jueves, 25 de octubre de 2007

Respuestas a Cesárea Tinajero

por Carlos Almonte
Wed, 28 Mar 2007 15:58:34 +0000





¿Quién es el viejo Dürrenmatt?

El viejo Dürrenmatt, como usted graciosamente lo llama, es un fiel amigo de gráciles cantinas. Alguna vez lo vieron sobrio, cuando joven, cuando aún creía en sus palabras, las propias, las ajenas, las que se quedan pegadas a un vaso de vino barato, las que vuelan junto al humo de las chimeneas en aquella zona tan sombría e impasible que tan bien conozco y aún mejor recuerdo. Muchas veces lo llamé a los gritos, pero nadie respondió; era un poco sordo, me enteraría con los años. Muchas otras silencié al mismísimo crepúsculo al recordarlo encima de una mesa, codos tristes, concluídos, se diría, producto arisco y en debacle de un amor maldito, como todos tenemos por lo menos una vez, como él lo tuvo, como yo lo tuve, como usted probablemente lo ha tenido. Un mal amor provoca eso y más. Las noticias ya lo dicen. Otra vez, y ya desde el infierno, me escoltó en un viaje. Era un tibio sol, ausente apenas, el que consolaba mis emblemas. Me acompañaba el mal amor, ya lo dije, malo de maldad absoluta. Aún así, el viejo Dürrenmatt supo trasquilar en algo aquellas venas. Suturar heridas. Caminar por las orillas. Recibir la lluvia en pleno rostro. Verla dormitar y enamorarme del vacío, de una noche, de una persona entristecida y, para colmo, partida a la mitad.

Podría aburrirla incluso más, comentándole de aquella tarde-noche en que avivó cenizas de otro fuego. Canté versos, palabras inconexas; canté a las flores negras, opacas o tardías. Me embauqué y volví a creer. Me perdí, me restregué y aún así no me convencí de nada. Ni el final de aquella historia que escribía entonces, ni los frágiles comienzos de hace tanto. En tan espléndida ocasión leí de sus labios las palabras sabias de mi viejo amigo: Más vale un sitio en blanco que el demonio dando vueltas ahí afuera... Como sea, prefieriría no hablar más de esto. Sin embargo usted me lo ha pedido, y continuaré todavía un poco más.

Efectivamente, él es ya un anciano. Hay quien dice que está muerto, pero ¿qué es estar muerto para alguien como él? ¿Existe realmente la ausencia total? ¿Y las cartas, hojas, versos, líneas e historias inconclusas? ¿Y las voces que resuenan por la tarde, a partir de un mal recuerdo, a partir de risas estertóreas, de caminos que conducen al despeñadero? ¿Es así como se olvida a un viejo amigo? ¿Es así como se le retribuye tanto esfuerzo, talento, inteligencia y la certeza de vaivenes y rudezas?

En mi opinión, mi viejo amigo me acompaña ahora, como siempre, desde aquella imagen (teñida ahora de humo, quizás, o de la distancia; acaso producto del alcohol), su voz tranquila, sus manos juntas, separadas sólo al momento de coger un vaso, hablando en voz callada, quieta, responsable; repitiendo ideas de esas huellas que no llegó a recorrer hasta el final.

En ese idioma -que todos conocemos- apenas le oigo los finales, una carreta en exacto destartalo, una bandada de aves dirigiéndose hacia climas cálidos, él recostándose en la hierba, tal vez un pie en el río, tal vez leyendo, tal vez quedándose dormido bajo la sombra de una añosa encina...












Mi viejo amigo, en pleno ejercicio laudatorio








¿Dónde está la plaza Turquía?

Esta es la más sencilla de cuantas interrogantes han surgido a lo largo de este enigma. Aunque cierto hecho, acaso curioso, se explicita a través de estas páginas, la obviedad de un asentamiento tal, permite su ubicación inmediata, sobre todo teniendo en cuenta la cercanía epistolar que ambos hemos mantenido a lo largo de estos años. Los atlantes ocupaban los nexores telepáticos. Los sumerios el poder de los recuerdos. Ciertas tribus amazónicas disectan el cariño en el olvido. La verdad es que la ecuación incluye ciertas equis ya en despejo, y una que otra interrogante que se acerca en la intuición.

Equidistante, reposando en el borde superior de una cinta de Moebius, amparaba sedes intranquilas aquel sitio histórico, frecuente, poblado de seres tan nocturnos como la misma noche. Dicen que fue visto un viejo poeta –ése que cambiaba versos por lanares y tendidos de alimentos-, gritando a voz en cuello una cruel historia de fantasmas, muertes que acechan a un metro de distancia: “Por eso camino agachado, siempre muy bajito”, decía ya sin miedo, “...para que la muerte no me alcance, la muy puta”. No era el primero que mentaba un ardid de aquellas layas. Otros cuatro ancianos, de la misma o peor estofa, compartían más que teorías bajo el brazo.

Varias noches con sus días han pasado ya de aquello. Desde afuera la avenida se aparece igual que otras: casas, edificios, transporte público y privado, tiendas de confites y ese viejo de bigotes afelpados, viejo adusto-almidonado que se enfrenta a quien lo acepte, en reñidos juegos de ajedrez. Todo concuerda, las personas llevan maletines y confianzas apretadas en la espalda, todos con el paso firme hacia ninguna parte. Nadie sospecha lo que allí sucede en realidad; hordas que emergen desde el subterráneo, y a unos metros, tan sólo, su mirada enorme, vasta como el trágico desierto, árida como un glaciar.

Una montaña apenas encimada en la costumbre. Mustafa Kemal Atatürk observa siempre desde el mismo sitio. Las personas suben, recorren, descienden, conversan, beben, se besan, se toman de las manos, pasan juntos la mañana, hablan de los perros, de cine, de poesía; hablan de proyectos que no acaban. Cada tanto ocurre un accidente, nada grave, y el agua de sus fuentes clama por el próximo verano, aún más seco y árabe.

Fue en aquel lugar que dibujé su rostro una mañana. Fue en aquel lugar que me vi envuelto en lozas y vapores del alcohol, cosa rara. Fue hacia aquel lugar adonde encaminó sus pasos esa noche, perdiéndose en la oscuridad más negra vista en años. Lo sé porque la vi desde mi asiento predilecto en aquel sitio de matices específicos. Cruzó la calle sin mirar, con lobreguez indígena, la enormidad, el silencio. Todo se mezcló en esa imagen que de pronto me visita. No escuché palabras. No me interesó más que el sitio exacto, remarcado a tientas en el mapa, por el que ingresó y cruzó a la próxima frontera.

Aún estoy acá. Aún la observo caminar.

¿Será pósible regresar y volver a reingresar a voluntad? Es una información que usted conoce y que tal vez quisiera compartir conmigo. Supongo que es posible, de no ser así, no sabría a quien le escribo ahora.



De norte a Sur, después de Hamlet, La Gioconda y el Trovador, junto a Jean Mermoz (-Aubenton, 1901 - Atlántico Sur, 1936-. Aviador francés. Pionero, junto con Guillaumet, de la línea Río de Janeiro-Santiago de Chile. Estableció la primera línea postal entre Francia y América del Sur. Desapareció en el Atlántico, cuando volaba a bordo del hidroavión Cruz del Sur). En esta ilustración le han adjudicado otro nombre (uno de mujer), con tal de mantener el espacio incólume, libre de fanáticos y seguidores excéntricos.




¿Es en el tronco de la encina de esa plaza donde está escrito ese refrán árabe que habla de justicia y de perdón?

En aquella plaza ya no existe aquel refrán. De hecho, jamás bendijo a nadie desde esas coordenadas. Lo sé, supongo que en parte, y sólo en parte, contesto a su pregunta. Ya sabe usted el más sabio y más antiguo de todos los consejos. No puedo revelar su ubicación, tan sólo acompañarla hasta el más correcto de los sitios y esperarla, desde lejos, con prudencia hasta que regrese envuelta en llamas, volando sobre nubes o ya completamente desaparecida (el lugar existe).




Tres notas de importancia relativa

Nota 1: Un día miércoles se cumplirán vuestros deseos. Los más ocultos. Los que puede y quiere develar. Los mayores y menores. Los que aún no llegan.

La Nota 2 habla acerca de posibles conexiones numerarias. Es sabido el claro efecto del par doble. Habla de un desdoblamiento, de personas, personajes y otredades. Es como si, en efecto, usted fuera una ilusión -y en tal caso yo estaría hablándole a una ilusión-. Por otro lado habla de parejas, dualidades, sin embargo no de ambigüedades. Lo que me invita a considerar alguna posibilidad, y, por tanto, desechar algunas otras. En toda selección hay discriminación. Una vez más el yin y el yang. En todo nacimiento hay muerte. Ya lo dijo el jovencito al interior del lago infestado en peces muertos. Se podría hablar de dobles -¿Borges se presenta una vez más?-; aunque yo prefiero hablar de reflejos, más que de ilusiones, de una identidad incrustada.

Nota 3: Que la suma final represente al cero implica a la vez, es evidente, al infinito. Es la llegada al centro, a la matriz, al origen de la poesía, por otros llamados el om. Por eso aquella noche investigamos juntos, merodeamos, nos inmiscuímos apenas hasta el borde, nos asomamos. Ya es hora de traspasar los límites, de pasar al otro lado.











miércoles, 24 de octubre de 2007

Nocturno de Chile: Vericuetos de una conciencia tenebrosa

por Patricia Espinoza
Rocinante, marzo, 2001










En estos días de enero de 2001 se han conocido los resultados de la Mesa de Diálogo y el pasado inserta su terrible inagotamiento en la escena alienada del verano chileno. Y con el pasado la duda, acompañada de las retóricas para la acomodación de los hechos al momento político. Pero dentro o detrás de eso, la ausencia de cuerpos reales, que como cuerpos jurídicos pasarían de secuestrados que inculpan a asesinados que amnistían. Con todo esto la verdad vuelve a complicarnos, tal vez como nunca. "Nadie sale indemne de las concatenaciones o permutaciones o disposiciones del azar", ha dicho en Amuleto uno de los personajes de Roberto Bolaño. Y es este azar el que permite que precisamente en este particular contexto, aparezca Nocturno de Chile. Un libro en torno al terror, a la posible verdad, a la moral posible. Un intento de mirar tras la cara visible del mismo poder que hoy intenta seguir convenciendo con su discursividad del ocultamiento. A partir de un magistral proceso de focalización, la novela nos permite introducirnos en los vericuetos de una conciencia tenebrosa. Y aunque siempre el mal se nos aparece como un indestructible poder simbólico, esta vez Bolaño decide acosarlo ¿atraparlo? desde lo más profundo de sus anomalías, en una denuncia que se niega al facilismo y que privilegia un proyecto estético que es a la vez político, ideológico y metafísico. A partir de ello, Bolaño puede tratar de responder qué se hace con el dolor, con el resentimiento, cómo experimentar o pensar al mal, desde dónde ubicarse para lograr entender lo más profundo de una lógica que a pesar de todo siempre será la de un rostro desviado.

Nocturno de Chile es el relato en primera persona de Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote, crítico literario, cuyo seudónimo es H. Ibacache; discípulo del majestuoso y respetado Farewel, crítico literario y homosexual. Durante alguno de los días de dos mil, Urrutia Lacroix agoniza y mira hacia atrás, abarcando casi medio siglo de la historia chilena y de su propia vida. ¿Confesión? ¿Ficción al modo autobiográfico? Bolaño presenta a un yo literaturizado, ficcionalizado, pero también un yo adherido a una referencialidad clara. Por cierto, no se escatiman algunos nombres propios (Pinochet, Neruda) acompañados de otros simplemente convocados a partir de un mediano conocimiento del lector de la escena literaria chilena. Bajo este último procedimiento, los juegos intencionados con los posibles efectos de lectura, aparecen José Miguel Ibañez Langlois, sacerdote y crítico literario de seudónimo Ignacio Valente, Mariana Callejas, Michael Townley y, un poco más borrosamente, Hernán Díaz Arrieta, Alone, (aunque parecen ser varios resumidos en él).

Es precisamente en ese punto, en el de no insistir en demasía en una referencialidad denunciante, que la novela adquiere otro peso, otra dimensión que vectoriza los significados hacia una reflexión sobre el mal y el poder. Esto ocurre por la acuciosidad con la que el autor se dedica a construir un yo, que desde una implacable primera persona, bucea en sus zonas más íntimas e "ingenuas". Urrutia Lacroix se mueve dentro de una dinámica donde la culpa parece anularse con facilidad extrema y todo sucede de un modo, digamos, casi natural e inevitable. Salvo por la presencia del "joven envejecido", un otro yo, mala conciencia que hiere y obliga al sacerdote-crítico a su autoafirmación.

La novela constantemente se la juega por la necesidad de ubicarse en el imposible sitio del otro, no para enmascarar una denuncia, sino para hacer estallar al poder desde su propia realidad discursiva: lo bello puede convivir con lo perverso y esto con la moral y la santidad y la salvación del alma. Así, la figura del crítico -gestor de un canon, supraconciencia- se intersecta con las posibilidades de un mal que impide calibrarlo, porque en él se vive, sin más.

H. Ibacache se nos aparece como el último representante del moderno deseo chileno del padre terrible. Un poder evaluador, una palabra legislativa, valorativa, "supuestamente" desideologizada, no interferida por la mezquindad de la actividad humana. Sin embargo, desde una suspicacia mínima, podemos leer un calce casi exacto entre un poder político (Pinochet, la Junta Militar) y el poder crítico. Este espejeo, sumado a las tertulias literarias en casa de María Canales, en cuyos subterráneos se practicaba la tortura, tiende a abrir una brecha culposa en la moralidad del establishment artístico nacional.

Nocturno de Chile es un texto construido como un bloque, un flujo continuo cuyo formato sólo se ve intervenido por el apartado de la frase final. Un libro lleno de un intenso ritmo, de interrogantes, reflexiones y zonas casi infranqueables como la serie de sueños, el viaje a Europa o la anécdota acerca del cementerio sólo para héroes. Roberto Bolaño nos aproxima al miedo de un modo extraordinario y lúcido, redundando en el concepto de una búsqueda necesariamente sustentada en la memoria, donde todavía es posible encontrar algún mínimo sentido.

"Quítese la peluca" dice el epígrafe de Chesterton. Exhortación que Urrutia Lacroix parece realizar, pero que queda resonando una vez finalizada la novela, como si a pesar de tanto hablar todavía siguiera ataviado con ella y la pregunta por dónde está el mal pesara más ahora que antes. Nocturno de Chile es una novela que asume numerosos riesgos, pero de cada uno de ellos se dispara una reflexión poderosa que apunta a no transar con el querer entender, al no dejarse llevar por los significados ya establecidos, al ir más allá y más adentro. Este libro, del mejor narrador chileno en muchos años, corrobora una vez más que la literatura es una experiencia de conocimiento radical.










martes, 23 de octubre de 2007

Pequeño Big Bang

por Rodrigo Fresán
Página 12, 27.07.2003














Si es cierto aquello que todo lo que fuimos, habitamos y conoceremos ha surgido del temperamental y cataclísmico capricho de un ínfimo punto de energía cósmica, entonces parece ser igualmente verdadero el hecho de que la torrencial obra del chileno Roberto Bolaño surge de este librito para muchos desconcertante y fuera de lugar y para muchos otros imprescindible y encandilante.

Escrito en 1979 pero arrancado a los cajones y recién publicado a fines del año pasado para cumplir una personal cábala de publicar un libro al año en Anagrama, Amberes –según Bolaño en una de sus últimas entrevistas- “es la única novela de la que no me avergüenzo”. Y agregaba: “Tal vez porque sigue siendo ininteligible”.

Semejante afirmación –que a más de un lector de La literatura nazi en América o Los detectives salvajes le parecerá una irresponsable boutade– adquiere ahora, con la muerte de Bolaño, una atendible seriedad, un guiño para iniciados, una clave a decodificar con modales de Piedra Rosetta o monolito modelo 2001: Odisea del espacio. Porque Amberes no es ininteligible sino criptográfica y –por más que no goce del carácter transparentemente autobiográfico de relatos como “Sensini” o “Ultimos atardeceres en la tierra”- se ocupa de explorar uno de los episodios más mitificados y mitificables de y por Bolaño: sus días y sus noches como justiciero guardián de camping en Castelldefels, en las afueras de Barcelona.

“Escribí Amberes casi recién llegado a España, sin papeles y muerto de hambre”, recordó Bolaño con una sonrisa durante la presentación de este libro. “Y lo escribí casi como homenaje –jamás venganza, porque no hay nada menos noble que la venganza contra una mujer– a una chica guapísima que andaba por el camping donde yo trabajaba como guardián todo servicio. Esta chica se acostaba con todos menos conmigo, y yo nunca alcancé a entender muy bien por qué. Supongo que su absoluto rechazo a mi delicadeza siempre me resultó un misterio”.

Amberes es –no hay dudas– un libro “Marca Bolaño” porque en él aparecen rasgos inconfundibles: la idea de América Latina como virus de alto contagio, como un gas peligroso, esparciéndose por el mundo (si Los detectives salvajes narra en perspectiva la derrota de ese virus, Amberes es casi un diario -diagnóstico escrito desde el frente y en plena epidemia-); el policial como género líquido y que no está obligado a resolver el misterio sino a, simplemente enunciarlo, y un “idioma” donde se funden partes iguales de Julio Cortázar, David Lynch, Richard Brautigan y el Bolaño de libros como Tres y poemas como “Un paseo por la literatura”, donde el paisaje de una estética universal se funde sin problemas con el de una épica íntima. En una entrevista que le hizo Daniel Swinburn, Bolaño explicaba este sistema que gobierna Amberes y rige toda su obra: “Autobiográfico es Faulkner, Joyce, no digamos Proust. Incluso Kafka es autobiográfico, el más autobiográfico de todos. En cualquier caso yo prefiero la literatura, por llamarle de algún modo, teñida ligeramente de autobiografía, que es la literatura del individuo, la que distingue a un individuo de otro, que la literatura del nosotros, aquella que se apropia impunemente de tu yo, de tu historia, y que tiende a fundirse con la masa, que es el potrero de la unanimidad, el sitio en donde todos los rostros se confunden. Yo escribo desde mi experiencia, tanto mi experiencia, digamos, personal, como mi experiencia libresca o cultural,que con el tiempo se ha fundido en una sola cosa. Pero también escribo desde lo que solía llamarse la experiencia colectiva, que es, contra lo que pensaban algunos teóricos, algo bastante inaprehensible. Digamos, para simplificar, que puede ser el lado fantástico de la experiencia individual, el lado teologal. Bajo esta perspectiva, Tolstoi es autobiográfico y yo, por supuesto, sigo a Tolstoi”.

En el momento de su publicación en España escribí para este suplemento que podía pensarse en Amberes como en un “thriller para armar”. Un enigma repleto de agujeros negros que se tragaban toda la luz de lo racional para dejar al crimen a oscuras con climas y recursos que recuerdan, también, a algo de lo que hizo Philip K. Dick a la hora de plantar su retro-psicobiografía en textos alucinados como Valis.

Amberes
tiene la textura de una pesadilla, pero de una pesadilla dirigida donde se compaginan películas proyectadas entre los árboles de un bosque, personajes zombies, epifanías alucinadas, postales sadomasoquistas, la intuición permanente de un Dios-Inteligencia con un más que perverso sentido del humor, un jorobadito, cruces dimensionales, una pelirroja que aparece y desaparece, un escenario casi extraterrestre pero cercano y, por encima de todo eso, la voz del narrador que reflexiona ya entonces acerca de una posible escritura de su futuro a medida que vive la trama. Un joven Bolaño que ya parece estar soñando con las alturas pobladas de estrellas distantes, con las órbitas frenéticas y terrenas de sus detectives salvajes, con los aterrizajes forzosos de sus sudacas voladores, con la cabeza de la serpiente que acabará mordiéndose su propia cola para formar el círculo perfecto en el que el tiempo transcurrido es, apenas, una torpe cuestión de almanaques y no de libros. Así, un magistral prólogo titulado “Anarquía Total: Veintidós años después” convierte a Amberes en una suerte de flashback a ese Big Bang de un estilo personal que ha ido mutando a formas más complejas y ambiciosas, pero que por el camino no ha sacrificado nada de la intensidad del estallido original. Así, la última página de Amberes –funcionando al mismo tiempo como despedida de libro y bienvenida al escritor– es, en realidad, la plegaria de un artista atemporal. Un juramento por lo que vendrá, un credo, y ahora, de golpe, un epitafio: “De lo perdido, de lo irremediablemente perdido, sólo deseo recuperar la disponibilidad cotidiana de mi escritura, líneas capaces de cogerme del pelo y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más. (Significativo, dijo el extranjero.) A lo humano y a lo divino. Como esos versos de Leopardi que Daniel Biga recitaba en un puente nórdico para armarse de coraje, así sea mi escritura”. Así fue, así es, así será.










lunes, 22 de octubre de 2007

“Los escritores somos delincuentes de cuidado”. Entrevista a Roberto Bolaño

por Miguel Calçada
El Periódico. 12.05.2003







Roberto Bolaño, el autor de historias tan intensas como Estrella distante o Los detectives salvajes, aparece como si viniera de cortar flores, respirar el tibio aire de la playa o de haber estado leyendo toda la mañana novelas policiales. Le pregunto si quiere beber algo, responde "sólo café". Se sienta, deja un par de libros sobre la mesa y le pregunto por los autores: "Ellroy, maestro, Fonseca, no está mal". Aún confunde al aire con un par de frases sobre fútbol, vino y cigarrillos. Ama hacerse el chico rudo, pero en el fondo es un buen muchacho, y él lo sabe...



¿En qué piensa cuando no está escribiendo?
En lo que acabo de escribir, o en lo que voy a escribir.

¿Nunca tiene pensamientos impuros, violentos, descabellados?
Todo el tiempo. La mayoría de mis pensamientos corresponden a una de esas tres categorías que acabas de nombrar. El resto pertenece a categorías aún peores, innombrables. Si dijera lo que realmente pienso, me tomarían preso, o me encerrarían en una clínica de orates. Vamos, estoy seguro que con todo el mundo ocurriría igual. La diferencia en mi caso es que los impulsos sádicos los refrena la ficción, la escritura.

¿Qué pasa con los otros, con los que no tienen acceso a tal posibilidad?
Nadie verbaliza, al menos no tan fácilmente, los “pensamientos últimos”, aquellos que no reconocemos como propios ni estando solos frente al espejo. ¡Qué digo, mucho menos frente a un espejo! Nadie es tan demente, sólo los dementes, como para hablar en público con la verdad, me refiero a la pura y santa. Eso pasa, habitamos un mundo de ficción donde en el fondo todos somos escritores: elidimos, ocultamos o mentimos derechamente, nos justificamos al llegar tarde a nuestro hogar, inventamos historias, algunas francamente ridículas, no le decimos a la chica del frente que queremos llevarla a la cama, que su culo es una obra de arte, etcétera; hay códigos, ilusiones y mentiras. Todos caemos en una de estas “especialidades” al comunicarnos.

¿No cree posible escapar de estos pensamientos?
El instinto asesino, por nombrar una de las posibles variaciones, entre muchos otros instintos, es intrínseco al ser humano. Van de la mano: hombre y muerte, hombre y crueldad, hombre y pólvora o cuchillo, hombre y sangre. No es agradable, pero sí muy cierto.

Para usted es más sencillo...
Quizás... Como te decía, tal vez para los que nos ejercitamos en el oficio de la ficción y la escritura nos resulte más sencillo aminorar esta pulsión. Después de todo, asesinamos las veces que queremos; violamos, robamos, incendiamos, escapamos, morimos y resucitamos tantas veces como se hace necesario, y a nuestro regalado gusto.

¿Jamás, esta pulsión, pasó de la ficción a la realidad?
Salvo honrosas y muy tenues excepciones, no. Me pregunto qué habría pasado conmigo si me hubiese tocado vivir en las barriadas, soportando toda aquella pobreza, suciedad, perversidad y violencia explícita y continua. En lugares así la presión aumenta y el instinto se torna incontenible. Un día cualquiera simplemente se toma un cuchillo y se clava en el cuerpo del primer desafortunado que se cruza por delante.

Al parecer aquella realidad no tiene otra salida...
Hay ocasiones, sitios o contextos en los que la violencia, y por lo tanto el asesinato, el súmmum en un acto de violencia extrema, no tiene más posibilidad que hacerse tangible, presente, real.

















viernes, 19 de octubre de 2007

Bolaño será nuestro Borges

por Marco Antonio Coloma

















Roberto Bolaño hizo con su vida dos cosas: literatura y literatura. Primero porque escribió un puñado de obras notables, tremendas, que a poco andar se ubicaron tranquilamente en la primera línea de las letras hispanoamericanas. Y segundo porque, al menos durante cuarenta y tres años de los cincuenta que vivió, se jugó el pellejo desesperada y gozosamente, como sólo pueden hacerlo quienes viven para convertirse en el personaje de una ficción que se parece mucho a su propia vida. Por eso no es extraño que haya alimentado su literatura fundamentalmente de su memoria de trashumante y de poeta bohemio, y de la riqueza de un cruce identitario que, lejos de incomodarlo, fue la excusa y el grado cero de una imaginación exquisita.

De joven nunca estuvo disponible para calentar asientos frente al tedio del pizarrón, consumió libros con el apetito de una bestia lectora, y se obstinó tempranamente con la idea de convertirse en escritor. A como diera lugar. Y no la tuvo fácil. Que haya ejercido los oficios más vulgares, vivido a la intemperie y sufrido miserias, y que mientras tanto se empeñara en escribir, son noticias que citarán una y otra vez quienes vayan convirtiendo a Bolaño en una figura mítica. Y no sería extraño que así fuera. Ni condenable.

Urgido por las cuentas, no vaciló en enviar su trabajo a cuanto concurso literario de provincia encontró. En España ganó varios. A esos premios menores les tenía más cariño que a los de mayor importancia que también obtuvo: "cuando yo gané el Herralde, cuenta en una entrevista, no me hacía falta el dinero, y cuando gané el Rómulo Gallegos, tampoco. Pero cuando yo ganaba esos premios de provincia, cuando llegaba el cheque, era como agua bendita, era maná caído del cielo". La experiencia de sobrevivir ganando concursos literarios la dejó plasmada en un relato de su volumen Llamadas telefónicas, "Sensini". El cuento habla de muchas cosas, pero por sobre todo es un relato en torno a la fragilidad, a la condición de outsiders, y al riesgo asumido como estilo de vida de escritores como Roberto Bolaño. Se movía en ese límite, más allá estaba necesariamente el vacío.

Por circunstancias que no quiero ni me atrevo a entender, tardó demasiado en llegar el momento en que Bolaño pudiera publicar en un sello importante. O tal vez no. Quizá un juicio como ese es nada más producto de la imposibilidad de asumir su temprana muerte. La consecuencia de una rabia contenida que busca descargarse de algún modo. Y es que a partir de la publicación de La literatura nazi en América en 1996, fueron apenas siete años de una carrera contra el tiempo, de arremeter él entre nosotros con unos libros extraordinarios, y de entrar nosotros en ese juego desesperado por leerlo, de esperar año tras año un nuevo título. La muerte de Bolaño nos pilló con la adrenalina en lo más alto.

Chile fue un fantasma para Bolaño, un fantasma que supo aprovechar en su ficción. Dos de sus novelas, Estrella distante y Nocturno de Chile, y varios de sus cuentos, no son otra cosa que un retrato de lo peor de lo nuestro. Y es que la buena literatura se hace con eso, con las miserias, con las vergüenzas, con la basura escondida debajo de la alfombra. En este país son pocos los escritores que han comprendido eso, son pocos los que saben que no es necesario buscar el retrato universal de las miserias, porque todas las miserias son universales. Uno que lo ha sabido siempre es Lemebel, y es conocida la admiración que Bolaño sentía por él.

Nos hizo bien la lengua suelta de Bolaño. Qué cosa demostró sino otra de nuestras bajezas. En un país de vacas sagradas, de personas acostumbradas a callar, de escritores que prefieren hablar con finezas más que certezas, de críticos que escriben que tal o cual libro "no es tan malo" cuando en verdad les parece un bodrio –no se vaya a sentir, que no me vaya a responder con una mala palabra que mejor me entierro–, en este país digo, Bolaño arremetió con la soltura de quien no le debe nada a nadie, con el desenfado de quien no espera alabanzas ni invitaciones a cenar que lo comprometan. Claro que fue un provocador, pero no un peleador de esquina (la expresión la escuché de Roberto Brodsky), sino una lengua que de fondo era política, que buscaba incomodar y esperaba el debate. Convengamos que la envidia local no fue muy sana. Cuando parecía que ya rezábamos de memoria el cuento de la Nueva Narrativa, que nos habíamos acostumbrado al medio pelo de la ficción de postdictadura, apareció un tal Roberto Bolaño zampándose todos los galardones, y no me refiero al Municipal ni al premio del Consejo del Libro, que era lo mínimo que esta provincia llamada Chile podía hacer por reconocer su trabajo. Me refiero a premios de verdad, al Herralde y al Rómulo Gallegos. Pero ojo, no fueron los premios los que le abrieron –hace rato– las puertas de la Historia, esa con mayúsculas, ni la academia que duerme –también hace rato– en los laureles. Fue una clase exigente y crítica de lectores y que creció exponencialmente con cada obra suya publicada.

Soy optimista respecto al futuro de nuestra literatura, pero es un optimismo que supone un corte, un antes y un después de Bolaño. Porque Bolaño nos desbordó, y luego de ese desborde no podemos seguir siendo los mismos. Bolaño será nuestro Borges. Una bestia literaria que nos pesará por muchos años, que será asumida como tal no por los escritores que hoy están en plena faena, para quienes la vara es demasiado alta, sino por los más jóvenes, que hoy tienen veinte años, que lo están leyendo, y lo seguirán asediando como sólo se asedia la gran literatura.

Dije más arriba que no me parece condenable que empecemos a mitificar a Bolaño: ¿de qué otra cosa, en verdad, vivimos quienes vivimos de la literatura? ¿Qué nos conmueve sino un puñado de nombres y de obras que alineamos a nuestro antojo en un panteón libresco, como si se tratase de una teología estética? Y aunque a él le pese y se ría a carcajadas esté donde esté, nosotros, sus lectores, haremos de Bolaño una leyenda.













jueves, 18 de octubre de 2007

Opus night

por Alejandro Zambra







Los lectores españoles acaso consideren extravagante a Sebastián Urrutia Lacroix, narrador y protagonista de Nocturno de Chile, la reciente novela de Roberto Bolaño. A nosotros, en cambio, acostumbrados a las aves raras, no nos sorprende tanto que un cura del Opus Dei escriba poesía, y además, usando el extraño seudónimo H. Ibacache, trabaje como crítico literario en un importante periódico. Nocturno de Chile es la agónica defensa de Urrutia Lacroix (en dos alucinados párrafos: el primero, a la Thomas Bernhard, de 149 páginas; el segundo, de una línea) ante los múltiples fantasmas que lo acosan y le muestran lo que no quiere ver: el pasado.

Todo ocurre en el insomnio de una sola noche. Con el ritmo continuo y quebradizo de una larga digresión, el sacerdote evoca imágenes e historias recurrentes de su vida a la par que deja entrever la profunda escisión que lo constituye (en detalles mínimos, banales, como cuando relata sus problemas para decidir si usa la sotana o el traje de poeta en una reunión social). Su curriculum vitae está tan plagado de delirios de nobleza como de paseos oscuros y vergonzosos, en los que el sacerdote apenas ha alcanzado a reprimir su desprecio por los campesinos o los deseos de corresponder a las insinuaciones sexuales de su maestro, el notable crítico literario Farewell. Por cierto, el registro comprende hechos menos íntimos: la participación de Urrutia Lacroix en las veladas literarias de la escritora María Canales, o la cátedra sobre marxismo que impartió a los integrantes de la Junta Militar de 1973 (el alumno aventajado, Augusto Pinochet, se jactaba ante el profesor de haber escrito tres libros por sí mismo, y de leer habitualmente textos de teoría política, historia e incluso obras literarias como Palomita Blanca, "una novela de talante francamente juvenil, pero yo la leí porque no desdeño estar al día y me gustó").

Como es habitual en la obra de Bolaño (y en la buena literatura, aquella que es imposible de reducir a una anécdota), el acento en los intersticios, en los aspectos menos visibles de la experiencia, aleja toda posibilidad de servilismo ideológico. No hay caricaturas para la galería; el lector -español o chileno-, hacia la mitad de la novela, ya "comprende pero no justifica" a Urrutia Lacroix. Allí reside el mérito de Roberto Bolaño: haber hecho verosímil el discurso de un personaje que no solamente alude a José Miguel Ibañez Langlois, sino también a muchos otros que tras haber coqueteado con la maldad aún separan aguas y alegan inocencia. Los mismos que si hoy se animaran a hablar no acogerían del todo la incitación de Chesterton que Bolaño usa como epígrafe de su novela: Quítese la peluca.










miércoles, 17 de octubre de 2007

Roberto Bolaño: tercera base de la narración chilena

por Carlos Almonte











Hablar de la obra de Bolaño intentando darle un peso extra, parece ser una idea sin destino. Sin embargo, no está de más decir que la obra de Bolaño representa acaso, la voz narrativa más importante que jamás haya tenido Chile. Y desde José Donoso, sin ninguna duda. Y al decir esto, no me olvido de la antigua tradición narrativa chilena, que ha tenido en sus puntos más altos a Manuel Rojas y a José Donoso, antes que a Bolaño. Es cierto que Rojas representa fielmente la temática de lo chileno: el bajo fondo, el ladrón, la puta, el maloliente. También es cierto que Donoso se excluyó en contadas ocasiones de las costumbres locales. Es cierto también que Bolaño, como tercer pilar de basamento, muchas veces abordó, desde la referencia directa o indirecta, temáticas relacionadas con Chile (Nocturno de Chile, La literatura nazi en América, Estrella distante, Tres, etc.).

Por otro lado, obviar la narrativa existente entre los puntos mencionados, los tres pilares: Rojas-Donoso-Bolaño, es ciertamente una exageración bastarda. Es así. El ejercicio narrativo en Chile se ha basado, históricamente, en un contar historias -más o menos interesantes-, en donde el hilo conductor es muy claro, todo lo demás está muy ordenado y el lector puede recorrer las páginas desde la siete hasta la trescientos cincuenta sin sufrir mayores sobresaltos. (La señora Allende y la señora Serrano, son los más fieles ejemplos de la escritura que refiero). Es decir, hemos estado rodeados de una literatura amable demasiado amable (en cuanto a estructura y a técnica escritural e incluso en cuanto a una temática, casi siempre costumbrista, en la que “todos nos vemos reflejados permanentemente”), y que no sólo no dificulta o simboliza, sino que simplifica la lectura hasta un nivel que raya en lo televisivo.

Con esto no estoy diciendo que la narrativa de Bolaño sea especialmente compleja, o que su estructura sea demasiado original (la de Los detectives salvajes, por ejemplo), o que su escritura sea de una pulcritud incontrarrestable. Aunque si se la compara con un corpus representativo de la narrativa chilena de los últimos veinte o treinta años, seguramente destacará también en estos ámbitos. Bolaño muestra una variedad de recursos, y un talento en la mixtura, además de un cariño evidente y emocionante por la escritura y el oficio de escritor, difícil de reconocer en otros escritores, incluso en el concierto hispanoamericano.

Desde la aparente simpleza argumental de La pista de hielo, hasta la expresiva monumentalidad de 2666, se puede encontrar brevedad, extensión descomunal, una gran diversidad de géneros expuestos, un sinnúmero de personajes, naciones, variaciones de lenguaje, modismos, hibridez epocal y estilística -ese airecillo a Poe que se respira en Monsieur Pain-, el desplazamiento permanente -el fantástico periplo del rockero Pancho Misterio y los Neochilenos, por citar un solo ejemplo entre muchos-, la fijeza obligada de Auxilio Lacouture en Amuleto, la obcecación y ambigüedad de los cuerpos y la prostitución en Una novelita lumpen, la indexación de personajes -por carácter, país, fecha- en La literatura nazi en América, los rusos, la bomba atómica, una revolución en Liberia, enfermedad, muerte, soledad, océano, desierto, poesía, literatura, distintos niveles de ficción, incrustaciones de identidad, y un larguísimo etcétera que, si bien hace pensar en desorden, en exceso o en pretensión descabellada, no se siente nunca de ese modo. Al contrario, el sentimiento que se experimenta al leer a Bolaño es más bien cercano al de una amistad de años, al de un cariño muy profundo.

Desde este punto de vista, el tiempo sobra, al igual que un posible comentario, narración o diálogo de cualquiera de sus personajes. Es un viaje sin retorno, en altamar, cuando el barco pierde sus motores y sus velas, y no queda más que el horizonte al fondo y un vaivén que no termina de avanzar. Es una ventana a medias, apenas delineada. Es un vasto y desolado páramo, donde se reúnen viejos escritores a rezarle a ningún Dios. Es un día, una fecha que no importa. Es un diario que termina abruptamente, como una vida acotada por la enfermedad, sin saber a dónde pudo haber llegado, a qué puerto, a qué final, a qué palabra.


















domingo, 14 de octubre de 2007

“La literatura es riqueza”. Entrevista a Roberto Bolaño

por María Teresa Cárdenas y Erwin Díaz
Revista de Libros, El Mercurio
25.10.2003





En uno de sus últimos viajes a Chile, a fines de 1999, Roberto Bolaño sostuvo una entrevista pública en un pequeño café del Barrio Bellavista. En esta hora de homenajes, recordamos pasajes de ese diálogo inédito.



¿Ha puesto más literatura que vida en sus libros?
Yo creo que hay bastante menos literatura en mis libros que en los de autores a quienes leo constantemente o que me han marcado. Y, por otra parte, yo soy literato, me muevo entre libros. Entre un viaje alrededor del mundo y una gran biblioteca, yo escojo la biblioteca. Sobre todo ahora, porque ya no puedo hacer las cosas que hacía a los 20 años. Y he viajado mucho. De hecho, sigo viajando, es lo bueno de no vivir en la aldea natal. Es decir, el día que vuelva a vivir a Los Ángeles, capital de la provincia del Biobío, mi viaje habrá concluido.

¿Y cuándo empezó ese viaje?
Yo nací en Santiago, pero nunca viví en Santiago. Viví en Valparaíso, luego en Quilpué; en Viña; en Cauquenes, una zona llena de alcohólicos y de espiritistas. Bio- bío es la tierra de mis mayores, como diría Serrat, y es el lugar a donde llegó al menos la parte paterna de mi familia, a Mulchén, porque yo viví en Los Ángeles.

Pero el gran cambio se produce cuando viaja con su familia a México, ¿no?
Sí. Mis padres se cambiaban mucho de casa, pero los motivos eran inconfesables. Yo siempre creí que todas las familias chilenas se trasladaban mucho; en realidad, sólo era la mía. El año 68, mi familia se quiso ir a México, todos, lo que para mí fue, yo diría, la experiencia más vital. En total he vivido en México cerca de diez años y para mi percepción de lo que yo creía que era ser escritor, eso fue básico. De hecho, mis primeras lecturas son de autores mexicanos, una literatura riquísima, que yo creo que me ha marcado como ninguna otra.

Parece que también lo marcó la amistad de los mexicanos, por ejemplo del poeta Mario Santiago, "Ulises Lima" en Los detectives salvajes.
Mario Santiago era un poeta maravilloso. Tal vez el poeta más grande que yo he conocido, y he conocido poetas realmente grandes. Bueno, era mi amigo... Con él me ocurrió algo muy increíble: se hizo un graffiti en aquella época que decía: “Que Bolaño se vaya a Santiago, y que Santiago también”. A él lo mandaban a Chile, país que nunca conoció, por otra parte. Era tan bonito el graffiti que incluso alguna vez pensé que Mario lo había inventado y se lo atribuía a nuestros enemigos. Fue muy divertido.

¿Cree que todas esas experiencias lo llevaron finalmente a escribir novelas?
La vida misma no creo que haga escribir a nadie. El momento en que uno decide ser escritor es un instante de locura total y de voluntad, entendida en el sentido nietzscheano de la palabra, que es un sentido bastante delirante. Escribir no es normal, lo normal es leer y lo placentero es leer, incluso lo elegante es leer. Escribir es un ejercicio de masoquismo; leer a veces puede ser un ejercicio de sadismo, pero generalmente es una ocupación interesantísima. Yo decidí ponerme a escribir a los 16 años, en México, y además en un instante de ruptura total, con la familia, con todo, como se hacen estas cosas.

Incluso llegó a crear un movimiento.
El infrarrealismo es un movimientito que Roberto Matta crea cuando Breton lo expulsa del surrealismo y que dura tres años. En ese movimiento había sólo una persona, que era Matta. Años después, el infrarrealismo resurgiría en México con un grupo de poetas mexicanos y dos chilenos. Fue una especie de dadaísmo de grupo que organizaba eventos más bien chuscos. Hubo un momento en que fueron muchísimos, unas cincuenta personas, de las cuales, la verdad es que, como poetas valían la pena sólo dos o tres. Y cuando Mario Santiago y yo nos marchamos a Europa, el movimiento se acabó. Los que quedaron en México fueron incapaces de seguir con esto. En realidad, porque el infrarrealismo era la locura de Mario y mi propia locura... Duró del año 75 al 77.

¿Qué se proponían entonces?
Ya nos habíamos salido de todas las diferentes familias, de todos los clanes mafiosos que operaban en México. Nosotros estábamos en contra de los exquisitos, de Octavio Paz y su gente, de los neoestalinistas, de aquellos que se decían escritores sin compromiso y que cobraban del PRI cada mes. Estábamos en contra de todo. Y lo que hacíamos era un espectáculo penoso, realmente.

¿En ese tiempo ya había tenido contacto con la poesía chilena?
Sí, yo conocí cuando era muy jovencito, porque era amigo de mi madre, a un poeta chileno a quien todo el mundo odia, con razón, y cuyo nombre voy a ocultar por motivos de compasión, pero este poeta que en aquella época era un joven treintañero y bastante decente, o así me lo parecía a mí, me mostró la poesía que se hacía en Chile, que era distinta a la que se hacía en México en aquella época. En Chile, por los años setenta, dominaban los poetas llamados láricos. Yo recuerdo, por ejemplo, a Oliver Welden, de quien ya nadie guarda el menor recuerdo en este país. Era un poeta de Arica y bastante bueno, al menos se podía leer. También leí a Gonzalo Millán, que yo creo que es un gran poeta. Y a Waldo Rojas, con quien nos carteamos en una especie de correspondencia melancólica. No lo he visto nunca; tal vez si lo viera dejaría de escribirle cartas. En fin, conocí a los poetas láricos y a algunos poetas que estaban en la senda de Lihn.

¿Qué pasaba entonces con los poetas mayores?
Yo, como todo niño chileno, había recitado Los veinte poemas de amor y una canción desesperada a grito pelado. Y sobre todo el poeta que yo leo con mayor fidelidad, desde aquella época, es Nicanor Parra, lo leo y lo releo muchísimo, y me parece un poeta de una importancia enorme. Pero también leo a Lihn, a Teillier, hay versos de Teillier que son como para hacer boleros, leo a Gonzalo Rojas. Cuando digo leo quiero decir releo, y releo con fruición.

¿Qué percepción tenía de Chile en aquellos años?
Yo volví a Chile el año 73, dispuesto a hacer la revolución. Yo pensaba que este país era el cogollito del cambio, que aquí se iba a producir la gran transformación de todo. A los dos meses ocurrió el golpe de Estado. Yo estaba en Santiago. Por un lado fue una experiencia absolutamente espantosa, pero, por otro lado, gloriosa, porque me lo pasaba súper bien. Tenía veinte años y a esa edad nadie tiene miedo de nada, y si tienes miedo, te aguantas. Fue una experiencia de amistad, de vivir las cosas profundamente. Para mí fue un año magnífico. Sólo empecé a darme cuenta de lo que había vivido cuando volví a México, en enero del 74, y paulatinamente fui entendiendo el lío en que me había metido.

Uno de sus personajes dice que todos los poetas necesitan un padre, incluso los más vanguardistas. ¿Está de acuerdo?
No, yo creo que un poeta, por naturaleza, es un huérfano. El poeta tiende hacia la orfandad. Claro, tiene padres, eso es innegable. La literatura es un flujo continuo y uno es parte de ese flujo. O de un único y gran libro, como decía Borges. Pero el paso civil del poeta es el paso del huérfano.

¿Qué serían entonces los narradores?
Adoptados.

Como poeta y narrador, ¿siente que habita dos mundos con reglas distintas?
Yo no me siento en dos mundos. Yo soy escritor. Y escribo novela, escribo cuento y escribo poesía. Me encantaría escribir ensayo, pero mejor que no lo haga. Yo no veo ninguna dicotomía. En lo que respecta al mercado, ahora publico en editoriales fuertes y cobro bastante. No puedo sino estar conforme, porque masoquista no soy. Ni voy a regalar mis obras a un editor. Yo creo que es muy difícil eludir el mercado, incluso para la poesía. Lo que pasa es que hay mercados alternativos. Y luego, que no es puramente una cuestión de mercado, también es una cuestión de calidad de vida. Alguien que lee poesía es alguien que tiene una cultura más grande que si sólo leyera prosa, y su placer estético aumenta considerablemente si es un lector de prosa y poesía, o si es un lector no sólo de bestsellers. Los bestsellers, además, me parecen una infamia; están mal escritos y hablan de cosas totalmente vacías. Yo prefiero ver la tele antes que leer un bestseller.

Hay muchos guiños en sus libros, ¿cree que la literatura es también un juego?
Son más de los que se imaginan, porque la mayoría de mis guiños no los capta nadie. Sólo yo. Deben ser muy malos. La literatura es un ejercicio aburrido y antinatural, entonces si no te lo tomas como un juego, o también como un juego, puede llegar a convertirse en un suplicio.

En el cuento "Sensini" ("Llamadas telefónicas") hay una visión amarga acerca de los escritores que deben concursar en premios de quinta categoría.
Ese cuento puede ser leído de muchas maneras; el argumento parte de que en cierta ocasión yo me presento a un concurso, nada más que por falta de dinero, gano la tercera mención y con enorme sorpresa me doy cuenta de que la primera mención, no el premio, la había ganado Antonio Di Benedetto, que para mí es uno de los grandes escritores latinoamericanos. Y lo primero que me pregunté es qué hace Di Benedetto concursando en estos premios de provincia que son muy generosos en España pero que, claro, no son para que esté Di Benedetto. A esas alturas él ya había publicado hacía muchos años Zama, que es una de las mejores novelas que se han escrito en Argentina, y además tenía libros de cuentos publicados en España y traducidos a varias lenguas, etc. Después me lo encontré en otro concurso; esta vez lo ganó, y se me ocurrió el cuento a partir de cómo un escritor latinoamericano, con algunos laureles, puede ponerse a jugar en canchas de tercera o cuarta división. Y la respuesta es más clara que el agua: evidentemente se hace eso por dinero.

Parece que le atraen estas historias de escritores...
Pero para historias tristes... ahí está el caso de Alfonso Alcalde, que además de poeta era un excelente prosista, se había ahorcado en Penco, en el sur de Chile. Yo me imagino a Alfonso Alcalde muriendo ahorcado y es para ponerse a llorar. El destino de algunos escritores es terrible.

¿Para qué le ha servido a usted la literatura?
Podría dar una respuesta aparentemente poética: "para no morirme", pero es falso, yo seguiría vivo y probablemente con mejor salud si no hubiera optado por la literatura. A mí la literatura me ha servido básicamente para leer. En el momento en que decido que voy a ser escritor, me pongo a leer. Y gracias a la literatura he podido leer libros maravillosos, increíbles, como encontrar tesoros. Y en mi vida, que ha sido más bien nómade y de una pobreza extrema en ocasiones, el leer ha contrapesado esa pobreza y ha sido mi soberanía y ha sido mi elegancia. Podía estar en cualquier situación y si leía a Horacio, por ejemplo, el dandy, el que estaba viviendo por encima de sus posibilidades era yo, siempre. La literatura a mí me ha producido riqueza, es riqueza.

En "Enrique Martin" dice que un poeta que lo puede soportar todo va directo a la locura, ¿cree que los poetas se sienten llamados a ese destino?
Sin duda, pero ése no es el problema. El problema es más bien la facilidad con que los escritores caen en el ridículo más espantoso. Y el otro problema grave es el de la gramática y el de la sintaxis. Y ya para acabar, el tercer problema, antes de entrar con el de la locura, que en realidad es un problema menor, es la falta de originalidad, el escribir casi por una inercia ambiental. Todos estamos entregando de alguna manera o de otra el viaje de Ulises; o estamos dando vueltas por el infierno y el purgatorio del Dante. La originalidad es un problema de estructuras formales.

¿Cuál es su visión de Chile desde la distancia?
A mí me cuesta muchísimo ver sociedades completas. Veo más bien grupos pequeños, y esos grupos pequeños que juntos conforman lo que tal vez yo en algún momento de lucidez o delirio llamo Chile, pues en general me parece bien. En realidad, mi Chile, si pudiera hablar en estos términos, es un Chile imaginario en donde yo soy un niño o un adolescente, a lo más tengo veinte años y es un Chile pues lleno de las suavidades de la infancia o de los dolores blandos de la infancia, y terribles, y también es un Chile del fin de un sueño que al menos los nacidos en la década del cincuenta soñamos y apostamos por él. En el momento en que ese sueño acaba para mí, que tiene una fecha clara, ya empieza a aparecer otra cosa.


Al finalizar la entrevista, se le pide a Roberto Bolaño que lea algo de Fragmentos de la universidad desconocida. "Porque no he renegado de la poesía es que me niego a leer uno de esos poemas", argumenta. Aun así, esa noche termina con "Tarde de Barcelona": "En el centro del texto está la lepra / Estoy bien / Escribo mucho / Te quiero mucho".


Al pasar

- "Un autor que persiste y murió hace mil años, es bueno. Lo arriesgado es leer a los contemporáneos".

- "Normalmente, la estructura y el argumento están antes. De hecho, está todo antes de empezar a escribir. Es que es muy terrible no tenerlo todo ya previsto".
- "Yo creo que pocas cosas son inocentes, la literatura, menos".

- "Yo soy chileno. Es una circunstancia. Lo que pasa es que esa circunstancia la he tenido que pagar cara en muchísimas aduanas y fronteras del mundo. Me hubiera encantado ser suizo o belga. Pero soy chileno y ése es un hecho ante el cual ya no puedo rebelarme".

- "No sé si será bueno o malo, pero no siento nostalgia de paisajes ni de escenografías. Siento nostalgia de personas, y a veces esa nostalgia es demoledora; con eso tengo bastante".











jueves, 11 de octubre de 2007

“Que cada uno lea lo que quiera y pueda”. Entrevista a Roberto Bolaño

El Tiempo, Colombia
03.01.2003





El autor de Los detectives Salvajes y Putas asesinas, entre otras obras, es uno de los escritores más importantes de la actual literatura hispanoamericana. Obtuvo los premios Herralde de Novela y Rómulo Gallegos. Roberto Bolaño vive a dos cuadras del mar, en Blanes, un pueblo de treinta mil habitantes a media hora de Barcelona. Vive en la casa de su mujer con dos hijos que ahora duermen. Prefiere la tranquilidad al bullicio, prefiere la cárcel silenciosa y a veces insoportable de la escritura. Afuera una luna otoñal ilumina los restos de la noche. En los pasillos de la casa hay unos tres mil libros. Bolaño fuma ansioso, y toma Coca-Cola, porque el licor le ha resentido el hígado. La ironía brilla en sus ojos. Al escritor chileno de 54 años no le gustan las entrevistas, piensa que todo lo que importa está en sus libros, pero finalmente accedió a conversar sobre algunos asuntos.



En principio, usted ha trabajado en poesía, género cada día más aislado del mundo editorial. ¿Qué opina de la poesía como arte y como fenómeno en los tiempos actuales?
No creo que la poesía vaya a desaparecer. Cada cierto tiempo, sospecho, la poesía sufre metamorfosis, transformaciones, hibridajes. Por supuesto, ya no es posible vender muchos libros de poesía, como sucedía con los libros de Byron, pero sigue siendo posible ser Lord Byron, que es suficiente. Tal vez la poesía sobrevive ahora en algunas novelas. O en formas no consideradas artísticas, formas bastardas productos del gueto y de la marginación. Tal vez cuando se muera el último poeta lírico la poesía renazca de sus cenizas.

En Los detectives salvajes hay ejes que sobresalen. Uno es el exilio, un exilio que abarca, entre otros países, México y España.
Curiosamente nunca me he sentido exiliado. Tal vez si hubiera vivido en Suecia, aunque sospecho que tampoco en Suecia. Lo que sí me he sentido es extranjero, pero extranjero me he sentido en todas partes, empezando por Chile. Como fui un niño pedante, ya desde niño me sentía extranjero.

¿Es usted un desencantado de la política o su exilio fue más buscando la libertad individual?
La única libertad en la que creo es la libertad individual. O en el conjunto de libertades individuales. Una libertad individual, la que tenemos a mano, bastante vicaria, bastante desdibujada, pero por ahora la única que tenemos. Y no soy un desencantado de la política, aunque motivos no me faltan ni a mí ni a nadie, pues la política por regla general es un nido de serpientes. Sigo siendo de izquierda y sigo creyendo que la izquierda, desde hace más de sesenta años, mantiene en pie un discurso vacío, una representación hueca que sólo puede sonarle bien (esa catarata de lugares comunes) a la canalla sentimental. En realidad, la izquierda real es la canalla sentimental quintaesenciada.

Muchos años después de la caída violenta de Salvador Allende, ¿cómo siente a Chile desde la distancia?
Tengo la impresión de que la democracia se está asentando, lo que ya es una gran cosa, y de que la sociedad lentamente vuelve a aprender a convivir. Por supuesto, a costa de algunas pérdidas de memoria, de algunas lobotomías.

En Los detectives salvajes se narra el mundo de los poetas jóvenes de dos décadas, sus penurias y sueños, es como una desmitificación de lo intelectual, una humanización del artista ¿qué piensa de esto?
Cuando entrego una novela a mi editor, ya no vuelvo a pensar en ella.

¿Qué escritores han sido claves en su educación sentimental literaria y cuáles no aconsejaría leer?
Cervantes, Stendhal, Rimbaud, Poe. Y que cada uno lea lo que quiera y pueda. Yo, al menos esta noche, me siento incapaz de desaconsejar nada.

¿De la narrativa actual qué le atrae?
De la narrativa latinoamericana: Rodrigo Rey Rosa, Daniel Sada, Rodrigo Fresán, Alan Pauls.

¿Qué piensa de lo autobiográfico en la literatura?
Todo, de alguna manera, es autobiográfico, lo que demuestra, de pasada, la inutilidad de escribir autobiografías.

¿Qué significa para usted la fecha del 11 de septiembre?
Una putada. El inicio de un baile parecido al de San Vito. La caída de Allende más la fiesta nacional de Cataluña, que conmemora otra derrota, más el ataque de los suicidas a las torres gemelas, que viene a ser una tercera derrota de la cultura frente a la religión. El 11 de septiembre catalán no lo viví en carne propia y si lo hubiera vivido lo callaría pues eso significaría que soy un vampiro o un inmortal. El 11 chileno lo viví, lo padecí y como tenía veinte años también lo disfruté. Los jóvenes ignoran a la muerte. Sólo quieren su dosis de adrenalina y sexo, y yo también. El 11 neoyorquino me pilló en Milán, con mi mujer y mis dos hijos y cuando vi la explosión, en el primer momento, pensé en las imágenes que teníamos en los ochenta sobre la Tercera Guerra mundial. Por supuesto, volvimos al hotel de inmediato.

Está escribiendo una novela extensa, ¿qué puede decir al respecto?
La novela tiene más de mil páginas y como te puedes imaginar, es imposible resumirla. Escribir algo tan largo, cansa. Trabajar cansa, como dijo Pavese. Y yo me canso, además, con una facilidad pasmosa. Pero este es mi trabajo y tengo que seguir.

¿Qué se le viene a la cabeza al escuchar estos nombres? César Vallejo...
La virtud y la torsión. La lírica que se autofagocita.

Juan Carlos Onetti...
Para mayores de treinta y tres años.

Jorge Luis Borges...
El centro del canon de Latinoamérica.

Pablo Neruda...
Dos libros extraordinarios y nada más.

Gabriel García Márquez...
Un hombre encantado de haber conocido a tantos presidentes y arzobispos.

Mario Vargas Llosa...
Lo mismo, pero más pulido.

Guillermo Cabrera Infante...
Un escritor extraño.

...
En realidad, de todos los escritores que me ha nombrado sólo me interesan Vallejo, Onetti y Borges.










lunes, 8 de octubre de 2007

Roberto Bolaño según Fernando Vicente

Ilustración para "Babelia", suplemento literario de El País









Roberto Bolaño junto a Fernando Vallejo, Juan Villoro, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, entre otros.










Roberto Bolaño según Fernando Vicente

Ilustración para "Babelia", suplemento literario de El País






















domingo, 7 de octubre de 2007

Recordando a Roberto Bolaño

por César Gándara












El 15 de julio de 2003 se apagó una de las voces más influyentes de la narrativa de nuestra lengua. A casi tres años de su muerte, sus amigos y admiradores lo recordarán en el homenaje Celebrando a Roberto Bolaño, dentro del marco del XXII Festival de México, en el Centro Histórico, donde durante tres días se llevarán a cabo mesas redondas, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, integradas por escritores y editores de España, Argentina, Chile y México.

Nacido en Chile en 1953, a muy temprana edad, Roberto Bolaño comenzó su periplo por algunas ciudades del mundo. Llegó a la Ciudad de México, donde se inició en el oficio de las letras, para luego regresar a Chile y alistarse en la resistencia que defendería a Salvador Allende del golpe de estado perpetrado por el general Augusto Pinochet. Después de la caída de Allende, Bolaño pasó unos días en la cárcel para después regresar a México, y años más tarde viajar a España, donde se instala definitivamente a finales de los años setenta.

Bolaño cultivó el periodismo, la poesía, el cuento, el ensayo y la novela -género que en el que quizá hizo su mayor aportación-. Entre sus obras más importantes están los libros de cuentos Llamadas telefónicas, Putas asesinas, El gaucho insufrible, el libro de ensayo Entre paréntesis, las novelas Estrella distante, Amuleto, Monsieur Pain, Nocturno de Chile, Amberes y dos obras capitales: Los detectives salvajes y 2666, novelas de largo aliento que en su conjunto suman casi dos mil páginas, sin contradecir con ello las Seis propuestas para el nuevo milenio, de Italo Calvino, y que marcan un parteaguas en la literatura hispanoamericana.

A partir de la publicación de Los detectives salvajes, la fama y el mito de Bolaño crecieron de tal manera que hasta la fecha la bola de nieve continúa creciendo y no se avizora el momento en que vaya a detenerse. Los detectives Salvajes es la historia de un par de jóvenes poetas, fundadores del realismo visceral que salen a buscar el rastro de Cesárea Tinajero, una misteriosa escritora desaparecida en México en los años posteriores a la Revolución. La búsqueda, el viaje y sus consecuencias, se prolongan durante veinte años. Ulises Lima, Arturo Belano, personajes principales, y Juan García Madero, personaje narrador de dos terceras partes de la novela viajan al norte de México buscando a la poeta. Encontrar a Tinajero es apenas el inicio de un viaje que llevará a los detectives salvajes por caminos y países insospechados, en la búsqueda de algo indefinible, algo que perdieron sin saber cuándo ni cómo.

La estructura de la novela está dividida en tres partes. La primera es el diario de García Madero, donde cuenta los inicios de los real visceralistas –caricatura de todas las vanguardias– y cómo comienzan a investigar sobre el paradero de Cesárea Tinajero; la segunda parte es una serie de entrevistas a gran cantidad de personajes, entre ellos algunas figuras de la literatura mexicana (tanto reales como ficticias), un neonazi austriaco, una fisicoculturista española, un abogado dedicado a la poesía, entre otros. Ellos dan testimonio de los encuentros que tuvieron con los real visceralistas; la tercera parte es el segundo libro del diario de García Madero, que comienza a partir de que él, junto con Arturo Belano y Ulises Lima, comienzan la búsqueda de Cesárea Tinajero en Sonora.

El libro en su totalidad puede ser entendido como un conjunto de diarios y reportajes que alguien recolectó para dar con el paradero de Arturo Belano y Ulises Lima. Es decir, hay un investigador invisible que realiza la novela, presente gracias a la estructura que, inclusive, se deja intuir cuando en la entrevista que hace al estudioso del real visceralismo de la universidad de Pachuca (Ernesto García), éste le responde: “¿Juan García Madero? Ese no me suena. Seguro que nunca perteneció al grupo. Hombre, si lo digo yo que soy la máxima autoridad en la materia, por algo será”.

Los detectives salvajes son Ulises Lima y Arturo Belano, pero también lo es el investigador invisible, quien recopiló la información del diario y las entrevistas que los lectores recibimos en forma de libro. Además, hay un paralelismo entre García Madero y Cesárea Tinajero. Incluso, García Madero adopta la identidad de Tinajero, la suplanta y habita su casa. Ahora García Madero continuará la historia, y quizás el investigador ausente se encuentre en Sonora tratando de dar con su paradero. Los detectives salvajes se convierte así en un laberinto sin salida.

Roberto Bolaño fue merecedor en vida del Premio Municipal de Santiago de Chile, por el libro de cuentos Llamadas telefónicas, Premio Herralde de Novela, Premio Rómulo Gallegos, Premio del Consejo Nacional del Libro y Premio del Círculo de Críticos de Arte por su novela Los detectives salvajes.

En su vida pública no escasearon las polémicas. A propósito del premio Rómulo Gallegos, y según las reglas del concurso, debía ser jurado en la edición siguiente. A consecuencia de su enfermedad, no pudo viajar a Caracas, pero pidió participar en las deliberaciones desde Barcelona, aunque el protocolo establece que si un miembro del jurado no puede estar en el debate renuncia a serlo o se suma al desenlace. Bolaño propuso su propia selección de finalistas e insultó a los miembros del jurado, acusándolos de conspirar en favor de otros candidatos. Recibió una lección del jurado al ser premiado Enrique Vila-Matas, uno de los novelistas de su lista.

Tras la muerte de Roberto Bolaño, una vez que ya se había ganado un lugar en la república de las letras, sorprende a la crítica y a sus lectores con la aparición de su novela póstuma 2666, una novela que en palabras de Eve Gil es “una gran obra, imperfecta y torrencial, que abre el camino a lo desconocido; ora como realidad revestida de ficción, ora como lúdico desafío a quienes han dejado de creer en la vigencia de la novela total”. Con esta obra, Bolaño se levanta de su tumba para continuar el diálogo con los lectores, nos hace recordar los versos de Quevedo: retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos.

Al parecer, esta novela estuvo ideada para ser publicada como libros independientes, vinculados entre sí por una serie de circunstancias, guiños y personajes. Al inicio de la novela, hay una nota de los herederos del autor donde se comenta que cuando se acercaba el fin de Roberto Bolaño, éste dejó instrucciones de que 2666 se publicara dividida en cinco libros que se corresponden con las cinco partes de la novela, especificando el orden y periodicidad de las publicaciones (una por año). Después de su muerte y tras la lectura y estudio de la obra y del material de trabajo, realizada por Ignacio Echevarría, surge una consideración de respeto al valor literario de la obra y la editorial Anagrama decidió publicar todos los tomos en un único ejemplar, bajo el título de 2666.

Bolaño fue un innovador, la constante en su obra es la búsqueda de un no-estilo, a partir de los demasiados estilos que maneja y domina. Su literatura siempre fue contestataria, y eso se lo debió a su gran conocimiento de la tradición y al diálogo permanente que mantuvo con ella. De ahí viene su originalidad, porque fue un gran lector. A través de su novela se pueden identificar sus lecturas. Leer a bolaño, en el mejor de los casos, implica tener ciertas lecturas para disfrutarlo de mejor manera. Descanse en paz el hombre, y viva por mucho tiempo su obra.




















jueves, 4 de octubre de 2007

Dos libros inéditos de Bolaño

por Rodrigo Fresán
Radar, 6 de mayo, 2007















El samurai

Cuando Roberto Bolaño murió, en 2003, a los 50 años, se sabían dos cosas: que dejaba inconclusa la monumental novela en la que llevaba años trabajando y que la literatura latinoamericana perdía a un autor que la había renovado como nadie desde el Boom. Publicadas póstumamente, las mil y tantas páginas de 2666 satisficieron las grandes expectativas que habían despertado. Y ahí parecía que se terminaba, que no había más, que no quedaban más Bolaños por pu-blicar. Por suerte, no. Por estos días, aparecen no uno sino dos libros inéditos: El secreto del mal, una colección de cuentos a la altura de las anteriores, y La Universidad Desconocida, un libro extraño que parece ser la pieza que faltaba en una obra adictiva como la verdad.

“La literatura se parece mucho a la pelea de los samurais, pero un samurai no pelea contra otro samurai: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”, definió Roberto Bolaño en una entrevista. Y, en otra, agregó: “A la literatura nunca se llega por azar. Nunca, nunca. Que te quede bien claro. Es, digamos, el destino, ¿sí? Un destino oscuro, una serie de circunstancias que te hacen escoger. Y tú siempre has sabido que ése es tu camino”. Una más: “El viaje de la literatura, como el de Ulises, no tiene retorno”. Y para concluir: “Lo brutal siempre es la muerte. Ahora y hace años y dentro de unos años: lo brutal siempre es la muerte”.

Todas estas opiniones o respuestas o, mejor dicho, todas estas sentencias (reunidas y editadas por Andrés Braithwaite en el revelador y gracioso “Bolaño por sí mismo: entrevistas escogidas”, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2006) resultan no sólo útiles como introducción sino que además, creo, ayudan a una más adecuada lectura y mejor comprensión de El secreto del mal y de La Universidad Desconocida, así como del resto de la obra de Bolaño. Es decir: samurai + destino + viaje + no retorno + muerte remiten al bushido o “camino del guerrero” (el arte de vivir y combatir como si uno ya estuviese muerto de los grandes espadachines japoneses, la habilidad de mirar hacia atrás, al presente, como si se lo hiciera ya desde el otro lado) y a una actitud paradójicamente híper-vital. Al núcleo creativo, el centro del que se desprende la ficción y la no-ficción de Bolaño alumbrada y oscurecida, siempre, por la sombra de la enfermedad y de la muerte que podía llegar –y llegó, puñal en alto– a vuelta de página.

Idas

¿Y qué es lo que lleva a uno –apenas terminados de leer estos dos últimos libros de Bolaño– a ponerse a enhebrar respuestas de viejas entrevistas y a aventurar teorías más líricas que exactas? La respuesta sólida a tan leve enigma no la tengo clara, pero aventuro una sospecha: Bolaño es un escritor romántico, en el mejor sentido de la palabra. Y un acercamiento a él y a lo que escribió contagia casi instantáneamente una cierta idea romántica de la literatura y de su práctica como utopía realizable. Unas ganas feroces de que todo sea escritura y que la tinta sea igual de importante que la sangre. En este sentido, la obra de Bolaño ahora, para bien o para mal, inevitablemente acompañada de la leyenda de Bolaño, es una de las que más y mejor obligan –me atrevo a afirmar que es la más poderosa en este sentido dentro de las letras latinoamericanas– a una casi irrefrenable necesidad de leer y de escribir y de entender al oficio como un combate postrero, un viaje definitivo, una aventura de la que no hay regreso porque sólo concluye cuando se exhala el último aliento y se registra la última palabra. Algunos podrán pensar que éste es un sentimiento adolescente e incluso infantil. Allá ellos. Pero, sí, lo cierto es que tanto los relatos como los poemas de Bolaño (así como las novelas y sus breves ensayos y conferencias y, ya se dijo, sus entrevistas por lo general respondidas por escrito a vuelta de e-mail) acaban en realidad ocupándose de una única e inmensa cosa: la persecución y el alcance –esté simbolizada en alguien llamada Cesárea Tinajero o en alguien que responde al nombre de Beno von Archimboldi– de la literatura como si se tratara de una cuestión de vida o muerte, de la literatura como Génesis y Apocalipsis o Alfa y Omega.

Una cosa está clara, no hay dudas al respecto: Bolaño escribía desde la última frontera y al borde del abismo. Sólo así se entiende una prosa tan activa y cinética y, al mismo tiempo, tan observadora y reflexiva. Sólo así se comprende su necesidad impostergable de ser persona y personaje. No importa –mal que les pese a los patológicos patólogos siempre a la caza de la no-ficción en la ficción– dónde termina Bolaño y comienza Belano. Lo que importa es que el primero haya creado al segundo para que lo sobreviva y que no se haya quedado en una mera alucinación de alguien que, por momentos, jugueteaba románticamente con la posibilidad de que incluso Bolaño fuese un personaje de Bolaño. Alguien que, en alguna conversación, llegaba incluso a fantasear con la posibilidad à la Philip K. Dick de –en verdad– haber fallecido diez años antes de su muerte, durante su primer shock hepático, y que la última década de su existencia –conteniendo casi la totalidad de su “vida de escritor” en una acelerada progresión a la que podría definirse como beatlesca en términos de tan grande progreso en tan pocos años– no fuera otra cosa que un delirio agónico. Y así fue, creo –pienso aquí más como narrador que otra cosa–, cómo la constante amenaza del final resultó en el alumbramiento de una de las obras más enérgicas de las que se tenga memoria dentro de la literatura en castellano.


La aparición de estos relatos y poemas coincidiendo con el importante lanzamiento en Estados Unidos de Los detectives salvajesThe Savage Detectives, Farrar, Straus & Giroux– a la que publicaciones como The New Yorker (donde se le inventa un pasado heroinómano), Bookforum, The Virginia Quarterly Review y The Believer y periódicos como The New York Times y The Washington Post han dedicado elogios encendidos y muchas páginas, vuelve a poner de manifiesto no sólo la particular calidad de su escritura sino también su poderosa influencia entre los lectores jóvenes y su vertiginoso ascenso en los rankings, para euforia de los que disfrutan de estas cuestiones canónicas e histéricas. (Para todos ellos, vaya un dato atendible y entre paréntesis: una reciente y muy publicitada encuesta colombiana con votantes de todo el mondo-intelligentzia en castellano lo ha colocado tercero y pisándole los talones a Gabriel García Márquez y a Mario Vargas Llosa. Allí Bolaño obtuvo más votos que ambos boom-popes pero repartidos en tres obras ubicadas en los tramos más empíreos de la lista. Lo que significa que, si se hubieran concentrado todas las adhesiones en sólo una de las tres novelas mencionadas, ésta se habría impuesto a El amor en los tiempos del cólera o a La fiesta del chivo. Hasta donde sé, cosa rara o no tanto, ni el escritor colombiano ni el escritor peruano han manifestado haber leído algo del escritor chileno, quien superó a ambos como “el escritor más influyente de la actualidad” en otra encuesta de un frecuentado blog del escritor Iván Thays. Bolaño, no está de más apuntarlo, sí solía leer y preocuparse y comentar –para bien o para mal– lo que hacían bien o mal narradores más jóvenes que él).

Así las cosas, ya hay varias opciones solicitadas para llevar al cine obras de Bolaño y se anuncia para el próximo agosto –dentro del marco del prestigioso Festival Grec de Barcelona– la adaptación teatral –habrá que verla para creerlo– de 2666 a cargo de Alex Rigola y preparada “codo a codo” junto a Pablo Ley, ex crítico del diario El País, para destilar las 1119 páginas de la meganovela en dos horas sobre el escenario.

Una cosa está clara: la vitalidad de su obra demuestra que el Bolaño escritor está más vivo que nunca. Queda por averiguar cuál será su efecto a nivel editorial en el panorama extranjero: ¿se les pedirá ahora a los escritores latinoamericanos –a los descendientes de aquellos a los que alguna vez se les exigió mujeres voladoras y aguaceros de siglos– la clonación en serie de poetas indómitos o de escritores fantasmagóricos? ¿Se convertirá Bolaño –como Cesárea Tinajero o Beno von Archimboldi– en un tótem talismánico para jóvenes con las manos manchadas de tinta negra o electrificadas por teclados? Quién sabe. De entrada, la ya mencionada edición norteamericana de Los detectives salvajes decide arturobelanizar a Bolaño prefiriendo, en su solapa, una foto juvenil de un inédito a una del autor maduro reconocido y reconocible, prefiriendo vender el personaje antes que por la persona. Más romanticismo, aunque de un cariz distinto.

Vueltas

Ahora, dos libros de naturaleza muy distinta vienen a engrosar la obra de Bolaño. Son dos libros póstumos (“Póstumo suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor”, sonrió muy en serio Bolaño en otra entrevista) pero, en su misma naturaleza ectoplasmática, de signo muy diferente. Los relatos y conferencias y fragmentos de El secreto del mal fueron rescatados y ordenados por el crítico y amigo Ignacio Echeverría a partir de una expedición al disco duro del ordenador de Bolaño. En cambio, La Universidad Desconocida –tal como explica su viuda, Carolina López, en la nota titulada “Breve historia del libro”– se trató y se trata de una obra cuidadosamente pensada y estructurada por Bolaño a lo largo de muchos años y que, tal vez por sentirla como algo final y sin vuelta, nunca quiso publicar en vida.

Así, mientras El secreto del mal puede leerse como los mensajes en ocasiones difusos pero claros de un espectro, La Universidad Desconocida (más allá de que varias de sus partes fueran publicadas en vida por Bolaño) adquiere, aquí y ahora, el carácter de summa testamentaria. Así, El secreto del mal abre –aunque interrumpidas– líneas hacia el futuro, mientras que La Universidad Desconocida se nos presenta como el omnipresente Fantasma de las Navidades Pasadas.

Dice bien Echevarría en la nota preliminar a El secreto del mal que “la obra entera de Roberto Bolaño permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal, la que aparece regida por una poética de la inconclusión”. Y es verdad y ahí está, por ejemplo, el final más que abierto de Los detectives salvajes o las febriles despedidas de novelas como Amuleto o Nocturno de Chile. De ahí que buena parte del atractivo de El secreto del mal –que incorpora páginas ya conocidas como “Playa” y las conferencias “Derivas de la pesada” y “Sevilla me mata”, mientras que “Músculos” parece un calentamiento de motores para lo que acabó siendo Una novelita lumpen– resida en los contundentes comienzos de textos abandonados o postergados que, además, tienen la virtud de ampliar el mito de “Belano, nuestro querido Arturo Belano”. El poeta realista visceral –más una vida y alternativa en otra dimensión que un alter-ego del propio autor a quien, a pesar del anuncio de un suicidio en Africa, Bolaño decidió resucitar en varias ocasiones y hasta proponerlo como la voz futurista que comanda y ordena 2666– aparece aquí inédito y joven y preocupado por una hipotética muerte de William Burroughs (“El viejo de la montaña”), sorpresivamente consagrado para todos aquellos que lo querían maldito y loser para siempre, de regreso en México D.F. y de camino a la Feria del Libro de Guadalajara como “autor de cierto prestigio” investigando los últimos días de vida de su hermano de sangre y versos Ulises Lima (“Muerte de Ulises”) o lanzándose a la búsqueda de un hijo perdido en Munich en el fragor berlinés de una revolución juvenil y milenarista (“Las Jornadas del Caos”). En todos los casos, Bolaño emociona con el mismo tipo de alegría melancólica que, digamos, alguna vez nos produjeron los reencuentros con Philip Marlowe o Antoine Doinel o el Corto Maltés: pocas cosas resultan más placenteras y emotivas que el volver a acompañar a un viejo y curtido y aventurero amigo. El resto del material reunido oscila entre la estampa autobiográfica vivida o leída (“La colina Lindavista”, “Sabios de Sodoma”, “No sé leer”) o sintonizada en alguna de las muchas trasnoches televisivas de Bolaño, mutando a pesadilla despierta y zombie en el magnífico relato-movie “El hijo del coronel”. “El secreto del mal”, “Crímenes”, “La habitación de al lado”, el muy perecquiano “Laberinto”, “Daniela” y muy especialmente “La gira” (que en la figura del “desaparecido” rocker John Malone acaso insinúa el perfil de un nuevo fugitivo bolañista a perseguir) pueden leerse como inconclusas pero siempre esclarecedoras –en los pulsos de sus oraciones– llamadas telefónicas que su autor pensaba retomar cualquier noche de éstas marcando su número. De este modo, puede entenderse El secreto del mal (en mi opinión muy superior a El gaucho insufrible y con momentos a la altura de lo mejor de Llamadas telefónicas y Putas asesinas, ambos seleccionados y reordenados y reunidos en la antología norteamericana Last Evenings on Earth –New Directions– considerada por The New York Times como uno de los libros del año 2006) como una colección no de greatest hits pero sí de imprescindibles lados B, demos y rarezas de esas que ayudan a escuchar todavía más y aún mejor aquellos grandes éxitos.

Otra cosa muy distinta es el totémico La Universidad Desconocida presentándose como una suerte de companion post-infrarrealista hasta ahora escondido o de siamés invisible al real visceralismo de Los detectives salvajes. Porque si –como bien apunta Alan Pauls en su conferencia “La solución Bolaño”– “prácticamente ninguno de los poetas que se multiplican en las páginas de Los detectives salvajes escribe nada”, “no hay Obra” y que es precisamente debido a eso que la novela funciona como “un gran tratado de etnografía poética porque hace brillar a la Obra por su ausencia”, entonces La Universidad Desconocida es, por fin, la Obra. Mayúscula y arrasadora y aforística y, sí, sentenciosa y sentenciante. La Universidad Desconocida no es nada más que el libro más autobiográfico de Bolaño –alguien que se sentía poeta por encima de todo y en el que la línea que separa a los géneros se cruza una y otra vez como se cruzan las fronteras en sus dos novelas más voluminosas unidas por la membrana indestructible de lo epifánico– sino, también, una Divina Tragicomedia. Una suerte de íntimo Manual Para Ser Bolaño de uso limitado y de autoayuda sólo para él mismo, pero sin embargo perfecto para que sus lectores puedan rastrear los muchos y largos viajes de su inspiración. Un tractat –de ahí que este libro, además de trascendente, sea peligroso por su potencia radiactiva a la hora de tentar con reproducir un estilo inimitable que, de intentárselo, me temo que resultaría en torpe parodia– al que incautos o irresponsables tal vez interpretarán, más que equivocadamente, como un promiscuo y apto para todo público Manual Para Ser Como Bolaño rebosante de slogans y mandamientos y pasos a seguir y calcar por fans adictos compulsivos, muchos de ellos desgraciadamente más excitados por el Bolaño que maldice a Isabel Allende que por el Bolaño que bendice a James Ellroy. Después de todo, Bolaño trabaja aquí con los lugares comunes y los clichés de la bohemia pero –en esto reside el valor y el genio del libro– convirtiéndolos en algo indivisible y suyo. Quienes se limiten a disfrutarlo sin intenciones epigonales encontrarán aquí algo mejor que el mapa del tesoro: el tesoro mismo. Casi quinientas páginas monologantes, veloces, tan subrayables y, sí, descarada y noblemente románticas que se leen y se viajan hasta experimentar esa rara forma del desfallecimiento que sólo se experimenta luego de la más plena y satisfecha de las felicidades. Páginas ya conocidas de Los perros románticos, Tres, Amberes –y otras más oscuras publicadas en antologías y revistas– encuentran aquí su sitio exacto y su posición precisa como piezas de un puzzle que ahora, por completo, no sacrifica nada de su misterio sino que lo intensifica. Los poemas de La Universidad Desconocida –épicos y domésticos– aparecen surcados por nombres de países y calles, de libros y de películas, de escritores y de seres queridos que resultarán familiares para los ya habitués cartógrafos de la cosmogonía del autor. Pero por encima de todos ellos, resuena, una y otra vez, el país privado y la calle propia y la película protagonizada por el nombre Roberto Bolaño. Contemplándose desde adentro y desde afuera, parado frente a un espejo crepuscular o analizando su figura desde la distancia abstracta y casi sci-fi de la luz de los años transcurridos, leyendo desde la sala de lecturas del infierno o recitando mientras va poblando, amorosamente, los estantes con los libros que algún día leerá su hijo. La Universidad Desconocida –tal vez éste sea el mejor elogio posible a este libro alma-mater– se lee con el mismo asombro extático y pasmo eufórico con que alguna vez se leyó Moby Dick: otro libro raro y polimorfo y leviatánico, que no se sabe exactamente a qué especie pertenece, y que se las arregla para confundir y fundir al plan de su autor con el plano del universo.

La Universidad Desconocida arranca con un artista que está poniendo todo de su parte para que desaparezca la angustia y concluye más que feliz –y con un guiño a Dante– agradeciendo los dones recibidos a una “Musa / Más hermosa que el sol/y más hermosa/que las estrellas”.

El secreto del mal abre con Roberto Bolaño arribando a México en 1968 y cierra con Arturo Belano, quien “creía que todas las aventuras se habían acabado”, aterrizando en Berlín en el 2005. Bolaño –que murió en el 2003– escribía entonces sobre el futuro de su creación que ahora, en el 2007, leemos ya como parte de un pasado irrecuperable, de un tiempo perdido pero no por eso menos valioso.

“Mi poesía y mi prosa son dos primas hermanas que se llevan bien. Mi poesía es platónica, mi prosa es aristotélica. Ambas abominan de lo dionisíaco, ambas saben que lo dionisíaco ha triunfado”, delimitó Bolaño en otra entrevista. Ahora, en estos dos libros, el samurai romántico que se cree invicto para darse valor vuelve a desenvainar su espada y, póstumo, a presentar combate. Y, aunque Bolaño asegurase que la guerra contra “el monstruo” está perdida de antemano, nada nos impide festejar –una vez más, mientras nos queden vida y viaje– el destino triunfal de estas románticas batallas.