es
decir, al beneficiarse de una libertad que los nacionalistas refutan), Bolaño
trascendió las limitaciones de su tradición nacional de pertenencia al tiempo,
esta señalaba que los estudios literarios deben trascender si quieren
contribuir a la comprensión de la obra de un autor, y no sencillamente de lo
que hay en esa obra de «tradición nacional» (lo que quizás requiera que
recordemos la afirmación del propio Bolaño, inteligentemente citada por
Wilfrido H. Corral en su libro Bolaño
traducido: Nueva literatura mundial, acerca de «la necesidad de una,
llamémosla así, nueva crítica», algo que en su última entrevista consideró
«urgente en toda Latinoamérica»). Pienso que casos como el de Bolaño hacen más
fácil defender la importancia de esos estudios, unos estudios que trasciendan
los límites estrechos de la lengua y del territorio para acompañar al escritor
en un vagabundear que (como hemos visto en el caso de Bolaño) no es solamente
nacional. Al hacerlo, Bolaño obtuvo para sí una libertad inaudita a la que solo
un imbécil o un nacionalista podría querer renunciar (si es que ambos no son la
misma cosa) y se convirtió en aquello a lo que todo escritor debería aspirar:
un escritor sin patria, un escritor sin tradición, un escritor que es su propia
tradición, con su cartografía y sus fronteras móviles. En el origen de esa
libertad están tanto una convicción adquirida como una biblioteca que todavía
no ha sido convenientemente estudiada y a la que es (pienso) imprescindible
acceder si queremos que Bolaño sea algo más que un misterio tutelar.
Al respecto (es decir, acerca de cómo se puede salvar una
biblioteca de autor), me gustaría contar la siguiente historia. Algún tiempo
atrás, una joven estadounidense llamada Annecy Liddell compró por un dólar en
la magnífica librería neoyorquina The Strand un ejemplar de segunda mano de la
novela de Don DeLillo Ruido de fondo.
Al llegar a su casa, descubrió que su antiguo propietario había apuntado su
nombre en una de las primeras páginas y había llenado el volumen de
anotaciones, particularmente de las palabras «no» y «boring» (aburrido).
Liddell dejó unas palabras en su muro de Facebook avisando al antiguo
propietario del libro, un tal David Markson, que se había reído mucho con sus
notas. Muy pronto llegaron los primeros mensajes: aunque Liddell no lo sabía,
David Markson no era un lector común sino un autor estadounidense de novela
experimental que había muerto algunos meses antes y que gozaba de un reducido
pero conmovedoramente duro círculo de fans, el más famoso de los cuales fue un
escritor estadounidense llamado David Foster Wallace.
La historia se vuelve interesante a partir de este punto: tras
realizar ese descubrimiento, los lectores de Markson decidieron tratar de
reunir sus libros para determinar cuáles habían sido las principales
influencias y las lecturas preferidas del escritor; comenzaron a utilizar la
red para coordinar viajes a la librería en busca de ejemplares, publicaron
listas de sus adquisiciones, escanearon sus notas y procuraron disuadir a aquellos
compradores de la librería que solo estaban interesados en las obras y no en
las notas de Markson, realizando turnos en el horario de apertura de la
librería. También procuraron esclarecer cómo toda la biblioteca de uno de los
escritores más sofisticados de su tiempo había terminado en cajas de a un dólar
el ejemplar. Buena parte de esa biblioteca, y lo que ella tenía para decir de
su antiguo propietario y de su obra, se salvó de esta forma y ahora sabemos un
poco más acerca del extraordinario David Markson gracias a esos lectores. En su
tarea, desinteresada, amorosa (en su esfuerzo por recoger el cadáver del amigo
en el campo de batalla para darle sepultura, aunque una sepultura que prolonga
su existencia entre los vivos), hay una enseñanza que creo que es útil para el
caso de Roberto Bolaño, que fue (y nunca lo ocultó) un lector principalmente, y
esta enseñanza no debería ser desaprovechada por nosotros mientras estemos a
tiempo.