jueves, 8 de noviembre de 2018

Las reliquias de esa religión llamada Roberto Bolaño

Por Eudald Espluga
www.playgroundmag.net, 20.09.2017




La relación que un escritor tiene con los calcetines —si le gustan finos y de nailon o prefiere no llevar— podría ser fundamental para entender su obra. Incluso es posible que la ausencia de calcetines en su lista de ropa para la lavandería fuera la clave explicativa de toda su narrativa. Quizá a partir de esta extraña fobia podríamos deducir, en clave freudiana, qué tipo de relación tenía el autor con su madre, y de ahí proyectar una teoría total sobre su literatura. De hecho, una vez muerto este hipotético autor, muchos estarían dispuestos a defender la publicación de tales listas, preciosos manuscritos que nos permitirían acceder a una dimensión desconocida del autor: "6 camisas azules, 3 pañuelos, 4 pantalones tejanos", "8 calzoncillos, 2 camisas verde pistacho, 2 pantalones tejanos". Publicar las listas de la lavandería de un escritor ya legendario es la hipérbole que utiliza Woody Allen en uno de sus cuentos, “Las listas de Metterling”, para caricaturizar la pulsión por editar cualquier material que un autor haya dejado tras de sí: escarbar en el archivo, recoger borradores, publicarlo como un todo significativo. Un ejercicio satírico que cada vez parece menos alejado de la realidad. Sepulcros de vaqueros, de Roberto Bolaño, no son las “Las listas de compras de Hans Metterling”, pero casi.


Hacer del sepulcro un santuario

Alfaguara acaba de publicar este volumen en el que se recogen tres relatos largos (Patria, Sepulcros de vaqueros y Comedia del horror en Francia), escritos entre 1996 y 2001, que han sido rescatados del archivo del autor. Se trata de un conjunto de textos algo fragmentarios (especialmente Patria) en el que encontramos ideas, esbozos y personajes que después fomarían parte de otras novelas y cuentos.

En el prólogo, el crítico Masoliver Ródenas justifica la decisión editorial, incluso desmintiéndose a sí mismo: "hablar de las novelas y los cuentos de Roberto Bolaño como fragmentarios —como lo he hecho yo, mea culpa— resulta parcial, puesto que cada fragmento depende de una unidad en constante movimiento, en un verdadero proceso de creación que es al mismo tiempo consolidación de un universo. Y precisamente porque están en continuo movimiento —como lo están sus personajes— y porque nos remiten siempre al conjunto de su obra, no se puede hablar de fragmentos sino de piezas de un puzle".

Este argumento, que bien podría utilizarse para defender la publicación de las listas de la lavandería de Bolaño, se centra en el valor de conjunto, en las interdependencias entre distintas novelas e incluso reinterpreta el estilo literario de Bolaño. Ha de entenderse, pues, en el contexto de la polémica desatada por las últimas publicaciones póstumas de la obra de Bolaño, especialmente Los sinsabores del verdadero policía y El espíritu de la ciencia ficción. Este último, como ya explicamos tras su publicación, era una suerte de versión primitiva de Los detectives salvajes, con una trama sin desarrollar completamente y con personajes que parecen borradores de los que desarrollaría después. Leyendo Sepulcros de vaqueros tenemos la misma sensación de estar leyendo los preparativos de una función mucho más grande, esquemas para ordenar las ideas, desarrollos alternativos a escenas que ya conocemos. Ignacio Echevarría, en su reseña en El Cultural, destaca que más que borradores, son "vías muertas o abandonadas, aparcamientos, textos aplazados o dormidos".


Reliquias baratas

A pesar de que Bolaño, incluso en sus descartes, sigue regalándonos pasajes memorables, la justificación literaria de estos textos parece cuestionable: ¿tiene sentido seguir explotando las más de quince mil páginas que dejó escritas Bolaño? ¿Se trata solo de interés empresarial, de aprovecharse de un autor convirtiéndolo en una marca? "La única justificación sería que todo esto fuera un laboratorio" —aventura el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos preguntado por estas mismas cuestiones— "una especie de intervención artística, un ejercicio sobre cómo desmitificar y, a la larga, destruir la figura de un gran escritor. Que detrás de todo esto estuviera una persona muy inteligente y siniestra frotándose las manos en la oscuridad y susurrando: ¿lo ven?, ¿no se dan cuanta?, esto es la literatura hoy en día. Por supuesto, desgraciadamente no es así".

Aunque se muestra menos tajante, Miquel Adam, escritor y editor en Ara llibres, considera que "quizá puedan interesar a los estudiosos de la literatura, a los estudiosos del fracaso —si estas obras estaban en un cajón, es porque fueron abandonadas, ¿no?— o gente interesada en los procesos creativos". Sin embargo, cree que más allá de este ámbito reducido de lectores, el interés que pueden despertar es escaso: "la lectura que yo hacía de Bolaño era fervorosa, religiosa. Creí ser un detective salvaje, emprendí mis investigaciones y encontré respuestas que necesitaba y respuestas que no necesitaba. Finalmente perdí la fe. Estas obras póstumas las veo como reliquias baratas de una religión en la que he dejado de creer".


Donde hay un lector se constituye un mercado

Por su parte, Carlos Acevedo, librero y crítico chileno, afirma que sí tienen justificación literaria, "al menos en cuanto entiendo lo literario como algo que fija el lector —incluso un único lector: Héctor Libretella decía que ahí donde hay un interlocutor se constituye un mercado— o un protocolo de lectura. No tendría problemas en asumir eso, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de textos de un autor irremediablemente central para la literatura en castellano". Sin embargo, Acevedo matiza: "sobre la manera en que se ha hecho el rescate tengo más dudas, en el sentido en el que no sabemos casi nada de las decisiones a la hora de fijar los textos y jerarquizar los materiales, pero incluso esto presenta problemas: salí de la exposición del Archivo Bolaño en Barcelona con la sensación de que la voluntad era poner un orden muy concreto que provocaba un claro achatamiento de su figura en función de una leyenda, cuyos hitos eran muy distintos a los que el propio Bolaño había señalado en vida".

También la escritora Laura Ferrero defiende la publicación: "es delicado pensar qué es lícito hacer o no hacer con la obra de un escritor que ya no está. Pienso que de no haber querido que se publicaran estos libros, Bolaño así lo habría manifestado o incluso habría hecho desaparecer los manuscritos". Ferrero piensa en el lector, y añade: "al final, para mí, editar estas obras inéditas lo que permite es que Bolaño vuelva a estar no solo en las mesas de novedades sino en nuestras conversaciones".

Fijarse en la recepción de los textos es lo que hace también Alberto Olmos, cuya novela A bordo del naufragio quedó finalista del Premio Herralde de Novela en 1998, el año que lo ganó Roberto Bolaño con Los detectives salvajes. "Quizá a veces nos ponemos muy exquisitos y olvidamos que todos los libros —los nuestros también— son productos comerciales. No los damos gratis. Así, quizá también la única justificación inapelable para publicar un libro —perdonen el cinismo— es que alguien quiere comprarlo y leerlo". En un artículo que rememoraba su encuentro con el escritor chileno, Olmos analizaba también el mito Bolaño, su fulgurante canonización —recordemos que el año que viene Los detectives cumplirán 20 años—, y se analizaba desde lejos una religión que no compartía: "los fans locos de Bolaño creen que su santo autor lo hacía todo bien. Sus poemas son muy buenos, sus cuentos son excelentes y sus novelas son extraordinarias". Sin embargo, para zanjar el tema de los póstumos y la gestión del legado, Olmos nos aclara: "es su familia quien decide si se publica o no, entiendo. Y entiendo también que si pensamos en un Bolaño en el otro barrio siendo preguntado por su familia si pueden publicar esto o lo otro por tanto dinero, y consideramos que la publicación, si es intrascendente, menor, desaparecerá con el tiempo -quedarán sus grandes libros-, mientras que el dinero mejorará la vida de su familia, quizá podemos imaginar también a Bolaño diciendo: sí, qué coño".


¿Por qué alguien leería todo lo que ha publicado un escritor?

Si nos preguntamos por los límites que se deberían imponer a la publicación masiva de materiales abandonados por un escritor, Juan Pablo Villalobos es claro: "el límite debería ser la voluntad del autor. No olvidemos que Bolaño fue un autor ampliamente publicado en vida. La labor de arqueología literaria es válida para autores inéditos o pobremente publicados, autores marginales o ignorados en vida. Una cosa es desenterrar una pirámide y otra dos vasijas toscas, inacabadas y, encima, descascarilladas".

Adoptando la perspectiva del editor, Adam propone: "son especulaciones, pero yo veo razones meramente contractuales. ¿Tú quieres 2666? ¿Tú quieres Los detectives salvajes? Solo los tendrás si además me compras esta serie de obras póstumas. Son peajes que los editores muchas veces tenemos que aceptar pagar. Otra cosa es que los herederos de Bolaño pongan en circulación estos manuscritos sin sopesar otro motivo que el económico. Lo ignoro".

Dejando de lado la cuestión mercantil, Acevedo reflexiona sobre la necesidad de publicar la totalidad de los textos de un autor: "hace poco, Gonzalo Maier se preguntaba y se respondía esto en una columna contra las obras completas: «¿por qué alguien leería todo lo que ha publicado un escritor? Sinceramente no se me ocurre. Incluso los mejores tienen textos de sobra y algunos de mis favoritos cuentan con más páginas malas que buenas». Tiene razón, sin duda. Sin embargo, soy de los que lee todo lo disponible de un autor que me interesa e importa".


Leer, un ejercicio de sadismo

Decía Roberto Bolaño que lo normal no es escribir, que "lo normal es leer y lo placentero es leer; incluso lo elegante es leer". Y añadía que "leer a veces puede ser un ejercicio de sadismo". Bolaño pensaba en el lector, en las heridas que ciertas novelas pueden abrir en nosotros, pero también podemos aprovechar la ambigüedad de la frase para descubrir el sadismo del lector para con el autor.

Probablemente en las listas de lavandería de Bolaño, si las hacía, haya literatura. Igual que en sus listas de la compra, en los garabatos con los que quizá exploraba el aburrimiento mientras hablaba por teléfono y hasta en la notita que algún día seguro dejó en la nevera. El problema, quizá, es si en querer leerlas, en querer publicarlas a toda costa, terminamos convertidos en el científico sádico que imaginaba Juan Pablo Villalobos y, más por fanatismo que por maldad, acabamos realizando una gran labor de desmitificación y destrucción de la figura de Bolaño.