Por Martín Cinzano
Carcaj.cl, 02.09.2018
A la mitad de este verso
Roberto Bolaño me hace una pregunta idiotamente dostoievskiana y lo perdono es
poeta el huevón y en su patria donde está sentado (riente soberano) en una
verga de burro el cadáver de Nicanor Parra, mueren quelonios, batracios,
grillos, palomitas, ardillas de inquieta cola, pavorreales de hermoso abanico,
niños, ladillas en los testículos, putas, sobrenombres, fantasmas, hombres, señoras
y señores dando vuelta a la plazuela, el arca de Noé en pleno
y todo
contra su muy puta y muy perra y muy leal voluntad
y todo
contra su muy puta y muy perra y muy leal voluntad
Orlando
Guillén, Versario pirata (1979)
En escritores como Ernest Hemingway, José Revueltas o Jack
Kerouac hay ciertos espacios entre biografía y obra por donde se cuela toda una
imaginería, como las invenciones infantiles que a la postre acaban
convirtiéndose en pequeños mitos, privados y públicos: un relato que alguien se
cuenta frente al espejo, agregándole o restándole a cada tanto nuevos detalles.
Y uno de los más visitados territorios en estos autorrelatos es el de la
guerra; haber estado en la guerra,
cualquier tipo de guerra, personal o colectiva, sangrienta o puramente
literaria, revolucionaria o imperialista, para, desde ahí, montar una obra como
el ajado documento de un sobreviviente. ¿Es que el silencio de quienes vuelven
de esos campos, al cual se refería Walter Benjamin, se troca por la locuacidad
megalómana de los escritores, reacios a aceptar o harto dispuestos a disimular
aquel dictum según el cual “somos
pobres en historias memorables”? En Chile, el caso cómico, desbordado, es el de
Vicente Huidobro, destacado mitómano que regresó de la Segunda Guerra Mundial
cargando un teléfono que, según él, pertenecía a Hitler. Roberto Bolaño, que
después de todo era un narrador, construyó un relato más sólido, y su obra
narrativa, podría afirmarse, en buena parte es otra construcción del mito del
sobreviviente, pero con implicancias y estrategias particulares que impactan
directamente en su lectura.
Desde 1968 Bolaño fue un inmigrante chileno en México. Después
viene ese interregno biográfico, tan vivencial y tan ficticio: en resumen,
viaja “por tierra y por mar” a Chile, a “participar en la construcción del
socialismo”; cae detenido; es liberado gracias a un par de policías que lo
reconocen como antiguo compañero de liceo; regresa a México y en el camino
—capítulo huidobriano— dice llegar a conocer a los asesinos de Roque Dalton.
Como sea, desde 1974 a la calidad de inmigrante se sumará la de
exiliado político. Su pasaporte no lleva el famoso sello oficial de la letra
“L” con el cual se marca a los
exiliados chilenos, aunque muchos de ellos simplemente optan por salir del país
antes de caer, o recaer, en manos de la dictadura. Ambas condiciones
migratorias de todos modos acercarán y a un tiempo alejarán a Bolaño de los
contingentes de la diáspora sudamericana en México, cuyos testimonios durante
el mandato presidencial de Luis Echeverría (1970-1976) por lo general dan
cuenta de una intencionada ceguera ante la política interna del anfitrión en
virtud de la “política de puertas abiertas” implementada por los gobiernos
priístas. De algún modo, como dice en 2666
el profesor Amalfitano refiriéndose a los intelectuales mexicanos, a los
exiliados esta política los desoreja.
Ahí está, por ejemplo, el dirigente socialista Alejandro Witker, que en 1974
recibe un salvoconducto expedido por la UNAM y logra salir de Chile luego de
permanecer cautivo en los campos de concentración de Isla Quriquina y
Chacabuco; en Prisión en Chile (un
libro editado en 1975 por el Fondo de Cultura Económica), relata: “El 17 de
octubre partí rumbo a México. Estaba abierta la hospitalidad de sus
instituciones académicas de nobles tradiciones y la activa solidaridad de su
digno presidente, Luis Echeverría”.
Las palabras dignidad y solidaridad son a estas alturas
muletillas frecuentes en el lenguaje de la izquierda y de la argucia política
en general, pero para los socialistas de la época de Salvador Allende aún tenían
sentido. Y sin embargo es un exiliado, un exiliado recién salido de un campo de
concentración, quien se las endosa al que a todas luces era, y es, el señalado
responsable de al menos dos carnicerías de carácter marcadamente político,
Tlatelolco 1968 y el Halconazo de junio de 1971. Aun cuando se trate de un
testimonio escrito al calor de una experiencia difícil, en ocasiones extrema,
como la del destierro, se podría decir que la política del exilio chileno —del
“exilio chileno oficial”, por llamarlo de algún modo, donde resalta la propia
Hortensia Bussi—, por tanto, consistió en irse con pies de plomo a la hora de
darle una mirada al contexto político mexicano. El gobierno anfitrión (hoy
también) parece decir: pasen, los invito a mi casa, les doy trabajo, escriban,
pero cuidado: mantengan las manos alejadas del refri. ¿Cuál era la postura de
Roberto Bolaño como inmigrante/exiliado al respecto? Un testimonio del
infrarrealista José Rosas Ribeyro puede señalar algunos factores a considerar:
Eran los años del
sexenio de Echeverría y todo el mundo parecía haberse olvidado que ese individuo había sido secretario de
gobernación en 1968 y uno de los responsables
directos de la masacre de Tlatelolco. Recuerdo que en algunos sectores se trataban de organizar sindicatos
independientes, pero era muy difícil y arriesgado enfrentar a los burócratas y matones del PRI. Con los
infrarrealistas no discutíamos casi
nunca de política, con Bolaño, en particular, un poco. Se ha dicho que Roberto era trotskista
y eso no es verdad. (…) Ocurrió por esos días que un grupo de gentes, “enemigos de Octavio Paz”, tomaron el
diario Excélsior y expulsaron arbitrariamente a Julio Scherer y
sus colaboradores. La revista Plural,
que dirigía Paz y editaba Excélsior, cayó así en manos de una
mediocre banda de escritorzuelos medio
hampones. Creo yo que los infrarrealistas cometieron entonces (y no digo “cometimos” porque yo me negué a
participar en eso) un grave error político al meterse
a colaborar con ese nuevo y lamentable Plural. Lo hicieron, creo, sin reflexionar
lo suficiente, porque odiaban a Paz y a todo lo que Paz pudiera hacer, decir o fomentar. Más allá de las
discrepancias reales que se podía tener con él, lo odiaban visceralmente, a ciegas, y tenían unas ganas muy
fuertes y justificadas de tener un
espacio de expresión, el cual les era cerrado debido a las posiciones rebeldes, inconformes, irreverentes, parricidas
(en algunos casos) de los infrarrealistas. Así, en ese efímero Plural, tan
dudoso en su “izquierdismo” como mediocre en la creación y el pensamiento,
se publicaron algunos textos infrarrealistas, algunos excelentes. Textos que hubieran merecido aparecer en
otra parte. [1]
Es harto común que en una agrupación pequeña —para colmo integrada
por poetas— como es el infrarrealismo, cada quien tenga su versión del
movimiento. En ocasiones (aún hoy) la pandilla parece una bolsa de gatos, y el
testimonio de Rosas Ribeyro es tan sólo una pequeña muestra de las serias
discrepancias existentes entre sus miembros. Pero, precisamente, al tiempo que
en el infrarrealismo ocurre lo mismo que después de todo sucede al interior de
cualquier partido político, la beligerancia, el “terrorismo cultural”, intentar
joderse a Paz (y fracasar en el intento) a costa de cometer gruesos errores,
parece un modus vivendi. Ahí quizá se
podría hallar, aguzando la vista bastante, un hilo tendido entre Bolaño y su
presunto “trotskismo” (con aditamentos de “internacionalismo” incluidos) en
cuanto figura de la disidencia: la “tormenta permanente”, ir saltando a la
deriva, vagabundear expuesto a la intemperie, “dejarlo todo”, jugarse a fondo
en el amor e inventarse un mito son acciones revolucionarias, pero de una
revolución (o más bien: de una rebeldía) continua, imposible de contener dentro
de los límites impuestos por la burguesía.
No es posible, así, alinearse con la resistencia chilena en el
exilio mientras es esa misma resistencia la que silenciosa y diplomáticamente
avala la Guerra Sucia en México. Por tanto, se puede y debe blasfemar contra la
dictadura gorila de Pinochet, pero
desde una postura propia, más aún: una postura propia acreditada por un periplo
automitificado como es el viaje de ida y vuelta de Bolaño a Chile. Éstas, por
supuesto, no son más que suposiciones acerca de una presunta, muy vaga,
posición política del Bolaño exiliado, pero al menos en algunos de sus relatos
hay una marcada simpatía hacia aquellos expatriados chilenos más del estilo del
Ojo Silva que el de quienes pertenecen a una oficialidad partidista: “No era
como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el DF: no se
vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no
frecuentaba los círculos de exiliados”. Asimismo, el distanciamiento ante
aquellos círculos, además de operar de acuerdo a la poética contestataria del
infrarrealismo frente a las camarillas mafiosas de la poesía mexicana, se
interpone desde un punto de vista, ante todo, moral.
Por aquellos
días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculo de exiliados chilenos corría ese rumor,
en parte como manifestación de maledicencia y en
parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierdas que
pensaba, al menos de la cintura para abajo, exactamente
igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile. (“El Ojo Silva”).
Y en otro relato de Putas
asesinas, “Días de 1978”, el narrador señala: “La realidad, una vez más, le
ha demostrado que la demagogia, el dogmatismo y la ignorancia no son patrimonio
de ningún grupo concreto”. La ubicación de Bolaño en cuanto al exilio chileno
en México (y en Europa) quizá forme parte importante de su educación política
—toda vez que es ahí donde entra en conflicto con las directrices reaccionarias
enraizadas en la propia “gente de izquierdas”—, pero se diría que es justamente
a la vista de ese exilio cuando la actividad política deja de gravitar; poco a poco,
o de golpe, el pragmatismo, “la demagogia, el dogmatismo y la ignorancia”
arraigados en el sistema político —en cuanto estatutos inamovibles de las bajas
y altas esferas latinoamericanas— van conformando un obstáculo insalvable para
convertirse en el indócil escritor de carrera que Bolaño quiso ser y sin duda
fue, gracias, en buena parte, a la introducción de ese sistema, de sus
contradicciones y aberraciones, en su narrativa. Porque la actividad política,
la grilla del infrarrealismo frente
al resto de las cúpulas sectarias será un tema
literario y también una forma de hablar y de narrar (en ocasiones, asumiendo
cierta voz de autor puro, de desertor perteneciente al linaje de Arquíloco).
Específicamente, la política de los años sesenta y setenta en Latinoamérica
pasa a convertirse en su materia
literaria; y el exilio, en todas sus variantes (y contra el cual despotricará
la mayoría de escritores latinoamericanos, algunos de los cuales Bolaño
admira), será pues la condición de la
literatura, o mejor, como él mismo propuso en uno de sus “Discursos
insufribles”: “Literatura y exilio son, creo, las dos caras de la misma moneda,
nuestro destino puesto en manos del azar”.
[1] Fragmento de una entrevista de Raúl Silva a José Rosas
Ribeyro, como parte de un libro en preparación sobre el infrarrealismo.