jueves, 24 de abril de 2008

Apuntes sobre la Patagonia mexicana

por Christopher Domínguez Michael
El ángel de Reforma. 11.11.2007













México es el centro de la obra de Roberto Bolaño (1953–2003), una vasta zona planetaria en la que ocurren, sucesivamente, la educación sentimental de los poetas (en Los detectives salvajes), la imagen pionera y desenfocada del exilio latinoamericano (con Auxilio Lacouture en Amuleto) y, en 2666, el feminicidio como la herida a través de la cual se drena el planeta. Bolaño termina 2666 con la palabra “México”, gesto cabalmente aquilatado por Juan Villoro en el prólogo de Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas (Universidad Diego Portales, Santiago, 2006).

(Relectura de Amuleto. Es una novela cursi sobre una heroína fatalmente cursi. El relato funciona como una introducción escolar al universo de Bolaño. Está escrita con la facilidad de las “novelitas burguesas” de José Donoso, comentario que a Bolaño, supongo, le hubiese enfurecido. O intrigado: quizá era demasiado inteligente como para dejar pasar la angustia de la influencias sin comentarla. Terapéuticamente).

El legado mexicano de Bolaño, quien vivió en México una década decisiva, la que va de la adolescencia a la juventud parece muy distinto al dejado por los novelistas anglosajones. D.H. Lawrence, Lowry, Greene, o Aldous Huxley abrieron, cada uno con una llave distinta, puertas a la percepción de la nueva y la vieja religión (el tema de la resurrección de los ídolos), el jardín del Edén (en Bajo el volcán), la parodia del martirio cristiano (El poder y la gloria) o de cierta espiritualid pre–hippie (Ciego en Gaza, de Huxley). A Bolaño lo tienta una visión total (propósito imposible) y la frontera de su México imaginario coincide con los límites de su obra. Me da la impresión, vaguedad que debo explicar, que Bolaño como “extranjero” se asemeja a los pintores de origen alemán que se volvieron mexicanos en la segunda mitad del siglo XX (Paalen, Gerszo, Von Gunten). Un México que en el fondo no tiene anécdota, un país verdadero al que se le ha sustraído lo que la identidad tiene invariablemente de folclórica. México, en Bolaño, es menos que un relato, una superficie pintada, una visión. Esta impresión mía quizá se deba (como ocurre con frecuencia en la lectura más comprometida) al efecto de ciertos párrafos que funcionan como acceso a toda una obra, en este caso, lo mucho que me impresionaron aquellos que Bolaño dedica a los retardados atardeceres en el Distrito Federal, lo cual me permite imaginar Los detectives salvajes bajo la forma de un eterno crepúsculo.

El asunto (o tan sólo la palabra) del crepúsculo me lleva al mérito de Bolaño al conciliar lo que se contrapone. Pocas literaturas del siglo pasado en América Latina tan distintas como la chilena y la mexicana. Chile es la poesía chilena y ésta siempre se presenta como de vanguardia. El poeta chileno casi siempre pasa por vanguardero (como dice Gonzalo Rojas): su pose, su parada en el campo, tiende naturalmente al manifiesto, al espectáculo, al happening, a la instalación. Como ninguna otra de nuestras literaturas, la chilena, vive de la tradición de la ruptura y, en el peor de los casos, allá el vanguardismo es un academicismo. Neruda (más o menos) y Gabriela Mistral pesan lo suficiente como para equilibrar la balanza contra Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Gómez Correa, Enrique Lihn, Raúl Zurita, Juan Luis Martínez y otros tantos locos, a veces geniales, tantas veces tiranizados por la rutina de épater.

La poesía mexicana (que es lo que más le interesaba a Bolaño de nuestra literatura) tiene reputación de ser cerebral, filosófica, funcionaril, crepuscular, como se desprende de aquel comentario de Pedro Henríquez Ureña en Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1925). Ejemplo: no es extraño así que el gran Montes de Oca, el poeticista, sea acusado de producir metáforas surrealistas con la regularidad venal del artesano. Bolaño trabaja esa oposición y la voltea de cabeza: México se convierte en el inverosímil país de la vanguardia (el estridentismo y el infrarrealismo, esa pinta que Bolaño se inventa como matriz) y Chile queda reducido a ser una remota y provinciana capitanía, un cuartel conservador poblado por curas literatos, abogados, torturadores. En México, además, el crimen puede estetizarse (en 2666). En Chile (veáse Estrella distante), no del todo.

Buen conocedor de la historia literaria, Bolaño sabe que la vanguardia mexicana propiamente dicha se “rindió” de inmediato ante las prebendas revolucionarias del gobierno del general Adalberto Tejeda en Veracruz. Me encanta que Manuel Maples Arce, el vanguardista que no fue, el autor de unas memorias que compiten cerradamente con las de Torres Bodet en aburrición y en celo anticlimático, aparezca rehabilitado en Los detectives salvajes y diciendo de los visceralistas (p. 177) que “todos los poetas, incluso, los más vanguardistas necesitan un padre. Pero ellos eran huérfanos de vocación”.

En Bolaño, México es, por un lado, el país de los poetas jóvenes y el DF la ciudad de su iniciación. El tema de la vida literaria en México, en los años setenta, sería materia de una edición anotada de Los detectives salvajes. Saliendo del DF todo es el Norte, el desierto, la inmensidad que fragua la oposición con la isla chilena, reducida entre el mar y la cordillera. México acaba por ser, para Bolaño, la Patagonia mexicana y con Ciudad Juárez al fondo, el Far West del siglo XXI, como se nota cruzando los artículos reunidos en Entre paréntesis (2004), que van de su recuerdo de los cronicones de la Guerra del Pacífico que su madre le regalaba a la devoción por Chatwin. Hasta donde sé, en cambio, Bolaño no menciona a Francisco Coloane, el llamado Conrad austral.

Los héroes de Bolaño, lo han dicho todos sus buenos lectores, están construidos sobre arquetipos al estilo del detective, del buscador de oro, del cowboy. Sin apreciar ese lado aventurero (y a veces literal, no siempre irónico) es difícil entenderse con Bolaño.










lunes, 21 de abril de 2008

Ausencia de Bolaño y la defensa de los bolañitos

por Omar Cid
15.02.2008







Qué término más extraño y feo: líder de opinión. Supongo que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía espiritual de los esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de la patria, o tío político de la patria.

Roberto Bolaño


A pesar de la admiración que se profesa en Chile por Roberto Bolaño y sus escritos, es sin embargo, uno de los tantos escritores a mi juicio incomprendidos, para no decir mal leído. La única clave posible de lectura, para las diversas voces entendidas, tiene relación en su sintonía con Nicanor Parra, si bien esta percepción de ningún modo es equivocada, carece a mi juicio de profundidad; habla de la reflexión hecha para el articulito del fin de semana, con que se ganan los porotos, algunos becarios de la lectura veloz, pero su capacidad de análisis, su interpretación, sus lecturas comparadas, son escasas.

En Bolaño, existe un proyecto de de-construcción de historias muy notable, sus personajes en general, hombres y mujeres mediocres, vendiéndose en pequeñas cosas, atiborrados de experiencias fallidas. Incluso la exaltación misma del tema literario, en su libro La literatura nazi en América trae consigo una singular ecuación perceptiva, donde cada uno de los personajes, no se construye sino que se aplica a sí mismo el símbolo arcano, de la torre desmontada.

Con Roberto, los personajes sufren vuelcos inesperados, desde sus relatos como La pista de hielo o su opera prima Los detectives salvajes marca un territorio difícil de abordar.

Obscuros en su pobreza real y espiritual, armando felonías, revolcándose con el éxito, pero en ellos, el logro no es otra cosa que la terrible derrota de lo momentáneo, cada exposición de literatos ficticios, huele a presentaciones apoteósicas que uno ha escuchado, esa concupiscencia mediática con escritores mediocres, pero simpáticos para una elite carente de una degustación crítica superior.

Por eso no pudieron escapar, al ojo del cíclope del desparpajo, pero no se trata solo del lenguaraz común y corriente que uno suele escuchar, es más bien el dedo de Diógenes, con su aire cínico, tildado de modo secreto como el “Huacho” de la literatura nacional, por su carrera desarrollada totalmente fuera, sin padrinos, ni talleres de turno, ni cercanías con tal o cual, sin comilonas con algún agregado culturoso, no sé dónde.

Llega al país, como no se debe llegar, consagrado. Sin el ánimo de demostrar nada y metiendo su dedo en todo, generando envidias y molestias.

En Bolaño, existe una resistencia metódica, calculada, no sólo contra los fraseólogos de turno, sino contra el espíritu de masa, porque allí predominan las categorías opacas, las constantes licencias, su vida no es de una opción monacal, se trata de la literatura a punta de martillazos, en una lucha constante por domesticar la palabra.

Duda, por experiencias fallidas, de la esplendorosa alocución de construir sujetos sociales, para él, la palabra “Masa” es el principal escollo, de la construcción libresca.

El guiño cínico, lo ubicó en la reflexión, en la palabra que muchos desearon decir, pero sin contar con la osadía. Así, el aire fresco que trajo Bolaño, remeció algunos palitroques culteranos. No lo hizo de la mano vanguardista que muchos suponen ver, era a mi juicio, la voz de quién se sabe escaso de todo, carente del un discurso abarcador, sin convencerse ni convencer, en el territorio donde todos nos hemos vuelto vendedores de algo, con juegos de imaginería hilachenta.

El terno gastado de Bolaño, incomoda, su costumbre de comerse las uñas frente a las cámaras, sus ojos risueños y la palabra que intimida, nos hace sentir su ausencia, ante un espacio cultural tan condescendiente, falto de crítica y fundamento, más cercano a la farándula que a una reflexión necesaria. Nos falta Bolaño, y nos sobran los bolañitos y sus tenaces detractores, unidos todos, de eso no cabe duda, bajo la protección de la academia, escudo salvífico tendiente a pontificar las opiniones, de quienes saltan al combate, con la espada pegada a su cátedra.

Siendo Chile un país, donde de modo lastimero se ha fortalecido a los opinólogos, forma inquietante en que los medios de comunicación han cubierto o sencillamente instalado una realidad, todo ello bajo la afonía estética, social y política de los “sujetos sociales y culturales” la llamita que encendiera, este hijo de tantas tierras, impulsa a seguir abriendo nuevos caminos, aunque ello signifique ser acusados de plagio, de inventarnos historias y talleres fantasmas, de dormir con El gaucho insufrible bajo la almohada.

De verdad importa… ¿Acaso no lo hicieron con Rimbaud, García Márquez u otros? ¿Se puede excusar la literatura y quienes hacen de ella su razón de ser, del vicio mendicante de la idea o la metáfora? Curioso resulta entonces, escuchar voces de crítica, a un fenómeno tan puramente literario, en otros momentos ocurrió con otros y esos no podían cargar con la culpa de dejar escuela, ¡bienaventurados los plagiarios!, porque de ellos será el reino de la trans-cultura.

















miércoles, 16 de abril de 2008

Carta a los hijos de Roberto Bolaño

por Álex Rigola






Queridos Alexandra y Lautaro Bolaño:


No nos conocemos pero soy el loco que ha perpetrado la dirección teatral de la novela que vuestro padre os dedicó a ambos. En primer lugar, me gustaría agradecer a vuestra madre Carolina el permiso para poder adaptar esta magnífica novela que es 2666. Con Salvador Sunyé fuimos a verla en Blanes hace dos años y todavía recuerdo cómo le brillaban los ojos al hablar de la obra de vuestro padre.

En segundo lugar, debo disculparme por llevar a cabo esta imposible versión teatral de la novela. Cada vez que Pablo Ley o yo cortábamos un nuevo fragmento se nos removía el estómago. Pero hemos intentado traspasar al espectáculo el espíritu de la novela, lo que no es del todo malo porque si luego alguien quiere leerla, verá que la gran cantidad de información e historias que hemos dejado de lado convierten esta empresa en utópica, y que su espíritu reside en el todo, y no en sus partes o fragmentos.

Evidentemente parece imposible resumir en una frase todo lo que abarcan las 1124 páginas de la novela. También encuentro injusto reducirla a un conjunto de palabras e ideas como la maldad, la dignidad, los paralelismos y coincidencias, la impermeabilidad del ser humano ante las desgracias que él mismo provoca, el mundo de la literatura (autores, editores, estudiosos, críticos), la muerte, el amor, lo que sabemos y desconocemos de las personas, el sufrimiento, el retrato de la sociedad que estamos creando... Siempre nos quedaríamos cortos. Quizá lo mejor será recurrir a las palabras de vuestro padre en Amuleto: “la avenida Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo”.

Alguien se preguntará por qué os escribo a vosotros, pero al no estar Roberto no me queda más remedio que escribir a aquellos que él llamaba su única patria. Un abrazo de quien, si no ha conseguido acercarse teatralmente a su obra, al menos lo ha intentado con pasión.



Álex Rigola
Director teatral de 2666













viernes, 11 de abril de 2008

Bolaño, el maestro de nuestros días

por Edmundo Paz Soldán
La Prensa. 29.09.2003











Vila Matas ha dicho que con la muerte de Roberto Bolaño se inicia una leyenda. Esa leyenda, creo, se había iniciado un poco antes. No fue casualidad que cuando a varios escritores de mi generación se les preguntó por el escritor que ellos consideraban el referente imprescindible de la nueva narrativa, todos —narradores tan disímiles como Rodrigo Fresán o Jorge Volpi— coincidieron en nombrar a Roberto Bolaño.

Y por ello Bolaño fue invitado al encuentro de escritores latinoamericanos de la nueva generación en Sevilla, y asumió su rol con la naturalidad del escritor que aprecia pocas cosas tanto como ser leído y respetado por otros escritores. Nos decía que pertenecía más a nuestra generación que a la suya propia, y eso acaso no era cierto, pero igual nos conmovía.


Un provocador nato


Recuerdo a Bolaño como un provocador nato, alguien que escuchaba nuestras ponencias para luego encontrarles el lado flaco y atacarlas; si no encontraba un punto débil, igual se lo inventaba para luego arremeter. Era su forma de relacionarse con el mundo; nos contaba que no podía entender las discusiones que provocaban sus declaraciones en Chile, y que a veces se inventaba frases polémicas por el puro gusto de ver qué pasaba una vez tirada la bomba.

Su humor era negro y muy extraño y corrosivo, y a la vez había algo de cariño en sus palabras. Había que entender que para Bolaño todo era literatura y lo demás poco importaba.

Una noche nos quedamos en la terraza del hotel contándonos chistes; Bolaño contó veinte versiones del mismo chiste: una versión dialogada, otra con narrador en tercera persona, otra en monólogo joyceano… Le pedíamos que por favor la parara, pero a la vez nos quedábamos esperando su nueva versión. Me reí mucho esa noche.

Bolaño es autor, entre otras cosas, de Los detectives salvajes, una gran novela que me venció —prometo volver a intentarlo, Roberto—, de dos novelas cortas magistrales —Estrella distante y Nocturno de Chile— y de dos magníficas colecciones de cuentos —Llamadas telefónicas y Putas asesinas.

De toda su obra, me quedo con sus novelas cortas. En ambas se asoma, como pocos, al horror de las dictaduras. Nadie ha mirado tan de frente como él, y a la vez con tanta poesía, el aire enrarecido que se respiraba en el Chile de Pinochet: ese aire en que el siniestro personaje de Estrella distante escribía sus frases y versos desde una avioneta.

En Nocturno de Chile, Bolaño hace suyas algunas anécdotas de la dictadura: las sesiones de tortura en el sótano de la casa de Robert Townley, agente de la DINA y asesino de Letelier, mientras en los salones de la gran casa se llevaban a cabo las veladas literarias de su esposa; las clases de marxismo que tomaron los militares de la junta para saber cómo pensaban sus enemigos.


El poder y la letra

En esa obra maestra se encuentra una lúcida reflexión sobre las perversas relaciones que existen en América Latina entre el poder y la letra.

Nuestros intelectuales han terminado más de una vez seducidos por el poder (¿García Márquez, anyone?). Se han escrito grandes, fascinantes —y fascinadas— novelas sobre el dictador latinoamericano, pero muy poco sobre esa figura a su sombra, el amanuense de turno, el intelectual cortesano, el que le escribe los discursos al gran hombre. Bolaño, en Nocturno de Chile nos muestra de una vez por todas, y para siempre, la podredumbre de nuestras sociedades letradas cuando se trata de su relación con el poder.

El sábado en que se clausuró el encuentro, Bolaño compró el diario francés Liberation y descubrió que, con motivo de la aparición en Francia de Putas asesinas y Nocturno de Chile, el suplemento literario le dedicaba nota de tapa y dos páginas interiores. Sus obras comenzaban a traducirse, su influencia secreta comenzaba a hacerse visible; después de muchos años en la sombra, estaba viviendo su gran momento y se sentía seguro de lo que hacía y decía. Era arrogante, acaso porque sabía que tenía una obra que lo defendía.


Su novela inconclusa

En pleno fervor creativo, tenía escritas 1.400 páginas de su novela 2666 (nos dijo que le faltaban alrededor de doscientas páginas para terminarla).

Ahora que Bolaño ha muerto debido a una insuficiencia hepática —algo tan vulgar, decía él, que las musas ni siquiera se enterarían—, esa novela inconclusa pasa a formar parte de su leyenda. La leyenda de alguien que fue a la vez nuestro contemporáneo y maestro.













martes, 8 de abril de 2008

El secreto del mal: un secreto a medias

por Carlos Almonte












Sospecha momentánea

La primera reacción de un sujeto lector, ante el hecho de un editor hurgando en los archivos de un recientemente fallecido escritor exitoso, es de sospecha, me parece. Teorías conspirativas en que aparecen ganancias económicas, escritores fantasmas, egos personales y truculencia de variados tipos, cuentan el recíproco encanto, o desencanto, de los lectores de la obra encontrada, editada y publicada a total arbitrio de los instintos y gustos personales del editor –selección, disposición, correcciones varias, etc.-.

Así las cosas, al comenzar la lectura, aún rondaban por mi cabeza diversas teorías, relacionadas con historias tan curiosas como textos originales de Capote encontrados en una mesita de hotel, o de Rilke bajo unas piedras. Durante un par de hojas pensé que un escritor como Bolaño, siempre al borde de la tripa al aire, no podía estar paseándose entre arquitecturas blandas y maduras señoras silenciosas. Demoré tres largas páginas en encontrar la voz de Bolaño, poderosa y cristalina, al interior del primer relato: “Eran lo que en aquellos lejanos años se conocía como solteronas y arrastraban ese destino como podían, es decir mal, o en el mejor de los casos de una forma resignada y oscura que iba dejando huellas imperceptibles en las cosas o en los recuerdos de las cosas que uno tiene después, cuando todo se ha desvanecido”. Y esa voz elegante y desencantada, que opta siempre por el más azul de los caminos, me devolvió la tranquilidad.


Relatos

“El hijo del coronel”, es acaso el cuento más acabado de la primera mitad del libro. En una extraña secuencia (extraña para Bolaño, extraña de por sí), se narra una historia de zombies, militares y científicos que experimentan con seres humanos; historia que, cosa curiosa dado el tenor de la antología, llega hasta el final -o algo que podría considerarse como final-. No se produce en este caso el corte de aire que sucede en la mayoría de los demás casos. Si bien el uso del español de España, tan detestado por los lectores latinoamericanos (lo que hace sospechar que Bolaño escribía en esa jerga, o que tal vez no alcanzó a traducir el texto a jergas más amables, o que este cuento en especial estaba escrito en ese tipo de español) enfada a ratos, no es tan recurrente como para terminar el cuento hablando a “tíos”, “coños” y “cojones”. En este caso, lo que empieza como sueño, termina como película, podríamos decir en clarísima intención de parodia.

“Sabios de Sodoma” es donde el libro toma un vuelo acorde a lo esperado: Bolaño por sí mismo y en sí mismo. El relato, en dos versiones, según la nota preliminar, aunque bien pudiera pensarse en un mayor complemento que eso, deja ver a ratos al Bolaño de Tres que sueña con escritores que caminan y se encuentran, detestan todo y vuelven a sus lugares de origen. Acá Naipaul, por quien Bolaño una vez más confiesa su admiración, es quien recorre Buenos Aires, en versión poética, la primera, en versión anecdótica, la segunda. Tal vez hay una salida, un apunte o nota a pie de página, en la mención de Fresán; tal vez, y sólo tal vez, se escapa un tanto del tono fictivo, o quizás sólo suena a huida. En cualquier caso, es un relato logrado, en sus dos versiones. A la primera le falta una línea. A la segunda puede que ninguna, lo que es bastante decir.

Luego de una larguísima y tediosa descripción -con sus consecuentes derivaciones- de una fotografía de intelectuales y artistas franceses (“Laberinto”), en la que por supuesto hay sexo, cafés, calles y hombres solos, se llega, o desemboca, a un conocido comentario sobre Martín Fierro. El concluyente “hay que releer a Borges otra vez” (lo que nos ubica, al menos, en una tercera lectura) nos lleva a una verdad, al parecer, ineludible para todos, y en especial para Bolaño: Borges es el gran padre de la literatura latinoamericana y su relación –me refiero a la de Bolaño y Borges- se circunscribe al más puro hecho literario que pueda, o no pueda, narrarse. Ambos van y vienen, con el desparpajo de los que se reconocen frente a un espejo y no sonríen, porque no tienen para qué. La evidencia no los marca en absoluto, ni siquiera en la más cerrada intimidad.

En “Crímenes” volvemos a Ciudad Juárez, aunque acá se llame Calama; esa extraña ciudad al norte de Chile (al norte de México), enclavada en el corazón del desierto de Atacama (Sonora). El símil no es gratuito y los seguidores de la radialidad de la obra bolañiana, estarán, una vez más, satisfechos. El texto a ratos logra cautivar, sobre todo en la tensión “final”, en que se confronta a la víctima (o el simulacro de víctima), con el asesino (o el simulacro de asesino).

En “No sé leer”, Bolaño viaja a Chile, ya de adulto. Habla de lo que significa para él ser jurado, de apart-hoteles, de ferias de libros, de revistas femeninas en papel suave y un muy poco interesante etcétera. La narración se centra en Lautaro, hijo de Bolaño y Carolina, quien expone su talento en esquivar el sensor de las puertas automáticas de los centros comerciales y tiendas. Luego aparece Andrea, cuyo arte consiste en aparecer y desaparecer; y poco más. El relato más parece una excusa para hablar de las gracias del hijo y de su anfitriona, quien seguramente, ya al exterior de la ficción, habrá comentado unas dos millones de veces la existencia de este cuento.

“Bronceado” y “El provocador”, resultan medianamente interesantes en cuanto al uso de la contingencia y actualidad. El primero retrata la moda de las estrellas –de cine, de la música, etc.- que adoptan niños de países tercermundistas; un aspecto nuevo en la narrativa de Bolaño, el entrecruzar temas de farándula y pobreza. “El provocador” retrata (intenta hacerlo, o esa era, tal vez, su intención primera), a un sujeto que porta carteles con leyendas provocativas en protestas que se originan por la guerra de Iraq. Este último caso no pasa de ser lo que se lee, es decir, un intento, un muy primer esbozo, un esqueleto. No había necesidad de llevar tan lejos el rescate, en mi opinión.

“Músculos” (protohistoria, o derivado, de Una novelita Lumpen) aborda a personajes aparentemente superficiales, preocupados de su aspecto físico y un corpus de reflexiones interiores, ligadas a la solidaridad, a la filantropía, y hasta a la filosofía.

Tal vez “Muerte de Ulises” sea uno de los cuentos más emocionantes de la colección. Bolaño acá rinde homenaje a su gran amigo y compañero de armas literarias, Ulises Lima (Mario Santiago). Es uno de los casos en que más se lamenta la ausencia de final. Bolaño ya adulto viaja invitado a la Feria del Libro en Guadalajara, pero en el mismo aeropuerto del DF, se arrepiente y antes de tomar la conexión, decide el cambio de planes y se interna en las calles de la ciudad de su juventud. No sólo se interna entre edificios y semáforos, también en los recuerdos, en la amistad y en su propia vida. Es un ejercicio notable, sensible y lleno de imágenes que emocionan, como el intento de llegar a un departamento vacío, sentarse afuera, esperar inútilmente a que se abra aquella puerta e incluso la aparente contradicción que representan los músicos y fans vecinos de Lima.

“La Jornadas del Caos” funciona como cuento final. Es sabido –o confesado- por el propio editor en la nota preliminar, que el orden de los archivos encontrados (STORIX y STOREC), no fue respetado. En este sentido, “Las Jornadas del Caos”, representa una despedida, una conciencia de final, un testamento. Es, por lo demás, otro caso claro de incompletitud, como todo el libro.


Utilidad de un arte trunco

El interés obvio de El secreto del mal radica en saber que se está leyendo a Bolaño. Su voz, para bien o para mal, está presente en cada texto. Hay acá un cierto fetichismo magnificado en el acto de lectura. Hay un cierto grado de homenaje y tal vez de agradecimiento, de parte de cada lector. Hay complicidad y comprensión, en cada ausencia de final. Hay también una esperanza de encontrar al mejor Bolaño, ese de la revolución en Liberia, ese del desierto de Sonora, ese del balneario en que radica Wieder. Existe, en este último sentido, decepción, al encontrarse con ejercicios truncos, frases recortadas y cuentos a medio proceso, literalmente. Es como encontrarse frente a una pintura de Rembrandt sólo con dos o tres líneas sobre el lienzo; como ir de paseo en avioneta, pero sólo sentarse en el hangar y bajarse antes de que el motor se ponga en marcha; como leer relatos de un escritor genial que no tuvo la ocasión de terminarlos.

Cabe preguntarse por el objetivo de un acto como el de publicar una obra como ésta. Y, además de las respuestas evidentes y que dicen relación con los negocios, puede agradecerse un nuevo acercamiento, una nueva visita al “Jardín Bolaño”, donde se adivinan –allá al fondo, tras la niebla- robles gigantescos, arbustos demenciales y laberintos de intrincados diseños, junto a flores que recien nacen y otras mal cuidadas, o que han sido mutiladas. El secreto del mal vendría siendo como un tallo, un almácigo que el paisajista enorme y talentoso dejo a un lado para rescatar después. Y bueno, sucede que el paisajista ha muerto y ha llegado un cortador de césped, torpe y ambicioso, dispuesto a lo que sea por mantener el parque como está y, en lo posible, aumentar el flujo de visitas.

El secreto del mal bien pudo haber quedado en el más oscuro bit, del más lejano archivo de la última carpeta, en el computador de Bolaño en Blanes. Y no habría pasado nada, absolutamente nada. Los textos terminados están prestados de publicaciones anteriores y el resto es una colección de voces sueltas, de conversaciones, de expresiones incompletas; lo que redunda, hacia el final, en un sentimiento extraordinariamente encontrado; placer a ratos, a párrafos, y esa sensación atónita de terminar cuando en realidad no se termina.

Así, El secreto del mal, pasa a ser un texto prescindible al interior de la gran obra de Bolaño, un objeto para coleccionistas o fanáticos, que ven desde la tribuna cómo se suceden las historias: sin final, sin desarrollo, sin inicio.